sábado, 23 de abril de 2016

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Action is eloquence


La acción es elocuencia. Un tributo al talento inconmensurable del escritor que cuatro siglos después de muerto sigue sorprendiendo, aleccionando, deslumbrando.



Bernardo Prieto 

La obra de Shakespeare fue muy popular en su época, como actualmente las películas de superhéroes o las series televisivas. Imagínese, por ejemplo, encontrar la sublime lucidez verbal en la última película de Iron Man o, en su defecto, la furiosa magia del amor -y sus transformaciones- en algún capítulo de The Walking Dead.
De aquí a algunos años los entusiastas académicos discutirían la polifacética maldad de Ultron -como ahora se discute la de Shylock- y celebrarían, como nosotros lo hacemos, un arte que tiene como justificación el placer mismo.
Lo cierto es que ninguna película o serie -o alguna sumatoria parcial- abarca el infinito universo que creó Shakespeare. Sus poemas narrativos, la serie de sus 154 sonetos, pero sobre todo, cada una de sus 36 obras de teatro son, en perspectiva, milagros de la imaginación humana.
Samuel Johnson, en el prefacio a las obras completas de Shakespeare, lo llamo “el poeta de la naturaleza; el poeta que entretiene a sus lectores en el fiel espejo de las costumbres y la vida”. Los personajes de Shakespeare -los artistas libres de sí mismos, como los llamaba Hegel- se encuentran más allá del bien y del mal y resultan tan vivos y ardientes de deseos y pensamientos como cualquiera de nosotros.
Pero la grandeza es solitaria, y cierta definición de un libro clásico -aquel que se conoce aún sin haberlo leído- es extensiva para toda la obra de Shakespeare. La seriedad contemplativa, la transformación sensorial de nuestra mente o el éxtasis poético son arduos, y difíciles de ser encontrados -directa, libre, espontáneamente- en la forma que leemos ahora. El sencillo actor y dramaturgo inglés está rodeado de pedantería e ingenuidad; o, aún peor, de indiferencia.
Existe, claro, una barrera natural entre nosotros y el poeta; el arcaico y sonoro inglés shakesperiano necesita de estudio y de tiempo. Sin embargo, toda traducción es una pequeña y necesaria puerta. Una de la mejores traducciones al español fue realizada por Nicanor Parra Lear Rey & Mendigo (The King Lear). El texto de Parra es ejemplar, pues, combina con naturalidad la felicidad del habla digamos popular y la precisión del pentámetro yámbico. Quiero decir, se desembaraza del tono solemne que presentan  muchas de las traducciones de Shakespeare al español.
Mas, el peor error se encuentra en tratar de domar a la fiera; encerrar temática, filosófica, o estilísticamente el universo de Shakespeare; presentarlo como una materia de estudio antes que de placer. La lectura -o la representación dramática- es ante todo una experiencia hedónica y personal; el arte es útil en tanto no lo sea. La literatura no es una representación del mundo o su interpretación sino -y más aún con Shakespeare- su creación.
No debería sorprendernos encontrar en esta obra el espejo de nuestra vida: la fuerza del deseo y del cuerpo, el miedo a la vejez y al olvido, la lujuria, nuestra secreta y ciega ambición, la esperanza o la tímida alegría; la leche de la bondad humana.
Shakespeare ha creado algún personaje que nos lee profundamente y nos interpela personalmente. ¿Qué persona, en pos de la verdad o de lo que imagina honrado y correcto, ha negado, asesinado -en un sentido metafórico o no- a alguien o algo que amaba profundamente; cuantos hemos sido Brutus conspirando contra Cesar? ¿Cuántos de nosotros -después del furor de la violencia o la pérdida- hemos visto nuestra vida como un sueño, como un cuento que no tiene ningún sentido; cuántos hemos sido Macbeth?
La mirada de Shakespeare es amplia y bondadosa y nos incita no solo a una suspensión temporal de nuestra incredulidad, sino, también, de nuestro juicio moral. Tal vez esta particular característica es la que molestaba tanto a Tolstoi, el supremo juez de todos los novelistas. Hazlitt, en su famoso estudio sobre los personajes de Shakespeare, escribió que cada uno de los personajes puede ser llamado “un completo individuo”, algo que muy pocas veces podemos decir de nosotros mismos.
Shakespeare nos descifra, y desafía también a toda filosofía o teología particular. No existe mejor precursor de Heidegger que las lapidarias frases de Lear: “Nothing can be made out of nothing” (Nada puede ser hecho de la nada) y Nothing will come of nothing” (Nada vendrá de la nada).
No existe mejor síntesis del problema de los universales, o la filosofía del lenguaje que un pasaje de Romeo y Julieta: “What's in a name? that which we call a rose/ by any other name would smell as sweet” (¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos Rosa / por cualquier otro nombre olería igual de dulce).
Shakespeare nos sigue inspirando. Por ejemplo, el cine se ha convertido en un medio natural para su obra. La prodigiosa y desafiante versión de Godard de El rey Lear es una obra maestra.
Trono de sangre de Kurosawa, Macbeth de Polansky, Welles, y Kurtzel beben de la furiosa música –inagotable- de la trágica historia de ambición y sangre. Así también lo hace Shakespeare Enamorado de Madden, que reinterpreta la pasión y la gracia contenida en Noche de reyes y Romeo y Julieta.
E incluso, el título del best seller de John Green Bajo la misma estrella (The Fault in our Stars) se sirve de una frase de la tragedia Julio César.

Action is eloquence (La acción es elocuencia) esa frase es de Coriolanus, y no existe mejor prueba de la elocuencia de Shakespeare que la acción que produce e inspira. A 400 años de su muerte, todavía actuamos y leemos su obra; en realidad es ella quien nos lee.

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