Estrellas cercanas, estrellas distantes
Aunque la genialidad los acerca, más es lo que los separa que lo que los une, recuerda muy oportunamente, el autor.
Sebastián
Antezana
Shakespeare
y Cervantes. Es fácil en estas fechas, cuando se recuerda que han pasado 400
años desde sus muertes, ceder a la tentación de un impulso asociativo, de leer las
obras de ambas figuras bajo una misma luz, de forzar la mirada y tratar de
encontrar entre ellos más puntos comunes de los que realmente tienen. Cuando la
realidad es que ambos, provenientes de escenarios muy disímiles, no comparten
demasiado más allá de, claro, ser dos escritores absolutamente canónicos,
piedras fundamentales no solo de las pirámides lectoras de cada aficionado a la
ficción, sino también de nuestra forma de pensar y entender el mundo.
Ambos
autores revolucionaron no solo la escritura literaria en sus lenguas sino que
expandieron las resonancias culturales e imaginarias de ambos sistemas. Sin
embargo, entre ellos existen muchas diferencias nacidas de sus circunstancias
particulares.
Shakespeare
no fue reverenciado en su tiempo, Cervantes sí lo fue. Shakespeare vivió en una
Inglaterra anglicana, floreciente, poderosa, y en su mayor parte -sin contar
sus afanes coloniales en la lejana América- pacífica. Una Inglaterra en la que
el teatro estaba muy en boga. En ese sentido, el trabajo de Shakespeare puede
leerse como una lectura crítica del poderío inglés, una obra obsesionada por
desmontar figuras como el poder y las consecuencias trágicas de las luchas por
ese poder.
Cervantes
vivió en una España católica, también floreciente y poderosa -y afanosa en la
lejana América- pero atravesada por conflictos bélicos y una guerra interna que
terminó en la muy sonada expulsión de los moros, en 1609. En esa línea, el
hecho de que le entregara la composición de Don
Quijote, su novela más famosa, a un moro, Cide Hamete Benengeli, es una
muestra del profundo espíritu revolucionario de su autor.
Cervantes,
más allá de sus incursiones en el drama, y sobre todo si nos concentramos en
sus novelas más famosas -Don Quijote,
Persilés y Segismunda, El coloquio de los perros, El licenciado Vidriera, etc.- tiende a
la expansión, al desarrollo pausado de personajes, a la prosa envolvente y
paciente que no teme detenerse en muchas instancias del camino para enriquecerlas
y complejizarlas mediante un relato detallista y rico, pleno de figuras
retóricas y momentos ornamentales que no por ello resultan cosméticos sino, por
el contrario, muestras de una concepción abierta del mundo, en la que todos los
elementos resultan de importancia y muy pocas cosas están demás.
Shakespeare,
por el contrario, poeta pero sobre todo dramaturgo, en ese ambiente natural
suyo que son las comedias y más aún las tragedias -Hamlet, Macbeth, El rey Lear, Henry VIII, Othello-, se
inclina más bien por la brevedad, por cierta justeza que no por eso abandona no
ya las florituras del lenguaje sino una concepción casi barroca del mismo, la
idea de que la escritura -pese a las indicaciones de la iglesia anglicana
inglesa de la época, que percibía sobriedad y cautela en la expresión- es la
casa que todos habitamos y que debemos habitarla con comodidad.
Cervantes
y Shakespeare coinciden en algunos aspectos, sí, pero los separan de forma
radical momentos que los marcaron de forma distinta y son perceptibles en sus
obras. Por ejemplo: a diferencia de Shakespeare que, aunque tuvo varios oficios
-actor, empresario teatral, recaudador de impuestos-, no salió nunca de
Inglaterra y se movió más bien en un radio pequeño, siempre cercano a Londres,
Cervantes fue un hombre de mundo: recorrió España -también desempeñando varios
oficios- y buena parte de Europa, llegó hasta África -y por poco visita América
(y Bolivia)-, y sobre todo vivió de primera mano dos experiencias que definieron
después toda su obra: la guerra y el cautiverio.
“El
manco de Lepanto” perdió la movilidad de un brazo en la batalla del mismo
nombre que una coalición cristiana peleaba contra el imperio otomano, y después
de haber sobrevivido volvió a España por barco, cuando en el camino los sorprendió
una flotilla turca que inmediatamente lo capturó y lo hizo prisionero.
Comedias
y entremeses suyos como Los tratos de
Argel, Los baños de Argel y La gran sultana, y un episodio central
de la primera parte del Quijote -la
“Historia del cautivo”- son muestra de los rigores que cinco años de cautiverio
en Argel -durante los que trató de escapar cuatro veces sin éxito- dejaron en
Cervantes.
De
alguna forma, en toda su obra posterior a la prisión -es decir, algunas de sus piezas
dramáticas, las Novelas ejemplares y Don Quijote- está presente ese deseo
expansivo del afuera, de ir más allá, ese ímpetu de espacios abiertos y grandes
dimensiones que asociamos hoy con esa marca registrada que es la prosa
cervantina, una narración ambiciosa y detallista que hace del mundo su
escenario de juego.
Ahora
bien, si es cierto que las obras cumbre de estos escritores, aquellas que
condensan de forma magistral sus preocupaciones vitales y ocupaciones estéticas,
pueden versar sobre temas similares -esos aspectos que son los grandes aspectos
que toda obra literaria de valor se atreve a encarar, esas aristas de la
experiencia humana que nos son comunes a todos y que a todos nos obsesionan-,
la forma que tienen de tratarlas son muy disímiles.
Así,
desde la tragedia dramática hasta la novela experimental, desde la cumbre del
teatro y la cumbre de la novela, Shakespeare y Cervantes, esas estrellas
distantes una de otra pero que leemos al unísono víctimas de una lectura
asociativa involuntaria o así programada por parámetros académicos,
editoriales, publicitarios, etc., nos hablan en realidad de una misma cosa pero
valiéndose de métodos distintos. Incluso tal vez opuestos.
En
las palabras finales que el bachiller Sansón Carrasco le dedica a Alonso
Quijano, metido en cama y al pie de la muerte, dice: “Yace aquí el hidalgo
fuerte / que a tanto estremo llegó / de valiente, que se advierte / que la
muerte no triunfó / de su vida con su muerte. / Tuvo a todo el mundo en poco, /
fue el espantajo y el coco / del mundo, en tal coyuntura, / que acreditó su
ventura / morir cuerdo y vivir loco”.
Dos
largas oraciones que describen el asunto central del Quijote -novela muy extensa, de varios cientos de páginas-: la
permeabilidad de las esferas de la locura y la cordura y su relación con los
libros. De eso se trata, de estar o no loco.
Por
su parte, en una de sus piezas más famosas, Hamlet,
Shakespeare sugiere lo mismo en seis breves palabras que pone en boca del
príncipe de Dinamarca: “To be, or not to be” (“Ser o no ser”). Ahí, en esas
frases que funcionan como epitafio y legado de dos genios distintos, están
todos sus puntos en común y todas sus diferencias. Celebrémoslos.
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