sábado, 23 de abril de 2016

Etc.

Con Shakespeare en un pub de Londres  



Si de escribir -o hablar- sobre uno de los más grandes creadores de la literatura universal se trata, ¿por qué no recurrir a la imaginación, a los diálogos, a la creatividad?


Carlos Decker-Molina

Me hubiese encantado beber unas copas con Bill. Y mejor si en el Pub de la esquina del Globe Theatre, a la orilla sur del Támesis. Pero Shakespeare está muerto hace 400 años y… ¡Bah… qué importa!, como él logró la inmortalidad de sus personajes, yo intentaré resucitarlo en esta prosa.
Antes de la primera copa, le digo que aprendí a conocerlo gracias al exilio y a mi pasión por el teatro. “A mi pasada por Buenos Aires quedé cautivado con las piezas de Bertolt Brecht y Harlod Pinter; eran amores de la época, los trágicos 70, pero tus obras, querido Bill, en estos 40 años en Estocolmo, las he visto casi todas y me han colmado de preguntas”.   
Y sigo el curso del diálogo fantasioso. Bebemos el primer trago. Él escribe unos apuntes, siempre lo ha hecho, pues sus fuentes están en el comportamiento humano.
¿Quién fue la fuente de inspiración de Macbeth?  Hoy hay más de un “reyezuelo” que se parece a aquel hombre al que, al encontrarse con tres brujas, lo nombraron Señor de Glamis y futuro rey.
“Macbeth quiso apurar la historia”, comenta Bill. Eliminar a un rey para que el vaticinio se cumpla; condujo a otra muerte para silenciar la primera. Las brujas dominan el alma de Macbeth, marcan el ritmo y someten a la tragedia. Pero hay un personaje al que Verdi le dedica toda una ópera y es Lady Macbeth, ambiciosa y angurrienta de poder.
Bill -para los amigos, William para los otros- escribe el nombre de Verdi y yo le señalo: “Macbeth es la más vehemente de tus tragedias, amigo mío”. Luego de sonreír y beber un trago de jerez, acota: “No olvides a Otelo y Hamlet, sobre todo al primero, es un personaje que pertenece a tú época”.
Sí, él bebe jerez o sidra, las bebidas de su época. Yo, en cambio brindo con un gin tonic. Le digo que su obra ha inspirado al mundo entero a repetir, a veces sin saber quién lo dijo: “ser o no ser, esa es la cuestión”.
Avanzando la conversación, Shakespeare sostiene tajan te que Hamlet es su obra más psicológica. Y tiene razón. “Es una obra freudiana”, me aventuro, y ante su contrariedad me veo obligado a contarle quién fue Sigmund Freud.
¿Psicológica? ¡Cómo no! Hamlet, es un príncipe danés deprimido y con una crisis aguda que pone en escena una obra de teatro dentro de la obra de Shakespeare, solo para mostrar al tío, nuevo Rey de Dinamarca, que sabe quién mató a su padre y por qué.
No se trata solo de vengarse, se trata también de un amor prohibido entre Hamlet y Ofelia, la hija de Polonio, el chambelán de la corte que explica la locura del príncipe por su prohibición al amor de Ofelia, pero Hamlet es un loco especial, por lo menos para quienes seguimos los pasos de la obra. “La locura acierta a veces cuando el juicio y la cordura no dan fruto”.
Shakespeare tiene unos gustos culinarios extraordinarios, pues en su tiempo los ingleses comían a ritmo religioso. En la cuaresma pescado salado y en la pascua cordero. La reina Virgen o la Gloriana, como llamaban a Isabel I, introdujo la moda de sacrificar un ganso por San Martin.
Yo nunca había comido ganso a la isabelina, fue entonces que se me ocurrió proponer irnos al Waterside Brasserie, donde se come ganso desde hace más de 400 años.
Para allí nos fuimos…y ¿qué creen? Encontramos en la mesa contigua nada menos que a Christopher Marlowe conversando con Francis Drake. Nos saludamos. Había retornado de unos de sus viajes exploratorios, esta vez de España. Drake le muestra a su amigo un libro voluminoso. Marlowe, que es el padre del verso blanco, dramaturgo igual que Bill, pero anterior al maestro, mira con atención aquel sugestivo volumen del que alcanzo a ver el nombre del autor.
Nos sentamos en una mesa y Bill ordena una botella de sidra. Yo me decido por un vino romano y, claro, ambos pedimos ganso a la isabelina.
Es entonces que el gran dramaturgo empieza a hablar con cierta solemnidad. Y se decide por una paráfrasis de su Hamlet: “Hay algo podrido en la Unión Europea”, y continúa con una cita correcta de Otelo: “El pobre contento es rico y bien rico; quien nada en riquezas y teme perderlas es más pobre que el invierno”, por eso ocultan su dinero en… ¿Panamá?
En el tiempo de Shakespeare, en Londres, vivían pocos africanos, recuerda. Los británicos tenían una mirada exótica, los consideraban primitivos y con fuerza física muy grande, sobre todo sexual. El Otelo de Bill es un militar negro, de alto rango y respetado, al servicio del gobierno de Venecia.
¿Cómo no amarlo? diría Desdémona. La obra tiene un malvado: Jago que destroza a Otelo, pero por dentro y con un arma que sigue siendo válida: la palabra, que también es mentira, exageración y chisme. Decirle que Desdémona le ha sido infiel con Cassio, pero ¿por qué? por su superioridad… ¿blanca? ¡No! fálica, sí, superioridad sexual. Otelo es envenenado, pero sin pócima alguna. Mata y muere de celos. “La honra no es más que una atribución vana y falsa que suele ganarse sin mérito y perderse sin motivo”.
Después de zamparnos los gansos isabelinos y beber sidra él y vino yo, le digo: “Tu Otelo, como la metáfora del afuerino, del que no es como los otros, es muy actual, pero tu obra vigente, mucho más que en 1598, año en que la inscribiste en el registro, es el Mercader de Venecia.
“La critican por antijudía”, me dice el maestro, y agrega: “Pero lee la réplica más importante, cuando el judío Shylock se defiende. Te concedo la libertad de sustituir la palabra judío por indígena, o por refugiado, y verás que es un gran parlamento. Perdón mi inmodestia”.
“Me han llevado a la ruina… ¿Y cuál es el motivo? Que soy judío. ¿El judío no tiene ojos? ¿El judío no tiene manos, afectos, pasiones? ¿No es herido por las mismas armas? ¿Acaso no tiene calor en verano o frío en invierno? ¿Si lo apuñalan no sangra?”.
Mi amigo Bill se levanta, me da la mano y se lleva el libro que Drake había traído de España y que Marlowe dejó olvidado en la mesa aledaña.
Casi a los gritos y batiendo el libro en los aires, pregunta: “¿Lo conoces? Es alguien llamado Miguel de Cervantes Saavedra”.

“Sí -respondo-, es el padre la literatura hispana, y su Quijote, la madre de todas las novelas”. 

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