domingo, 3 de abril de 2016

Patio interior

Vagón desde Jena hacia Pekín



Se inicia, con este texto, una nueva serie de reflexiones sobre el arte poético. Esta vez el autor recalará en la enigmática China.


Juan Cristóbal Mac Lean E. 

¿Por qué la China? Habíamos anunciado en la anterior entrega, al concluir con el primer romanticismo alemán, el de Jena, en sus vertientes poéticas y musicales, que ya también nos confrontaríamos con otra literatura que no tuviera nada que ver con Occidente, que le sea ajena y lejana, aunque por un juego de rebotes y de ecos, pueda también instruirnos, quizá, sobre las particularidades o universalidades de la poética occidental.
De tal poética, no es necesario decirlo, somos herederos, por no decir que, de hecho, simplemente pertenecemos del todo a ella. No en vano alguien llamó a estos lares, tal vez con un toque de ironía, como “Extremo Occidente”. Y desde esta remota provincia, procuraremos ahora atisbar cuanto nos sea posible de las aventuras y particularidades de la palabra poética en sus metamorfosis orientales.
Los únicos corpus específicamente poéticos y literarios verdaderamente densos, antiguos, con una gran tradición y mucha bibliografía son el chino y el japonés (con las tradiciones árabes e hindúes demasiado cruzadas con la religión, por una parte, no suficientemente lejanas por la otra). Y si iremos indagando por el arte chino y sus formas, en realidad es simplemente debido a que gracias al azar y la afición, resulta que están a nuestra disposición varios libros incomparables sobre el tema -y que ya irán apareciendo.
Resulta muy gracioso, por otra parte, que este recodo por el que habremos de cruzar, en esta larga indagación poética, coincida tan justamente con que justo ahora la China, a más de su tremenda irrupción en sí misma y todo el mundo, también esté pisando y muy fuerte por aquí a la par que siembra dudas. Pero esto es una mera, mera coincidencia y no merece una palabra más.
Por su parte ese fino sinólogo y delicioso escritor que era Simon Leys resumía, tal vez con demasiada prisa, las grandes ventajas de vérselas con lo chino: “Desde el punto de vista occidental, China es sencillamente el otro polo de la experiencia humana. Todas las demás grandes civilizaciones o bien están muertas (Egipto, Mesopotamia, la América precolombina), o bien se encuentran exclusivamente absortas en los problemas de supervivencia en condiciones extremas (culturas primitivas), o bien son demasiado cercanas a la nuestra (culturas islámicas, India) para poder ofrecer un contraste tan total, una alteridad tan completa, una originalidad tan radical y esclarecedora como la China”.[1]
Para que se comprenda la vastedad y antigüedad de esa literatura, los papeles, letras y grafías, pinturas y textos que se conservan, ahí están por ejemplo los largos poemas de Qu Yuan, que vivió del 340 al 278 antes de Cristo. Y que un cinco de mayo se suicidó tirándose a un río, inaugurando una tradición de poetas ahogados. Lo hizo muy sufrido por estar exilado de la corte.
La leyenda dice que entonces, consternados, los pobladores salieron en barcas, tocando tambores y dando arroz a los peces para que no se ensañaran con el cuerpo del poeta. Y desde entonces, cuentan, cada cinco de mayo hasta ahora, en muchas partes de la China, país del agua, salen las barcas a dar arroz a los peces. No es poca cosa tan sostenida y hermosa celebración en honor a un poeta, a la poesía. Y si los poemas de Qu Yuan nos llegaron por haber sido recogidos en una antología, llamada de Chu ci, o de los Cantos del Sur, sus compiladores afirmaban, en las inscripciones que quedan, que la antología reunía a 100 poetas y más de mil composiciones.
Se conservó poco. Pero igual: entonces hace tanto como 300 años antes de Cristo ya había cientos de poetas y muchos miles de poemas por esas tierras, esas tierras que recorrería dos mil años más tarde Saint-John Perse, viajando a caballo. Y según él afirma, compuso la Anábasis, hacia 1917, en un pequeño templo budista cerca de Pekín. Y si bien la Anábasis pertenece de parte a parte a la gran literatura francesa, igual como gran canto de edades extraviadas y poderosas, reinos vastos y atravesadas geografías, da cuenta, tal vez un tanto estrafalaria, de esos mundos a los que queremos acercarnos. Y  cuando el gran viajero oteaba las extensiones asiáticas desde su caballo, pudo ver y sentir perfectamente el soplo, el aire de caravanas e historias, guerreros, arenas y gemidos poblando el mundo.
De ahí que tantas de sus estrofas suenen como si estarían describiendo el Camino de la Seda, como si estarían contando hechos sucedidos hace siglos y de los que aún pudiéramos ser testigos, y donde hay tantas palabras que son como un frontispicio de entrada a esos países imaginados e inimaginables, con sabor a jengibre y color de jade:
“Y al mediodía, cuando el árbol azufaifo hace estallar los cimientos de las tumbas, el hombre cierra sus párpados y refresca su nuca en las edades… ¡Caballerías del sueño en lugar de los polvos muertos, oh rutas vanas que desmelena una brisa hasta nosotros! ¿Dónde encontrar, dónde, los guerreros que cuidarán los ríos en sus nupcias? Al ruido de las grandes aguas marchando sobre la tierra, toda la sal de la tierra se estremece en sueños. Y de pronto, de pronto ¿qué quieren de nosotros esas voces…?”. (Trad. De Luis Miguel Isava, Monte Ávila).
O, podríamos invertir la figura y preguntarnos: ¿qué queremos nosotros de esas voces, chinas y pretéritas, que ni de lejos escucharemos y solo alcanzaremos, si acaso, a imaginar o inventar?
En primer lugar está, la verdad, el puro gusto de hacerlo, luego el deseo de dejarlas resonar, como podamos, junto o frente a otras voces en antípodas no solo geográficas. De tal forma que lo propio y dado por sabido, ante otros modos y vertientes, escrituras y gestos, halle su propia particularidad discreta… entre otras.
Pero, antes de entrar de lleno a terrenos específicamente poéticos, o más bien antes de entrar a la escritura poética, subrayando escritura, es necesario que desbrocemos antes cierto terreno, de manera que no nos demos excesivamente de bruces. Y eso intentemos…



[1] Tal vez a algunos les parezca demasiado antojadizo eso de poner a la América precolombina entre las civilizaciones muertas. En todo caso, tratar de acercarse a esa América precolombina es algo que a la postre resulta competer más a la antropología o la historia que a la literatura, aparte de no conocer, si la hubiera, la bibliografía que pueda ayudarnos en esta indagación específica. (Hablando de ello, en otro momento para el que aún falta mucho, nos referiremos a ese bello libro que es Río de vellón, río de canto, de Denise Arnold y Juan de Dios Yapita).

No hay comentarios:

Publicar un comentario