Los mundos del Quijote
Cervantes -y el Quijote- como lectores de la individualidad, ante todo, y de la sociedad, por lógica añadidura.
Edwin Guzmán Ortiz
El Quijote, sin duda la más alta cima de la creación cervantina, fue publicado
por primera vez en Madrid el 2 de junio de 1605, por Juan de la Cuesta. Pero
solo el paso del tiempo -siglos, incluso- confirmó su carácter de texto
sapiensal.
Más de un autor ha señalado que después de la Biblia es, probablemente,
la obra que ha enfrentado mayor número de interpretaciones, ya que los sentidos
que emanan de su escritura no se agotan, sus mundos se multiplican a partir de
los temas que siempre resultan polémicos y críticos en cada generación de
lectores.
Al
respecto, cabe subrayar que las obras no viajan solas, son producto del
pensamiento y el acompañamiento crítico generado en las diferentes épocas.
Siendo paradójicamente la lectura un acto de libertad y libre decisión, es al
mismo tiempo un aparato de dominación, ya que uno está sujeto a leer y entender
los clásicos tal y cual han sido asimilados y difundidos por los críticos o
lectores especializados.
Por
cierto, esas lecturas influyen y condicionan nuestra manera de asumir y
proyectar las obras leídas. El Quijote no escapa a esta condición. Por lo
mismo, ese sometimiento a la crítica culta, invita a más de una rebelión contra
ese aparato de prefiguración de sentidos.
Al respecto, es
ilustrativa la sentencia que pone Borges en boca de uno de sus personajes
respecto a la novela: “El Quijote -me dijo Menard- fue ante todo un libro
agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical,
de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor”.
En el Quijote, se manifiesta la existencia llena de dificultades y de
contrastes que le tocó vivir a Cervantes; es más, encarna el imaginario
arquetípico de su tiempo. Yacen sus lecturas y la bajeza, la infamia, la
perfección de quienes lo habían tratado; pero también la exaltación, la
felicidad, la risa, la grandeza del mundo. La obra recupera la cultura y el ethos de los siglos XV y XVI, y no deja
de proyectar un lúcido mensaje al futuro. Está la Italia renacentista, la
España rural, los cuarteles, los hospitales, el frente de batalla, los baños de
Argel (donde el autor estuvo preso durante cinco años), identidades varias, los
tipos humanos, los miles de leguas recorridas en mula durante 30 años, están
los trabajos humillantes y las múltiples necesidades que Cervantes padeció en
su existencia.
Don Quijote, hidalgo
de aldehuela, proviene de la condición más subalterna de la sociedad nobiliaria
de la época, sobre todo cuando esta condición era objeto de desprecio. El mundo
en que se mueve, es opuesto al universo de la nobleza y la protoburguesía
epocal, su trato -como el de Cristo- es con campesinos, labradores, golfas,
peregrinos, vagabundos, galeotes, curas de pueblo, artistas ambulantes. Su
escudero, Sancho, es un analfabeto y Dulcinea, hija de aldeanos.
Esta situación lleva
al personaje a una suerte de radical marginalidad, oscilando entre el exilio
metafísico y su propia soledad. De la soledad a la lectura obsesiva, y de ella
a la locura como recurso supletorio de las propias limitaciones a fin de
sustituir, paralelamente, al mundo de carencias y limitaciones de un hidalgo
venido a menos.
Para Cervantes, el
Quijote constituye un recurso literario para poner en tela de juicio las
contradicciones sociales de su época. El hidalgo rural desquiciado, empeñado
por recuperar la caballería andante, abre la posibilidad de conjugar la insoslayable
realidad de los contrastes sociales en permanente contradicción. Sarcástico y
sardónico, Cervantes, expone la
conflictividad social que afecta al variopinto mosaico de la sociedad española
del siglo de oro.
Mas, la novela
apuesta, no sin inteligencia, al recurso de la parodia para ridiculizar al
mundo oficial y por supuesto a los caballeros cortesanos, así las jerarquías
que dominan el mundo son apabulladas por el hidalgo recién convertido en
“caballero”. La subversión como fin y la parodia en cuanto forma, acaban
respaldando el deseo de instauración de una justicia horizontal.
Don Quijote se empeña en crear un mundo
paralelo tendiente a sustituir al anterior, lo que le permite consubstanciarse
con los fantasmas que habitan su delirio. Esta coexistencia entre la realidad y
el mito le confiere a la locura un valor subversivo, haciendo que el mito se
proyecte en una nueva utopía, abriendo una nueva realidad, y haciendo de lo
imposible una posibilidad abierta a lo impredecible.
La locura quijotesca tiene la ventaja de protagonizar una libertad
absoluta, no admite más leyes que no sean las del propio albedrío. En su
concepción, las normas y los valores se invierten, y pierde sentido la
realidad.
La distorsión esquizo -por la cual los objetos cotidianos se transforman
en su delirante imaginario: los molinos se convierten en gigantes, las ovejas
en soldados, las ventas en castillos- constituye una crítica profunda a la
realidad, ante el copamiento arrogante y unidimensional de la razón y sus
engendros institucionales. Por ello, el filósofo húngaro G. Lukács, señala “el Quijote narra la primera gran lucha de la interioridad con la
banalidad de la vida en el mundo”.
La locura del Quijote no es dramática, es más bien transgresiva y
poética. Se aventura a la creación de nuevos mundos, a rebautizar la realidad y
los seres que la habitan, a transfigurar los tristes estereotipos de lo real;
es, al mismo tiempo, la paridora de un mundo nuevo frente a una existencia
chata e intrascendente. Es, en fin, en su acendrada condición, una invitación a
la reinvención permanente y al desarraigo de aquello que nos rutiniza
arrastrándonos a la parálisis.
El pensador rumano, Emile Cioran, a propósito escribía: “La razón,
herrumbre de nuestra vitalidad; es el loco que hay en nosotros el que nos
obliga a la aventura, [...] si nos abandona estamos perdidos”.
Octavio Paz percibía que en la obra de Cervantes hay una continua
comunicación entre realidad, fantasía, locura y sentido común. De este modo,
con el Quijote se inicia la novela como juicio implícito sobre la sociedad que
la sustenta, de ahí se deriva una de las más peligrosas preguntas: sobre la
realidad de la realidad. Esa pregunta que hasta ahora no tiene respuesta,
corroe todo el orden social y es inclusive el cuestionamiento central de la
epistemología contemporánea, tanto en el campo de la ciencia social como de la
filosofía.
En el afán de democratizar su escritura y dar cabida a esa pluralidad
textual recuperada de la época, Cervantes apela a múltiples estilos literarios:
caballeresco, pastoril,
romancero, cuento popular, fábula, diálogo renacentista, crónica de próceres, novela
corta, feria literaria.
Este tejido de
códigos y géneros integra la diversidad de posibilidades expresivas junto a los
diferentes mundos que sustenta. Una vez más, Cervantes, a través de una mirada
pan/óptica, se adelanta varios siglos haciendo lo que traman hoy narradores
contemporáneos.
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