La
monstruosa belleza
de Los cantos de Maldoror
El Conde de Lautréamont, que murió a los 24 años, sin reconocimiento alguno, escribió un terrible elogio de la blasfemia y la obscenidad en un libro hoy de culto.
Ricard
Bellveser
Isidore Ducasse, hijo de un diplomático
francés, nació en Montevideo, Uruguay, en 1846, y allí vivió hasta los 13 años,
cuando su familia regresó a París, donde murió de tuberculosis en 1870.
Cuando eso sucedió, apenas nadie conocía
ni apreciaba su obra. Era un raro
cuyo único libro Los cantos de Maldoror
se había editado, a su costa, pero nunca llegó a las librerías, “quizá por el temor del editor a verse ante los tribunales como les había
ocurrido a sus colegas Poulet-Malaissis por Las flores del mal de
Baudelaire, y a Michel Lévy por Madame Bovary de Flaubert”, según
aventura con intuitiva sensatez Mauro Armiño, por lo que la edición se amontonó
en el sótano de la imprenta a la espera de tiempos mejores, o peores, según se
quiera ver.
El libro, pues, que únicamente contenía
el primer Canto, se escondió por temor a que las obscenidades,
blasfemias, elogios del sadomasoquismo, de la deshumanización, del asesinato y
la crueldad que contenía pudieran comprometer al editor belga André Lacroix,
que lo había acogido en su catálogo general y quien, pasado el tiempo y el
peligro, recordaría al autor como “un joven alto y moreno, imberbe, nervioso,
ordenado y trabajador. Solo escribía de noche, sentado ante su piano”.
Interesa tanto el libro como la vida de
Lautréamont, de la cual apenas sabemos nada, salvo algunos tópicos seguramente
basados en realidades constatables, pero demasiado próximos a lo que simbolistas
y parnasianos acuñaron como el caso de Artur Rimbaud quien a los 18 años, y
harto de absenta, declaró haber escrito sus obras completas y, en efecto, no
volvió a escribir nunca más; o Baudelaire, perdido por los vicios del momento y
rodeado de cuantos quisieron ayudarle a despilfarrar la herencia familiar.
Algo nos ayuda a desvelar, la lectura de
su escasa correspondencia. No conoció ni la gloria ni el
reconocimiento, ni vivió la experiencia de saber de la influencia que sus
escritos iban a tener sobre cientos de autores. No recibió ni comentarios, ni
glosas, ni críticas, tan solo una levísima reseña en una revista irrelevante,
cuando fue y sigue siendo uno de los poetas más influyentes, más
desconcertantes, más extraños y menos explicables de casi la segunda mitad del
siglo XIX y de todo el XX, y cuando Los
cantos de Maldoror representan un enigma insondable, un libro maldito, de
culto, de poesía en prosa, paradoja creativa que tan bien supo ejecutar otro
poeta de sombras monstruosas como Charles Baudelaire.
Pero
es que su biografía se resiste a desvelarse. Media vida en Uruguay, la otra
media en Francia, pero con zonas en sombra que nadie sabe a qué se dedicó. Cómo
se explican sus inquietantes desapariciones, periodos de silencio a los que les
ajustaría interpretar que fueron voluntarias temporadas pasadas en el infierno.
Se
escondió tras el falso título nobiliario de Conde de Lautréamont, como un gesto
más de ocultación, de amago, de protección tras la máscara, lo que en cierta
medida refuerza el atractivo satánico de su obra que, 20 años después de su
muerte, fascinó a su descubridor, Léon Bloy, y de su mano a los surrealistas
franceses, especialmente a André Bretón, quien lo introdujo en las letras
universales, al considerarle “la expresión de una revelación total que parece
sobrepasar las posibilidades humanas”.
Vivió,
decía, más de la mitad de su vida en Uruguay y con su traslado a Europa no se
integró en la sociedad francesa que siempre le resultó extraña y algo anormal.
No hizo amigos, tan solo se le conocen dos de la adolescencia, cuya relación
con ellos tiene mucho de circunstancial, como prueba el que no tuvieron
recuerdos muy gratos de este periodo.
Años
después de su muerte lo describieron como “un chico delgado,
alto, con la espalda
algo encorvada, tez pálida, cabellos largos que le caían a través de la frente,
y voz algo fría. Su fisionomía no tenía nada de atractivo. Era de ordinario triste y silencioso,
y como replegado sobre sí mismo. En el liceo lo teníamos por un espíritu
fantasioso y soñador, pero también por un buen muchacho que no superaba el
nivel medio de instrucción, debido probablemente a su retraso en los estudios”. Hay,
como se ve, muy poco afecto en estas líneas.
Con
todas las reservas que se quieran hacer, es este un libro imprescindible,
porque contiene las principales claves de una estética, la de las vanguardias,
de una visión del mundo embebida de malditismo a lo Rimbaud, a lo Verlaine, a
lo Baudelaire.
Él
mismo confesó en el Canto II que “mi
poesía consistirá, solo,
en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que
no hubiera debido engendrar semejante basura”.
La
primera edición completa, con los seis Cantos, no se produjo sino hasta 20 años
después de la muerte de su autor, y fue entonces cuando, por primera vez, se
pudo apreciar el total del viaje, de un libro, este, en el que se combina
belleza y monstruosidad en una convivencia que produce un gozoso desasosiego.
Libro extravagante, misterioso, feroz que lanza sus palabras al lado oscuro y
desde el lado oscuro y es así como nos sobreviven.
La
editorial española Valdemar, acaba presentar, en marzo, Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont, en edición
crítica; 432 páginas, con traducción de Mauro Aramiño e ilustraciones a color
de Santiago Caruso. Con este libro maldito celebra el número 100 de su
colección Gótica. La edición se acompaña de otros dos apartados, “Poesías” y
“Cartas” del autor, lo que la convierte en un a modo de Obra completa, reunido el conjunto por primera vez.
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