Sabor clandestino en el Montículo
Crónica de una performance culinaria del joven e innovador chef paceño Marco Antonio Quelca.
Mario
Murillo
Es
sábado, una de la tarde. Estoy sentado frente a un plato de ají de tripas de
cordero y crema de chuño en una mesa unipersonal en el Montículo. Debajo de una
chiwiña, me concentró en la comida mientras la ciudad se deja ver desde uno de
sus mágicos lugares y el viento de la cordillera apenas se siente bajo el sol
celeste que anticipa el invierno.
Todas
las sensaciones que viví el sábado pasado todavía no me han abandonado. Se
aparecen a cada rato en diferentes momentos y lugares. Se han quedado conmigo
desde que tuve la suerte de vivir el ritual gastronómico que Marco Antonio
Quelca preparó -junto a un impecable equipo de colaboradores- el 2 de abril de
2016. Le llamó Cascándole a la
experiencia -el término técnico es degustación-
que junto a diez personas compartimos en el corazón de Sopocachi.
El cocinero
El
chef Marco Antonio Quelca nació en 1982 en la ciudad de La Paz. Estudió en la Escuela
de Hotelería de Bolivia, en la Escuela D’Gallia en Lima, en el Centro de Estudios
Turísticos en Tenerife. Trabajó en las cocinas del hotel Gran Bahía del Duque y
de los restaurantes Sinfonía, Las Aguas y Royal Garden. Desempeñó
temporadas de cocina en los restaurantes Kabuki, Rita y Champagne con el chef
Andrea Bernardi y El Bohio con Pepe Rodríguez, todos en España.
Estos
datos “fríos” cobran magnitud cuando uno experimenta las creaciones de Marco
Antonio Quelca. Al sumergirse en los sabores que nos ofrece se transita por territorios
recónditos pero también cercanos. Eso es lo que experimenté en Cascándole.
El ritual
Cascándole estuvo compuesto
de cinco tiempos. Cada uno de ellos es un destino sorpresivo en un viaje por
una enorme variedad de texturas y sabores que se conjuncionan para transmitir
sensaciones definitivas y emocionantes.
En
el primer tiempo, titulado Tampoco es chairo,
unos bombones rojos se confundían con ajíes en un pequeño árbol de locoto. La
sorpresa inundaba el paladar cuando uno, después de desatarlos de las ramas, se
los metía a la boca: el relleno era una misteriosa pasta de chairo. El asombro
daba inicio a la travesía.
El huerto de la abuela fue el segundo
tiempo. En una “tierra” a base de cañahua y quirquiña, verduras de Río Abajo
casi flotaban sobre una espuma de queso. Acompañaba el plato un coctel de tumbo
con cedrón. Y allí, comiendo en frente de los edificios que se condensan con las
montañas, me sentí en casa. Me abrigó el manto sagrado del cobijo, la
protección de los que nos quieren, la memoria de los que nos cuidan desde
lejos. Aparecieron las risas dominicales, el pasto y los gusanos, los aromas de
la cocina al jardín, en la casa de mi abuela.
El
tercer tiempo se llamaba El nido. Un
crocante tejido de hilos de choclo y charque abrigaban dos huevos recubiertos
por una extraña coraza. Al romperlos, las hebras de charque y choclo se teñían
con el amarillo intenso de las yemas, y las texturas disímiles formaban una
argamasa armónica y placentera. Junto a una bicervecina, el amasijo resultó una
deliciosa combinación que se iba derritiendo en la boca.
Ají de tripeo, el cuarto tiempo,
fue la estrella del banquete. Es también, me parece, la creación que mejor
retrata a Marco Antonio Quelca: una apuesta arriesgada y creativa que no
concede frente a nada ni a nadie. El ají de tripas de cordero acompañado con la
crema de chuño recreaba mágicamente un ají de fideo. La intensidad y el delirio
de la apuesta no anulan, sin embargo, el carácter primigenio del plato.
Resignificados, los aromas y los sabores siguen recordando las delicias que
sirven las manqapayeras a los albañiles que descansan a media jornada.
El
ají de tripeo transmite la noble atmosfera de la ética del trabajo. Y, por si
fuera poco, el manjar viene acompañado con una bebida fuera de serie: infusión
de coca con lejía de camote. “Pijchu líquido” lo define Marco Antonio Quelca
medio en serio, medio en broma. El jugo es refrescante y combina perfectamente
con la comida; pero tal vez lo más importante es que tiene lejía. El chef no es
ningún impostor: sabe que solo se puede bolear con un buen reactivo.
En
una esfera de cristal una torreja de marraqueta corona un helado de cañahua
sobre una “tierra” de pito (intuyo que también de cañahua). Es el postre, el
quinto tiempo. Se llama ¡Atención firrr!
Antes de servirnos, Marco Antonio Quelca explica el plato. Se trata sobre todo
de la añoranza: cuando hizo el servicio militar en Cobija extrañaba en extremo
la comida paceña. Por eso esperaba con impaciencia la encomienda que cada
cuatro meses le enviaba su familia desde Cotahuma. Había varias cosas
importantes pero sin duda las más preciadas eran marraquetas y pito de cañahua.
El postre hizo aparecer la emoción de humectar una buena marraqueta y sentir de
nuevo esa amabilidad crocante; la avidez de llenarse la boca con polvo café hasta
llegar al borde de la asfixia.
Una wiphala gris
Es
difícil expresar qué es lo que está haciendo Marco Antonio Quelca. No es cocina
fusión, no es cocina experimental, no es cocina molecular; es todo eso pero
tampoco es eso. Tal vez sea esa la propiedad principal de su hacer: la infinidad.
Me cuesta encontrar otra palabra pero la utilizo en relación a algo que no
puede ser fijado por estructuras ni definiciones. Algo que no puede ser
estancado y confrontado por esa palabra que ahora repetimos orgullosos a
diestra y siniestra: la identidad.
Creo
que la obra de Marco Antonio Quelca es principalmente una práctica apoyada en
la memoria viva y el quehacer creativo. Su cocina es una búsqueda constante por
unir y separar, por crear y recrear, por pertenecer a través de sensaciones que
nos hermanan más allá de las convenciones.
Ahora,
que ahondamos con nuevo entusiasmo las fronteras y los ríos, que por
conveniencia inventamos al Otro a cada segundo, que prohibimos el baile y el
festejo para los que no son como nosotros, Marco Antonio Quelca va por otros
rumbos: se concentra en la acción y en los materiales, y va mostrando que otro
lugar es posible. Un lugar donde las diferencias construidas y las limitaciones
autoimpuestas se difuminen en aras del compartir entre personas realmente
diferentes. Un lugar -una “wiphala gris” le escuché decir una vez a Mauricio
Souza- donde el saber práctico y la memoria reflexiva nos liberen de las
cárceles de la identidad.
Ese
lugar no será un lugar idílico, tendrá, seguro, fricciones. Pero como bien dice
la maestra Ágnes Heller en La revolución
de la vida cotidiana: “No creo
que debiéramos preferir una vida sin tensión. Sino más bien una vida en la que
la tensión no surja de la esfera de la pura autoconservación, de la prosecución
del poseer y del poseer-cada-vez-más, de la prestación o de la derrota, sino
más bien de la heterogeneidad de los valores reconocidos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario