Toscanini, maestro de maestros
Un perfil, comentado y crítico, de Arturo Toscanini, a poco de la conmemoración de los 150 años de su nacimiento.
Pablo Mendieta Paz
Ante la inminencia de conmemorar los 150 años de su
nacimiento, dedicamos esta breve semblanza a uno de los más notables directores
de orquesta que ha dado la historia: Arturo Toscanini.
Nacido en Parma, Italia, este prominente músico era el hijo
menor y el único varón de un modesto
sastre, Claudio Toscanini, cuya mayor gloria fue haber combatido bajo el mando
de Giuseppe Garibaldi, uno de los principales líderes y artífices de la
Unificación de Italia, junto con el rey de Cerdeña Víctor Manuel II.
Sin embargo, otra gloria mayor habría de reservarle el
destino a Claudio Toscanini: haber descubierto, junto a su esposa, el
superlativo talento musical de su hijo y matricularlo en el Conservatorio de
Parma, donde a los nueve años comenzó su carrera musical estudiando el
violonchelo. Aventajado intérprete de este instrumento, años más tarde se
uniría a la orquesta de una compañía de ópera ambulante que recorrería gran
parte de Italia y que más adelante peregrinaría por un considerable número de
países europeos y latinoamericanos.
Precisamente en 1886, mientras se encontraba en gira con la
compañía en Río de Janeiro, empuñó la batuta por primera vez. Si bien no son
pocos aquellos que consideran como una leyenda su estreno como director, él
mismo se encargó de adjudicarle autenticidad a su primera experiencia
narrándola de esta manera: “Nuestro director se llevaba muy mal con los músicos
de la orquesta. Ya en Río la situación era tan tensa que no pudo aguantar más.
Tiró la batuta durante un ensayo y se marchó. Como la audición de Aida, de
Verdi, anunciada para la noche no podía suspenderse, la orquesta, que desde
hacía ya tiempo había fijado sus ojos en mí a raíz de eventuales suplencias al
director, gritó mi nombre. Dejé mi sitio, salté al podio, y dirigí la ópera
dieciocho noches seguidas”.
Desde entonces, Toscanini habría de escribir una de las
páginas más memorables en la dirección de orquesta. Músico de impecable
refinamiento, impuso el ideal de la fidelidad a la obra, a tal punto que muy
pocos directores de su época, así como de otras generaciones, habrían de
trabajar en su oficio con tan profunda seriedad artística como lo hizo
Toscanini. Tal era su íntima concepción de lealtad, de entrega casi sagrada a
la ocasional obra, que jamás se apartó un centímetro de la perfección soñada.
El escritor vienés Stefan Zweig, presente en varios ensayos
cuando ya Arturo Toscanini había alcanzado prestigio mundial, dejó escrito un
breve retrato de su experiencia. En él, describe cómo el maestro, con energía
incesantemente renovada y prodigioso oído, repetía una y otra vez cada compás,
cada frase, cada número, hasta que la orquesta quedaba al fin sujeta a su
voluntad. “Solo quien ha tenido el privilegio de presenciar esta lucha por la
perfección hora tras hora, día tras día, puede comprender el heroísmo de
Toscanini. En cada ensayo, todo ese espectáculo de música me dejaba una
profunda impresión, como si se tratara de la imagen de sonidos infinitos que
mis oídos atraían sin cesar”.
En 1898 fue contratado por la Scala de Milán. Bajo su
batuta, abrió en ese monumental templo de la música una singular tendencia
renovadora: incluyó en el repertorio óperas alemanas, rusas y francesas, lo
cual provocó encolerizada reacción del público tradicionalmente habituado a la
representación de óperas italianas.
Sin embargo, su fuerza exenta de cadenas, su descomunal
poder, su autoridad culminante, su postura de echar primero su arte en la
balanza para influir en el sentido que él deseaba; pero, sobre todo, su
infinitud en recursos como director, se impusieron para dar forma a un objetivo
que echaría por tierra los argumentos que oponían sus detractores.
Sobre ello, caracteriza a Toscanini la elección de la obra
con la cual empezó su actividad en la Scala: nada menos que Los maestros cantores de Núremberg, del
alemán Richard Wagner (músico supuestamente antisemita, pero no para él, un
militante antisfascista que llegó a ser senador de la Italia democrática).
Esta creación, absolutamente contrapuesta a las de la
escuela italiana, tanto por su riqueza en cromatismo (color orquestal), por sus
novedosas armonías y orquestación, así como por sus innovadores leit motivs (“motivo conductor”, o breve
tema introducido en un momento apropiado de una ópera u otra obra), mereció los
más prolongados aplausos (cabe mencionar que nunca dirigió obras de cuerpo
atonal ni apoyó la música dodecafónica porque “...sencillamente, no las
comprendo”, decía.
Diez años después de su estreno como director en la Scala,
se presentó por primera vez en Estados Unidos. Sus dotes artísticas
impresionaron al asombrado público estadounidense, principalmente por dirigir
de memoria El ocaso de los dioses,
del mencionado Wagner. A raíz de esa formidable puesta en escena ejerció en el
Metropolitan durante siete años, con ovacionadas presentaciones hasta que, de
improviso, abandonó su puesto debido a una revuelta que la orquesta promovió
por el temperamento que siempre había traicionado a Toscanini: una disciplina
dictatorial, conducta violenta y frecuentes ataques de cólera.
Luego de este incidente, en 1915 regresó a Italia donde
dirigió durante la Primera Guerra Mundial muchos conciertos para los heridos.
Nueve años más tarde volvería a Estados Unidos a dar una gira por toda esa
nación con la orquesta de La Scala. Triunfal, y con mayor celebridad que nunca,
en 1926 fue nombrado director de la Nueva Orquesta Filarmónica de Nueva York.
Ahí permaneció por seis años, aclamado y reconocido como el más grande director
de todos los tiempos.
Sutil y minucioso, Toscanini, obsesionado por la excelencia,
retocaba la instrumentación de Schumann puesto que, a su juicio, era
sencillamente mala. Se dio el lujo, asimismo, de transportar las trompas a la octava alta en la Obertura de Guillermo Tell, de Rossini;
y modificó la instrumentación de Ravel en los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky. Juzgadas estas
modificaciones como arbitrarias, el público se preguntaba qué había sido de su
invariable rasgo de respeto por la fidelidad a una obra, a lo que él respondía
que no debía confundirse la fidelidad a la obra con la fidelidad a lo escrito,
ya que todo compositor es susceptible de errar involuntariamente en su creación,
y los intérpretes como él son los llamados a corregir esos descuidos.
Pese a toda una carrera de éxito y dinero (la Filarmónica de
Nueva York lo contrató con el sueldo nunca antes pagado de 80.000 dólares
anuales, y más adelante, ya como director de la Orquesta de la NBC -National
Broadcasting Company-, sus ingresos se elevaron a 300.000 dólares anuales),
Arturo Toscanini, el arquetipo del director, guardó por siempre el recuerdo más
íntimo y emotivo de toda su trayectoria, que daba fe más que de su inclinación
al dinero a la invocación del espíritu: la dirección, en 1901, de un coro de
900 cantantes que acompañaron el cadáver de Giuseppe Verdi, el venerable
compositor y “Gran Maestro”, a su última morada, la Casa di riposo.
En 1987, Arturo Toscanini fue distinguido con el Premio
Grammy en un conmovedor homenaje póstumo que nominó a tan supremo director de
orquesta como maestro de maestros.
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