Aventuras del pequeño niño blasfemo II
[Extraño
pacto nocturno]
Como siempre, el chicuelo se pone en plan narrativo, y nos regala un nuevo relato entre ficción, crónica y memorias.
Dueño
de ti / dueño de qué / dueño de nada
Dueño
de nada,
El Puma.
¿Cómo
llegó este libro a tus manos, pequeño niño blasfemo? Qué libro. Este. Ah, es
una historia extraña y encima complicada, Chicuelo.
Y
el pequeño niño blasfemo contando: un buen día murió un tío mío, un pobre viejo
con aires de señorón y que tenía un montón de plata. Y también por esa época estaba
a punto de llegar al país El Puma. ¿El cantante venezolano? El mismísimo, y yo era
el fan número uno [hasta ahora me sé todititas sus canciones], y lo que más
quería en el mundo era ir a ese concierto. Sin embargo, mi mamá no tenía plata [como
siempre] para ese tipo de actividades. Y mi papá tenía voz, mas no voto [como
siempre]. De manera que cuando el tío del pequeño niño blasfemo era ya un
fiambre más en el Cementerio Jardín y cuando mi mamacita era toda llanto y
moquillo, en otras palabras, en ese preciso momento recibió la llamada de un
abogado, el cual con voz correcta le dijo: el señor Corino Tirado del Hoyo [era
el nombre de tu tío] le dejó dos mil. Entonces tu mamá, afilando los colmillos,
preguntó ¿dos mil?, sí, señora, dos mil… dos mil libros usados que ya están
metidos en sus respectivas cajitas de leche Klim ¿Dónde será que se las mando?
Fue
una decepción para mi mami, me dice el pequeño niño blasfemo, porque a ella no
le interesaban esas cosas. La señora prefería deschongarse en las fiestas por
eso de la liberación femenina y también se moría por el fútbol.
¿De
veras, pequeño niño blasfemo? En serio, no se perdía ni un solo partido. Eso
viene, le digo, a confirmar una vez más la regla. ¿Qué regla? Y yo escuchando: que
la cojudez no siempre es hereditaria, por fortuna. Porque a vos te encanta la
lucha libre y el fútbol te parece un deporte lleno de imbéciles. Y por cierto, pregunta
el Chicuelo, ¿a qué equipo le iba tu santa madrecita, pequeño niño blasfemo? Era
del Bolívar: mierda, encima eso.
Lo
cierto es que mi señora madre [como dicen los folkloristas y las clases populares]
tenía un agudo sentido empresarial y creyó que los libros a lo mejor estaban
llenos de billetes, de dinero que el tío del pequeño niño blasfemo podría haber
escondido ahí para una emergencia. Y yo también: mi esperanza chiquitita de
que, con ese hipotético dinero, asistiría a escuchar a El Puma al Hernando
Siles, que lo escucharías entonar esa canción que, hasta hoy, me remueve hasta
el tuétano: “…tendría que llorar por ti y me río como un loco”.
Entonces
ahí la tienen, mírenla abriendo las cajas Klim, sacando los libros y pasando
las páginas a velocidad supersónica. ¿Y qué creen? Qué, pequeño niño blasfemo.
¿Halló la plata?, ¿encontró los billetes?, ¿pudiste ir al concierto y ver la
sexi cabellera del venezolano? Y yo respondiendo: nones, nada, ni plata, ni
concierto ni cabellera, solo unas fotos que comprometían los gustos de alcoba
de mi tío. Mirá si no me crees. ¡Ufa! ¡Qué piernotas se gastaba el don!
Obsérvenla
ahora enojada. Ahí está la mamá del pequeño niño blasfemo diciendo hay que
vender todas estas cosas [sic] o cambiarlas por papel higiénico Peluchín [“una
caricia inolvidable”].
Dicho
y hecho. Una noche antes de este trámite inevitable, nuestro pequeño niño
blasfemo empezó a revisar los libros con cierto desinterés, pues tan solo me
impulsaba el morbo de ver a mi tío con ese vestido azul eléctrico mandando
besitos a un anónimo fotógrafo. Y entonces sucedió. Ah, ¿te refieres al
romántico encuentro con la literatura, ese que todo hombre de letras recuerda
con cariño?, pregunta el Chicuelo en mi cabeza.
No,
baboso, había libros de Neruda, ¡huácala! Y las cartas completas de Juan Ramón
Jiménez, un poco ridículo, pero por lo menos sabía que lo era. También formaba
parte de la biblioteca de mi tiacho un manual titulado Semillas de inquietud, de un tal Antonio Amundaráin y que comenzaba
así: “Uníos en Jesús. Permaneced fieles en su amor. Dejad todo y lo tendréis
todo. Tendréis a Jesús”.
