Vagón desde Jena hacia Pekín
Se inicia, con este texto, una nueva serie de reflexiones sobre el arte poético. Esta vez el autor recalará en la enigmática China.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
¿Por
qué la China? Habíamos anunciado en la anterior entrega, al concluir con el
primer romanticismo alemán, el de Jena, en sus vertientes poéticas y musicales,
que ya también nos confrontaríamos con otra literatura que no tuviera nada que
ver con Occidente, que le sea ajena y lejana, aunque por un juego de rebotes y
de ecos, pueda también instruirnos, quizá, sobre las particularidades o
universalidades de la poética occidental.
De
tal poética, no es necesario decirlo, somos herederos, por no decir que, de
hecho, simplemente pertenecemos del todo a ella. No en vano alguien llamó a
estos lares, tal vez con un toque de ironía, como “Extremo Occidente”. Y desde
esta remota provincia, procuraremos ahora atisbar cuanto nos sea posible de las
aventuras y particularidades de la palabra poética en sus metamorfosis orientales.
Los
únicos corpus específicamente poéticos y literarios verdaderamente densos,
antiguos, con una gran tradición y mucha bibliografía son el chino y el japonés
(con las tradiciones árabes e hindúes demasiado cruzadas con la religión, por
una parte, no suficientemente lejanas por la otra). Y si iremos indagando por
el arte chino y sus formas, en realidad es simplemente debido a que gracias al
azar y la afición, resulta que están a nuestra disposición varios libros
incomparables sobre el tema -y que ya irán apareciendo.
Resulta
muy gracioso, por otra parte, que este recodo por el que habremos de cruzar, en
esta larga indagación poética, coincida tan justamente con que justo ahora la
China, a más de su tremenda irrupción en sí misma y todo el mundo, también esté
pisando y muy fuerte por aquí a la par que siembra dudas. Pero esto es una
mera, mera coincidencia y no merece una palabra más.
Por
su parte ese fino sinólogo y delicioso escritor que era Simon Leys resumía, tal
vez con demasiada prisa, las grandes ventajas de vérselas con lo chino: “Desde
el punto de vista occidental, China es sencillamente el otro polo de la experiencia humana. Todas las demás grandes
civilizaciones o bien están muertas (Egipto, Mesopotamia, la América
precolombina), o bien se encuentran exclusivamente absortas en los problemas de
supervivencia en condiciones extremas (culturas primitivas), o bien son
demasiado cercanas a la nuestra (culturas islámicas, India) para poder ofrecer
un contraste tan total, una alteridad tan completa, una originalidad tan radical
y esclarecedora como la China”.[1]
Para
que se comprenda la vastedad y antigüedad de esa literatura, los papeles,
letras y grafías, pinturas y textos que se conservan, ahí están por ejemplo los
largos poemas de Qu Yuan, que vivió del 340 al 278 antes de Cristo. Y que un
cinco de mayo se suicidó tirándose a un río, inaugurando una tradición de
poetas ahogados. Lo hizo muy sufrido por estar exilado de la corte.
La
leyenda dice que entonces, consternados, los pobladores salieron en barcas,
tocando tambores y dando arroz a los peces para que no se ensañaran con el
cuerpo del poeta. Y desde entonces, cuentan, cada cinco de mayo hasta ahora, en
muchas partes de la China, país del agua, salen las barcas a dar arroz a los
peces. No es poca cosa tan sostenida y hermosa celebración en honor a un poeta,
a la poesía. Y si los poemas de Qu Yuan nos llegaron por haber sido recogidos
en una antología, llamada de Chu ci, o de los Cantos del Sur, sus compiladores
afirmaban, en las inscripciones que quedan, que la antología reunía a 100
poetas y más de mil composiciones.
Se
conservó poco. Pero igual: entonces hace tanto como 300 años antes de Cristo ya
había cientos de poetas y muchos miles de poemas por esas tierras, esas tierras
que recorrería dos mil años más tarde Saint-John Perse, viajando a caballo. Y
según él afirma, compuso la Anábasis, hacia
1917, en un pequeño templo budista
cerca de Pekín. Y si bien la Anábasis pertenece
de parte a parte a la gran literatura francesa, igual como gran canto de edades
extraviadas y poderosas, reinos vastos y atravesadas geografías, da cuenta, tal
vez un tanto estrafalaria, de esos mundos a los que queremos acercarnos. Y cuando el gran viajero oteaba las extensiones
asiáticas desde su caballo, pudo ver y sentir perfectamente el soplo, el aire
de caravanas e historias, guerreros, arenas y gemidos poblando el mundo.
De
ahí que tantas de sus estrofas suenen como si estarían describiendo el Camino
de la Seda, como si estarían contando hechos sucedidos hace siglos y de los que
aún pudiéramos ser testigos, y donde hay tantas palabras que son como un
frontispicio de entrada a esos países imaginados e inimaginables, con sabor a
jengibre y color de jade:
“Y
al mediodía, cuando el árbol azufaifo hace estallar los cimientos de las
tumbas, el hombre cierra sus párpados y refresca su nuca en las edades…
¡Caballerías del sueño en lugar de los polvos muertos, oh rutas vanas que
desmelena una brisa hasta nosotros! ¿Dónde encontrar, dónde, los guerreros que
cuidarán los ríos en sus nupcias? Al ruido de las grandes aguas marchando sobre
la tierra, toda la sal de la tierra se estremece en sueños. Y de pronto, de
pronto ¿qué quieren de nosotros esas voces…?”. (Trad. De Luis Miguel Isava,
Monte Ávila).
O,
podríamos invertir la figura y preguntarnos: ¿qué queremos nosotros de esas
voces, chinas y pretéritas, que ni de lejos escucharemos y solo alcanzaremos,
si acaso, a imaginar o inventar?
En
primer lugar está, la verdad, el puro gusto de hacerlo, luego el deseo de
dejarlas resonar, como podamos, junto o frente a otras voces en antípodas no solo
geográficas. De tal forma que lo propio y dado por sabido, ante otros modos y
vertientes, escrituras y gestos, halle su propia particularidad discreta… entre
otras.
Pero,
antes de entrar de lleno a terrenos específicamente poéticos, o más bien antes
de entrar a la escritura poética,
subrayando escritura, es necesario que desbrocemos antes cierto terreno, de
manera que no nos demos excesivamente de bruces. Y eso intentemos…
[1] Tal vez a algunos les parezca demasiado antojadizo eso de poner a
la América precolombina entre las civilizaciones muertas. En todo caso, tratar
de acercarse a esa América precolombina es algo que a la postre resulta
competer más a la antropología o la historia que a la literatura, aparte de no
conocer, si la hubiera, la bibliografía que pueda ayudarnos en esta indagación
específica. (Hablando de ello, en otro momento para el que aún falta mucho, nos
referiremos a ese bello libro que es Río
de vellón, río de canto, de Denise Arnold y Juan de Dios Yapita).
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