Action is eloquence
La acción es elocuencia. Un tributo al talento inconmensurable del escritor que cuatro siglos después de muerto sigue sorprendiendo, aleccionando, deslumbrando.
Bernardo
Prieto
La
obra de Shakespeare fue muy popular en su época, como actualmente las películas
de superhéroes o las series televisivas. Imagínese, por ejemplo, encontrar la sublime
lucidez verbal en la última película de Iron
Man o, en su defecto, la furiosa magia del amor -y sus transformaciones- en
algún capítulo de The Walking Dead.
De
aquí a algunos años los entusiastas académicos discutirían la polifacética
maldad de Ultron -como ahora se discute la de Shylock- y celebrarían, como
nosotros lo hacemos, un arte que tiene como justificación el placer mismo.
Lo
cierto es que ninguna película o serie -o alguna sumatoria parcial- abarca el
infinito universo que creó Shakespeare. Sus poemas narrativos, la serie de sus
154 sonetos, pero sobre todo, cada una de sus 36 obras de teatro son, en
perspectiva, milagros de la imaginación humana.
Samuel
Johnson, en el prefacio a las obras completas de Shakespeare, lo llamo “el
poeta de la naturaleza; el poeta que entretiene a sus lectores en el fiel
espejo de las costumbres y la vida”. Los personajes de Shakespeare -los
artistas libres de sí mismos, como los llamaba Hegel- se encuentran más allá
del bien y del mal y resultan tan vivos y ardientes de deseos y pensamientos
como cualquiera de nosotros.
Pero
la grandeza es solitaria, y cierta definición de un libro clásico -aquel que se
conoce aún sin haberlo leído- es extensiva para toda la obra de Shakespeare. La
seriedad contemplativa, la transformación sensorial de nuestra mente o el
éxtasis poético son arduos, y difíciles de ser encontrados -directa, libre, espontáneamente-
en la forma que leemos ahora. El sencillo actor y dramaturgo inglés está
rodeado de pedantería e ingenuidad; o, aún peor, de indiferencia.
Existe,
claro, una barrera natural entre nosotros y el poeta; el arcaico y sonoro inglés
shakesperiano necesita de estudio y de tiempo. Sin embargo, toda traducción es
una pequeña y necesaria puerta. Una de la mejores traducciones al español fue
realizada por Nicanor Parra Lear Rey
& Mendigo (The King Lear). El texto de Parra es ejemplar, pues, combina
con naturalidad la felicidad del habla digamos popular y la precisión del
pentámetro yámbico. Quiero decir, se desembaraza del tono solemne que presentan
muchas de las traducciones de
Shakespeare al español.
Mas,
el peor error se encuentra en tratar de domar a la fiera; encerrar temática,
filosófica, o estilísticamente el universo de Shakespeare; presentarlo como una
materia de estudio antes que de placer. La lectura -o la representación
dramática- es ante todo una experiencia hedónica y personal; el arte es útil en
tanto no lo sea. La literatura no es una representación del mundo o su
interpretación sino -y más aún con Shakespeare- su creación.
No
debería sorprendernos encontrar en esta obra el espejo de nuestra vida: la
fuerza del deseo y del cuerpo, el miedo a la vejez y al olvido, la lujuria,
nuestra secreta y ciega ambición, la esperanza o la tímida alegría; la leche de
la bondad humana.
Shakespeare
ha creado algún personaje que nos lee profundamente y nos interpela
personalmente. ¿Qué persona, en pos de la verdad o de lo que imagina honrado y
correcto, ha negado, asesinado -en un sentido metafórico o no- a alguien o algo
que amaba profundamente; cuantos hemos sido Brutus conspirando contra Cesar? ¿Cuántos
de nosotros -después del furor de la violencia o la pérdida- hemos visto
nuestra vida como un sueño, como un cuento que no tiene ningún sentido; cuántos
hemos sido Macbeth?
La
mirada de Shakespeare es amplia y bondadosa y nos incita no solo a una
suspensión temporal de nuestra incredulidad, sino, también, de nuestro juicio
moral. Tal vez esta particular característica es la que molestaba tanto a
Tolstoi, el supremo juez de todos los novelistas. Hazlitt, en su famoso estudio
sobre los personajes de Shakespeare, escribió que cada uno de los personajes
puede ser llamado “un completo individuo”, algo que muy pocas veces podemos
decir de nosotros mismos.
Shakespeare
nos descifra, y desafía también a toda filosofía o teología particular. No
existe mejor precursor de Heidegger que las lapidarias frases de Lear: “Nothing can be made out of nothing” (Nada
puede ser hecho de la nada) y Nothing
will come of nothing” (Nada vendrá de la nada).
No
existe mejor síntesis del problema de los universales, o la filosofía del
lenguaje que un pasaje de Romeo y Julieta:
“What's in a name? that which we call a
rose/ by any other name would smell as sweet” (¿Qué hay en un nombre? Eso
que llamamos Rosa / por cualquier otro nombre olería igual de dulce).
Shakespeare
nos sigue inspirando. Por ejemplo, el cine se ha convertido en un medio natural
para su obra. La prodigiosa y desafiante versión de Godard de El rey
Lear es una obra maestra.
Trono de sangre de Kurosawa, Macbeth de Polansky, Welles, y Kurtzel
beben de la furiosa música –inagotable- de la trágica historia de ambición y
sangre. Así también lo hace Shakespeare
Enamorado de Madden, que reinterpreta la pasión y la gracia contenida en Noche de reyes y Romeo y Julieta.
E
incluso, el título del best seller de John Green Bajo la misma estrella (The Fault in our Stars) se sirve de una frase
de la tragedia Julio César.
Action is eloquence (La acción es
elocuencia)
esa frase es de Coriolanus, y no
existe mejor prueba de la elocuencia de Shakespeare que la acción que produce e
inspira. A 400 años de su muerte, todavía actuamos y leemos su obra; en
realidad es ella quien nos lee.
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