sábado, 9 de abril de 2016

Crónica

Sabor clandestino en el Montículo



Crónica de una performance culinaria del joven e innovador chef paceño Marco Antonio Quelca.

  
Mario Murillo

Es sábado, una de la tarde. Estoy sentado frente a un plato de ají de tripas de cordero y crema de chuño en una mesa unipersonal en el Montículo. Debajo de una chiwiña, me concentró en la comida mientras la ciudad se deja ver desde uno de sus mágicos lugares y el viento de la cordillera apenas se siente bajo el sol celeste que anticipa el invierno.
Todas las sensaciones que viví el sábado pasado todavía no me han abandonado. Se aparecen a cada rato en diferentes momentos y lugares. Se han quedado conmigo desde que tuve la suerte de vivir el ritual gastronómico que Marco Antonio Quelca preparó -junto a un impecable equipo de colaboradores- el 2 de abril de 2016. Le llamó Cascándole a la experiencia -el término técnico es degustación- que junto a diez personas compartimos en el corazón de Sopocachi.

El cocinero
El chef Marco Antonio Quelca nació en 1982 en la ciudad de La Paz. Estudió en la Escuela de Hotelería de Bolivia, en la Escuela D’Gallia en Lima, en el Centro de Estudios Turísticos en Tenerife. Trabajó en las cocinas del hotel Gran Bahía del Duque y de los restaurantes Sinfonía, Las Aguas y Royal Garden. Desempeñó temporadas de cocina en los restaurantes Kabuki, Rita y Champagne con el chef Andrea Bernardi y El Bohio con Pepe Rodríguez, todos en España.
Estos datos “fríos” cobran magnitud cuando uno experimenta las creaciones de Marco Antonio Quelca. Al sumergirse en los sabores que nos ofrece se transita por territorios recónditos pero también cercanos. Eso es lo que experimenté en Cascándole.

El ritual
Cascándole estuvo compuesto de cinco tiempos. Cada uno de ellos es un destino sorpresivo en un viaje por una enorme variedad de texturas y sabores que se conjuncionan para transmitir sensaciones definitivas y emocionantes.
En el primer tiempo, titulado Tampoco es chairo, unos bombones rojos se confundían con ajíes en un pequeño árbol de locoto. La sorpresa inundaba el paladar cuando uno, después de desatarlos de las ramas, se los metía a la boca: el relleno era una misteriosa pasta de chairo. El asombro daba inicio a la travesía.  
El huerto de la abuela fue el segundo tiempo. En una “tierra” a base de cañahua y quirquiña, verduras de Río Abajo casi flotaban sobre una espuma de queso. Acompañaba el plato un coctel de tumbo con cedrón. Y allí, comiendo en frente de los edificios que se condensan con las montañas, me sentí en casa. Me abrigó el manto sagrado del cobijo, la protección de los que nos quieren, la memoria de los que nos cuidan desde lejos. Aparecieron las risas dominicales, el pasto y los gusanos, los aromas de la cocina al jardín, en la casa de mi abuela.
El tercer tiempo se llamaba El nido. Un crocante tejido de hilos de choclo y charque abrigaban dos huevos recubiertos por una extraña coraza. Al romperlos, las hebras de charque y choclo se teñían con el amarillo intenso de las yemas, y las texturas disímiles formaban una argamasa armónica y placentera. Junto a una bicervecina, el amasijo resultó una deliciosa combinación que se iba derritiendo en la boca.
Ají de tripeo, el cuarto tiempo, fue la estrella del banquete. Es también, me parece, la creación que mejor retrata a Marco Antonio Quelca: una apuesta arriesgada y creativa que no concede frente a nada ni a nadie. El ají de tripas de cordero acompañado con la crema de chuño recreaba mágicamente un ají de fideo. La intensidad y el delirio de la apuesta no anulan, sin embargo, el carácter primigenio del plato. Resignificados, los aromas y los sabores siguen recordando las delicias que sirven las manqapayeras a los albañiles que descansan a media jornada.
El ají de tripeo transmite la noble atmosfera de la ética del trabajo. Y, por si fuera poco, el manjar viene acompañado con una bebida fuera de serie: infusión de coca con lejía de camote. “Pijchu líquido” lo define Marco Antonio Quelca medio en serio, medio en broma. El jugo es refrescante y combina perfectamente con la comida; pero tal vez lo más importante es que tiene lejía. El chef no es ningún impostor: sabe que solo se puede bolear con un buen reactivo.
En una esfera de cristal una torreja de marraqueta corona un helado de cañahua sobre una “tierra” de pito (intuyo que también de cañahua). Es el postre, el quinto tiempo. Se llama ¡Atención firrr! Antes de servirnos, Marco Antonio Quelca explica el plato. Se trata sobre todo de la añoranza: cuando hizo el servicio militar en Cobija extrañaba en extremo la comida paceña. Por eso esperaba con impaciencia la encomienda que cada cuatro meses le enviaba su familia desde Cotahuma. Había varias cosas importantes pero sin duda las más preciadas eran marraquetas y pito de cañahua. El postre hizo aparecer la emoción de humectar una buena marraqueta y sentir de nuevo esa amabilidad crocante; la avidez de llenarse la boca con polvo café hasta llegar al borde de la asfixia.

Una wiphala gris

Es difícil expresar qué es lo que está haciendo Marco Antonio Quelca. No es cocina fusión, no es cocina experimental, no es cocina molecular; es todo eso pero tampoco es eso. Tal vez sea esa la propiedad principal de su hacer: la infinidad. Me cuesta encontrar otra palabra pero la utilizo en relación a algo que no puede ser fijado por estructuras ni definiciones. Algo que no puede ser estancado y confrontado por esa palabra que ahora repetimos orgullosos a diestra y siniestra: la identidad.
Creo que la obra de Marco Antonio Quelca es principalmente una práctica apoyada en la memoria viva y el quehacer creativo. Su cocina es una búsqueda constante por unir y separar, por crear y recrear, por pertenecer a través de sensaciones que nos hermanan más allá de las convenciones.
Ahora, que ahondamos con nuevo entusiasmo las fronteras y los ríos, que por conveniencia inventamos al Otro a cada segundo, que prohibimos el baile y el festejo para los que no son como nosotros, Marco Antonio Quelca va por otros rumbos: se concentra en la acción y en los materiales, y va mostrando que otro lugar es posible. Un lugar donde las diferencias construidas y las limitaciones autoimpuestas se difuminen en aras del compartir entre personas realmente diferentes. Un lugar -una “wiphala gris” le escuché decir una vez a Mauricio Souza- donde el saber práctico y la memoria reflexiva nos liberen de las cárceles de la identidad.
Ese lugar no será un lugar idílico, tendrá, seguro, fricciones. Pero como bien dice la maestra Ágnes Heller en La revolución de la vida cotidiana: “No creo que debiéramos preferir una vida sin tensión. Sino más bien una vida en la que la tensión no surja de la esfera de la pura autoconservación, de la prosecución del poseer y del poseer-cada-vez-más, de la prestación o de la derrota, sino más bien de la heterogeneidad de los valores reconocidos”.


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