domingo, 3 de abril de 2016

Staccato

Toscanini, maestro de maestros

Un perfil, comentado y crítico, de Arturo Toscanini, a poco de la conmemoración de los 150 años de su nacimiento.



Pablo Mendieta Paz

Ante la inminencia de conmemorar los 150 años de su nacimiento, dedicamos esta breve semblanza a uno de los más notables directores de orquesta que ha dado la historia: Arturo Toscanini.
Nacido en Parma, Italia, este prominente músico era el hijo menor y el único varón de un  modesto sastre, Claudio Toscanini, cuya mayor gloria fue haber combatido bajo el mando de Giuseppe Garibaldi, uno de los principales líderes y artífices de la Unificación de Italia, junto con el rey de Cerdeña Víctor Manuel II.
Sin embargo, otra gloria mayor habría de reservarle el destino a Claudio Toscanini: haber descubierto, junto a su esposa, el superlativo talento musical de su hijo y matricularlo en el Conservatorio de Parma, donde a los nueve años comenzó su carrera musical estudiando el violonchelo. Aventajado intérprete de este instrumento, años más tarde se uniría a la orquesta de una compañía de ópera ambulante que recorrería gran parte de Italia y que más adelante peregrinaría por un considerable número de países europeos y latinoamericanos.
Precisamente en 1886, mientras se encontraba en gira con la compañía en Río de Janeiro, empuñó la batuta por primera vez. Si bien no son pocos aquellos que consideran como una leyenda su estreno como director, él mismo se encargó de adjudicarle autenticidad a su primera experiencia narrándola de esta manera: “Nuestro director se llevaba muy mal con los músicos de la orquesta. Ya en Río la situación era tan tensa que no pudo aguantar más. Tiró la batuta durante un ensayo y se marchó. Como la audición de Aida, de Verdi, anunciada para la noche no podía suspenderse, la orquesta, que desde hacía ya tiempo había fijado sus ojos en mí a raíz de eventuales suplencias al director, gritó mi nombre. Dejé mi sitio, salté al podio, y dirigí la ópera dieciocho noches seguidas”.
Desde entonces, Toscanini habría de escribir una de las páginas más memorables en la dirección de orquesta. Músico de impecable refinamiento, impuso el ideal de la fidelidad a la obra, a tal punto que muy pocos directores de su época, así como de otras generaciones, habrían de trabajar en su oficio con tan profunda seriedad artística como lo hizo Toscanini. Tal era su íntima concepción de lealtad, de entrega casi sagrada a la ocasional obra, que jamás se apartó un centímetro de la perfección soñada.
El escritor vienés Stefan Zweig, presente en varios ensayos cuando ya Arturo Toscanini había alcanzado prestigio mundial, dejó escrito un breve retrato de su experiencia. En él, describe cómo el maestro, con energía incesantemente renovada y prodigioso oído, repetía una y otra vez cada compás, cada frase, cada número, hasta que la orquesta quedaba al fin sujeta a su voluntad. “Solo quien ha tenido el privilegio de presenciar esta lucha por la perfección hora tras hora, día tras día, puede comprender el heroísmo de Toscanini. En cada ensayo, todo ese espectáculo de música me dejaba una profunda impresión, como si se tratara de la imagen de sonidos infinitos que mis oídos atraían sin cesar”. 
En 1898 fue contratado por la Scala de Milán. Bajo su batuta, abrió en ese monumental templo de la música una singular tendencia renovadora: incluyó en el repertorio óperas alemanas, rusas y francesas, lo cual provocó encolerizada reacción del público tradicionalmente habituado a la representación de óperas italianas.
Sin embargo, su fuerza exenta de cadenas, su descomunal poder, su autoridad culminante, su postura de echar primero su arte en la balanza para influir en el sentido que él deseaba; pero, sobre todo, su infinitud en recursos como director, se impusieron para dar forma a un objetivo que echaría por tierra los argumentos que oponían sus detractores.
Sobre ello, caracteriza a Toscanini la elección de la obra con la cual empezó su actividad en la Scala: nada menos que Los maestros cantores de Núremberg, del alemán Richard Wagner (músico supuestamente antisemita, pero no para él, un militante antisfascista que llegó a ser senador de la Italia democrática).
Esta creación, absolutamente contrapuesta a las de la escuela italiana, tanto por su riqueza en cromatismo (color orquestal), por sus novedosas armonías y orquestación, así como por sus innovadores leit motivs (“motivo conductor”, o breve tema introducido en un momento apropiado de una ópera u otra obra), mereció los más prolongados aplausos (cabe mencionar que nunca dirigió obras de cuerpo atonal ni apoyó la música dodecafónica porque “...sencillamente, no las comprendo”, decía.
Diez años después de su estreno como director en la Scala, se presentó por primera vez en Estados Unidos. Sus dotes artísticas impresionaron al asombrado público estadounidense, principalmente por dirigir de memoria El ocaso de los dioses, del mencionado Wagner. A raíz de esa formidable puesta en escena ejerció en el Metropolitan durante siete años, con ovacionadas presentaciones hasta que, de improviso, abandonó su puesto debido a una revuelta que la orquesta promovió por el temperamento que siempre había traicionado a Toscanini: una disciplina dictatorial, conducta violenta y frecuentes ataques de cólera.
Luego de este incidente, en 1915 regresó a Italia donde dirigió durante la Primera Guerra Mundial muchos conciertos para los heridos. Nueve años más tarde volvería a Estados Unidos a dar una gira por toda esa nación con la orquesta de La Scala. Triunfal, y con mayor celebridad que nunca, en 1926 fue nombrado director de la Nueva Orquesta Filarmónica de Nueva York. Ahí permaneció por seis años, aclamado y reconocido como el más grande director de todos los tiempos.
Sutil y minucioso, Toscanini, obsesionado por la excelencia, retocaba la instrumentación de Schumann puesto que, a su juicio, era sencillamente mala. Se dio el lujo, asimismo, de transportar  las trompas a la octava alta en la Obertura de Guillermo Tell, de Rossini; y modificó la instrumentación de Ravel en los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky. Juzgadas estas modificaciones como arbitrarias, el público se preguntaba qué había sido de su invariable rasgo de respeto por la fidelidad a una obra, a lo que él respondía que no debía confundirse la fidelidad a la obra con la fidelidad a lo escrito, ya que todo compositor es susceptible de errar involuntariamente en su creación, y los intérpretes como él son los llamados a corregir esos descuidos.   
Pese a toda una carrera de éxito y dinero (la Filarmónica de Nueva York lo contrató con el sueldo nunca antes pagado de 80.000 dólares anuales, y más adelante, ya como director de la Orquesta de la NBC -National Broadcasting Company-, sus ingresos se elevaron a 300.000 dólares anuales), Arturo Toscanini, el arquetipo del director, guardó por siempre el recuerdo más íntimo y emotivo de toda su trayectoria, que daba fe más que de su inclinación al dinero a la invocación del espíritu: la dirección, en 1901, de un coro de 900 cantantes que acompañaron el cadáver de Giuseppe Verdi, el venerable compositor y “Gran Maestro”, a su última morada, la Casa di riposo.

En 1987, Arturo Toscanini fue distinguido con el Premio Grammy en un conmovedor homenaje póstumo que nominó a tan supremo director de orquesta como  maestro de maestros.   

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