Control de la información: Bradbury y Atwood
A partir de dos textos clásicos, Fahrenheit 451 y El cuento del a criada, la autora reflexiona sobre el verdadero gran poder y la verdadera obsesión del poder.
Virginia
Ayllón
El
control de la información, y por esa vía de la opinión pública, es un tema intrínseco al ejercicio del
poder. En realidad, más que control es el ansia de ese control, e incluso,
mejor, la pretensión del pensamiento único o, lo que es lo mismo, de la única
palabra. En ese sentido, la historia de la humanidad es la historia del control
de la información, cualquiera sea el soporte que ésta tenga.
En
esta ansia de control de la información el poder compromete la centralización
de la razón y, subsecuentemente, el despliegue de dispositivos normativos y
preceptivos, muy parecidos, antecesores o constituyentes del autoritarismo.
En
ese entorno, la libertad se dibuja como la única antítesis al control y Rosa
Luxemburgo lo dijo mejor que nadie: “La libertad es siempre y exclusivamente
libertad para el que piensa de manera diferente”.
Uno
de los mitos del control del pensamiento, y tal vez el mayor, es el de la quema
de libros. También es un mito de la literatura, asentado en el “donoso y grande
escrutinio” (Cap. XXVI) de El Quijote.
Sin embargo, es notable que sea en la ciencia ficción donde mejor la literatura
ha reflexionado sobre la vigilancia del pensamiento. Grande es la lista de
piezas literarias, especialmente narrativas, donde se explora la censura a la
información. Tomaré ahora dos de ellas, Fahrenheit
451 (1953) del americano Ray Bradbury y El
cuento de la criada (1985) de la canadiense Margaret Atwood.
No
será casual que las sociedades del futuro hayan sido escogidas para ubicar la
trama del control de la información, porque se supone que solo en el futuro la
tecnología de la información habrá llegado a su máximo desarrollo, lo mismo que
la sociedad. Así, esta ciencia ficción se sitúa en el extremo de la promesa de
la historia: el futuro.
De
ahí que los mecanismos tecnológicos sean uno de los troncos de estas novelas,
en la tradición que viene desde Julio Verne. Pero a diferencia de las novelas
de Verne, una de las características de esta literatura es que estos juguetes
de la ciencia están contrastados permanentemente con el ejercicio del poder de
las sociedades futuras.
En
ese sentido, las dos novelas que me ocupan han sido calificadas como distópicas
o antiutópicas, esto es, que dibujan sociedades no ideales. La narración
distópica es pródiga y se puede nombrar piezas maestras como Un mundo feliz,de Aldous Huxley; 1984, de George Orwell; o Los desposeídos: una utopía ambigua, de
Ursula K. Le Guin y también nuestra Saturnina
from time to time (De cuando en
cuando Saturnina) de Alison Spedding.
En
el caso de Fahrenheit 451, Bradbury
trabaja la dupla libro-fuego, como metáfora de la relación civilización-barbarie,
pilar de la cultura occidental, en versión de la relación entre arte y ciencia.
Así, la sociedad de la ciencia domina a la pre-sociedad del arte, que se
manifiesta en otra dupla central en esta novela: libros-televisión, enganchados
por el ideal de felicidad que impone el Estado. Este ideal, o la razón de
Estado, encarna el autoritarismo porque declara las identidades desde el deber
ser, estableciendo una sociedad en la que todos “deben” ser felices.
En
El cuento de la criada, Atwood
construye un futuro mundo teocrático y puritano en el que las mujeres han sido
devueltas a su carácter de objetos de reproducción y, fundamentalmente, tienen
prohibido hablar. De ahí que la noche se convierta en el único espacio de
furtiva comunicación entre ellas.
Así,
la censura al pensamiento y a la palabra son elementos que constituyen estas
sociedades en las que los personajes arman su rebeldía, casualmente en la
memoria. Los “hombres libro” de Fahrenheit
451, también queman libros (y aquí recuerdo la piromanía libresca de Pepe
Carvalho) para eludir la represión, pero sobre todo porque su principio es la
memorización de los textos, convencido de que no habrá poder que los elimine de
su memoria. Del mismo modo, los recuerdos de su vida anterior impulsan la
rebeldía de la protagonista de El cuento
de la criada.
De
este modo ambas novelas se resuelven en la confrontación y rechazo del ser
humano con el mundo, por él mismo creado, para guarecerse en aquello que se
considera la ciencia no puede doblegar, en un tono más moralista en Atwood que
en Bradbury.
Libertad
de pensar y hablar una lengua propia son, por tanto, los objetos más preciados,
es decir más depreciados por el poder y es la sospecha la unidad modular del
control. La sospecha no es tan solo duda como indicio del alejamiento de la
norma. La sospecha no se elimina con pruebas, la sospecha, en el terreno del
poder, es un camino de demostración.
Suele
decirse que las distopías son menos dibujos del futuro como metáforas del
presente y estas dos novelas bien cumplen esa aseveración si consideramos la
actual manía de control de las modernas formas de comunicación. Y es que la
sociedad suele asustarse de sus propios engendros y tal como la aparición de la
imprenta, la radio, el teléfono, el cine o la televisión provocó furibundos
rechazos a nombre de la moral, la familia, la cultura y la sociedad, ahora
presenciamos lo mismo y con los mismos argumentos.
Pero
habrá que recordar que así como la vigilancia ha acompañado la presencia de
estos inventos en la sociedad, más han sido los beneficios de su uso público
que los de las normas que sobre ellos han recaído. No hay posible empate entre
la censura al cine o al libro, es decir al pensamiento, y sus recompensas
sociales.
Tal
vez sean tiempos de aguzar la memoria, tal como los rebeldes de Fahrenheit 451 o El cuento de la criada. Una memoria de la libertad del pensamiento
y el ejercicio de una lengua propia, sin importar el soporte: libro, Facebook,
Twitter… y silencio, también.
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