Yo
no quería a ese Chucho, yo quería más fotos de mi tío en su papel de tía para
cagarme de risa junto a mis amigos del colegio o algo de plata para ir a
entonar las canciones de El Puma: “No soy yo, ese a quien tú le dices mi dueño /
yo soy solo un perro que tú haces saltar…”.
Y
así, como lo bueno y lo malo siempre se atraen, apareció. ¡Ahora sí tu
encuentro con la literatura! No, tarugo. De la nada surgió El libro de san Cipriano, tesoro del hechicero, y que en su
portadilla decía: “Libro completo de verdadera magia, o sea tesoro del
hechicero escrito en antiguos pergaminos hebreos, entregados por los espíritus al
monje alemán Jonás Sufurino…”. Mi inicio, o mejor dicho fue tu inicio en las
ciencias ocultas que ahora practicas con tanta desenvoltura, pequeño niño
blasfemo. Y yo respondiendo: sí.
Al
ver al diablo a un costado de la portada me dije pucha ¿y si le pido a este
doncito la entrada para el concierto de El Puma? ¿No dicen que lo puede todo? Estabas
en eso, pensado en esas cosas, y mientras tanto aprendías que el libro, además,
te enseñaba a volverte invisible o que podías embrujar a la gente e incluso convertirte
en un viejito de barbas blancas.
La
cosa es que al fin llegué a la página 105. Ahí Cipriano te enseña a hacer un
pacto con el diablo. Entonces me animé y lo hice [lo hizo], todo con tal de
poder tener la entrada para el concierto de El Puma. Sí, cualquier cosa con tal
de entonar sus canciones a todo pulmón.
Imaginen
al pequeño niño blasfemo despertándose a la madrugada, muriéndose de frío en
medio del patio de su casa como el pelotudo que era, que es y que será, seguro de
que el doncito de los cuernos le traería las entradas y que él solo daría a
cambio su pobre almita. Nada grave, me dice, ¿cuánto valdrá en el fondo mi
alma?, ¿tanto como para despreciar una canción de El Puma? Recuerda que no
somos dueños de nada, realmente de nada.
Autoconvencido
de que hacía lo correcto, decidí vender mi almita al Cachudo por una entrada.
Total: de resultar, ganaba más que perdía.
Estas
eran las instrucciones que el buen Cipriano daba a sus lectores: “Comenzaréis
vuestra práctica al empezar el cuarto de luna prometiendo al gran Adonay [que
es el jefe de todo los espíritus] sumisión y no rebeldía por lo menos diez días
seguidos… en todo este tiempo es preciso dormir lo menos que se pueda. Luego,
al terminar el lapso de tiempo, deberá escribirse en un papel con las gotas de
su propia sangre ‘Espíritus superiores, les pido se dignen aceptar el pacto que
formulo en este momento, poniendo toda mi alma, corazón, vida, sentido y
voluntad para poder identificarme con la divinidad oscura, en prueba de lo cual
firmo y certifico: el pequeño niño blasfemo’”.
Para
serte sincero, dice el Chicuelo, creo que algo no te funciona bien allá arriba,
pequeño niño blasfemo. ¿Te has preguntado eso alguna vez? Siempre me lo
pregunto, contesto, pero ese no es el tema.
El
tema es que realicé el pacto por el transcurso de una semana, todos los días a
la misma hora y haciendo lo mismo: esperé un montón de tiempo en el patio de
cemento, bostecé, me moría de frío, pesqué un resfriado. Y nada.
Era
ya el último viernes, estabas listo para dejar de lado tus pretensiones de fan
número uno de El Puma cuando escuchaste un ruido. Un ruido como de unas patitas
caminado en el interior del baño.
De
inmediato pensé en una de las borracheras de mi mamá, la liberada del yugo
masculino, la hincha del Bolívar, y ahí lo tienen acercándose cautelosamente,
abriendo la puerta del baño, asomándose y… ¿qué pasó? ¡Nada! O casi nada, mejor
dicho. ¿Sería una estafa el tal san Cipriano? ¿Un charlatán? ¿Le habría visto
la cara a la humanidad entera durante siglos de siglos? ¿O hiciste algo mal gracias
al nerviosismo por ir a ver a El Puma en concierto?
Pero
qué encontraste en el baño, pequeño niño blasfemo. Dinos de una vez.
En
el baño solo había una cabra negra, bien bonita, eso sí, con unos ojazos tremendos.
Mírala en esta fotografía en una Navidad con el gorrito de Santa Claus. Una
cabrita negra que salió de la nada y que se convirtió en la mimada de la
familia [se comió los libros de Neruda y Semillas
de inquietud: acabó en la veterinaria; y yo no pude ir al concierto de El
Puma] y que vivió con nosotros por muchos, muchísimos años, la mascota más
querida de todos los tiempos: la llamaron Cipriana.
Y
sigo esperando la entrada que me debe el doncito ese para poder ir a ver a El
Puma. Y mi alma blasfema está disponible al mejor postor. ¿Lo anotaron por si
acaso?
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario