sábado, 16 de abril de 2016

Parhelio

[Tragaluz de Vadik Barrón]

Texto aparecido a manera de prólogo en Tragaluz, el libro / DVD presentado recientemente por el artista orureño.



Rodolfo Ortiz

Voy a parafrasear un título de Derrida para iniciar estas notas y para referirme a este séptimo libro de Vadik Barrón. Se trata de una frase que arremete contra los portavoces de la muerte de la filosofía y que aquí me permito trasladar hacia el terreno de esa “risible variedad de la neurosis” (Pacheco dixit) en la que se ha constituido desde el siglo XX y hasta hoy la bien habida poesía. Entonces, me referiré a ese “tono apocalíptico adoptado recientemente en poesía”, donde el presente, este presente cada vez más entrópico, parece burlarse de todos los llamados “herederos del espíritu”.
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Aquello de “reciente” (adverbiado) sabemos que en poesía puede aludir a décadas o acaso a siglos. En términos locales quizás habría que pensar en los años 70 del siglo XX, en innegables gestos de pos-vanguardia y pos-anarquismo que buscaron sintonizar y hacer acorde con cierto ideario de derrumbamiento y pesimismo a ultranza. Un poema temprano de Humberto Quino, publicado en la revista Logos en 1974, lleva este título por demás ejemplar y que nos recuerda a Celan: “empiezo y termino en el negro”. Quienes estén familiarizados con el espectro tonal de la escritura de Quino no se equivocarán seguramente en imaginar cómo empieza y cómo termina el poema. Sin embargo, considero que no bastaría el esfuerzo de llegar a la fiesta de la tradición para celebrar el camino recorrido; este impulso hoy ya ha dado sus vueltas de tuerca y con resultados concretos: Sergio Gareca y Vadik Barrón. No solamente, digo, pues quizás sea un buen momento, éste mismo que intento sugerir, para escuchar cierto “tono apocalíptico” entonado, si me permiten el término, que interroga y transgrede las fronteras del poema.

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Voy a traer a estas páginas una frase de Edmond Jabés, que siguiendo las reflexiones del poeta Eduardo Milán, adquiere cierto grado de validez en este contexto. Jabés propone que “siempre se escribe al borde de la nada” (otras traducciones proponen “…al filo de la nada”); pero en fin, Milán completa la cita señalando que “por eso resulta un llamado de atención la facilidad con que escriben los poetas de hoy en día”. Yo estaría más tentado en pensar que todo dependerá del tipo de “borde” al que uno se arrima o al que uno termina arrimado para decir lo que dice. Y si esto es así, agregaría que el “borde” que nos propone Barrón en este libro es, en primer lugar, el borde que sugiere un tragaluz.

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Sin embargo, el énfasis puesto en ese “fino haz” no se halla divorciado de uno de los refugios recurrentes de sus textos, me refiero al ideario de un mundo sonoro que Barrón fabrica en una “casa de seis cuerdas” desde la cual se “da a luz”, según refiere en Rocanrol y canciones del futuro (2011). En su último libro publicado, Los espejos sonoros (2014), la articulación es decisiva: “Esta canción en los auriculares / tiene el efecto bíblico de un tragaluz”. Presiento que la vacilación entre poema y canción (aspecto que se arrastra sistemáticamente desde su primer libro, Cuaderno rojo (2002)), es la manera en la que Barrón interroga y transgrede las fronteras del poema. No la única, por cierto, pero sí lo suficientemente importante si atendemos a los músicos y compositores que de manera recurrente acompañan y se integran a sus textos. No voy a detenerme en este punto, aunque sí considero relevante destacar que los recursos de articulación desplegados responden a una lógica distinta a los empleados, por ejemplo, en el proyecto poético musical de Orihuela-García que arranca en 1979. Si en estos últimos existe una intención abierta para musicalizar poemas concebidos como tales (yuxtaponer “la aventura musical, la experiencia poética y la guarida urbana”, escriben en Memoria del destino (2002)), en Barrón encontramos un impulso que intenta redimensionar la canción desde una experiencia que enfrenta, muchas veces desde la página, la carencia de aura y su “silencio feroz”.

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Pero quisiera insistir en esa “nada” de la cita de Jabés que apunta, sin duda, a ese “tono apocalíptico” todavía no interrogado. De la nada, parece intuir Jabés, solo sabemos “en borde”, es decir, desde un límite que en el caso de Tragaluz está confinado a las palabras, una vez más, desde un proceso oscilatorio, a veces indistinguible y por lo mismo vacilante, entre letra de canción y frase poética. Es, desde mi punto de vista, el riesgo que asume la aventura de esta escritura. Un riesgo no necesariamente formal, sino más bien una “demanda de riesgo” a nivel de una indudable logopeia, quiero decir (junto a Pound), de cierta danza del intelecto entre las palabras, donde los procesos de ideación operan en función de hábitos de uso, del contexto inmediato, de acepciones conocidas, de concomitancias habituales y de un juego de la ironía roída por un sentimiento cínico bastante favorable.

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Si retomamos la idea de “facilidad” que insinuaba Milán más arriba y según la cual todo a nivel de la escritura comienza a resultar posible y gratificante si se escribe “al borde de la nada”, agregaría que en realidad la vanagloria no es la idea de que todo en esta época es posible en el lenguaje y el sentido, sino el hecho de las palabras puestas en tensión con el mundo. Y aquí vale la pena abrir muy bien los ojos, pues surge inmediatamente la interrogante acerca de si la función del poeta debe permanecer fiel a la idea mallarmeana de “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Creo que esa no es necesariamente la salida que encuentra Vadik Barrón en este libro, ni en los otros que lo preceden. Quiero decir que su adecuación al presente no proviene del artificio de vehiculizar momentos anteriores de la lengua, momentos que se podrían enumerar de solemnes y de purificación verbal. Al contrario, el riesgo que asume su escritura tiene que ver con una “fe de utilería” que se tensa, lo dice con transparencia, “[a]nte lo vasto e incomprensible / del mundo y de la vida” (cf. “Teología”). Esto mismo religado en múltiples páginas prefigura una idea de “borde de la nada”, quiero decir, un lugar de la escritura que se ejerce a partir de un conjunto de instrumentos de artificio y de oficio, digamos de utilería escenográfica (“todo es escenografía”, escuchamos en El arte de la fuga (2014)), donde cada palabra se asume como una nada, o una “nadería” (Borges dixit), que acaba de ocurrir.

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La palabra “riesgo”, entonces, tiene que ver con un refugio en la experiencia y, por ende, con la pérdida de solemnidad de una voz que coexiste, ahora sí, de manera apocalíptica con nuestro presente. Agregaría algo más: si “riesgo” es apostar por la eficacia de palabras de una logopeia de la inmediatez como “chat”, “figurita del álbum del mundial” o “cafizo”, articuladas a la solemnidad de otras como “dios”, “muerte” o “poema”, cada texto de este libro presume ser una respuesta irónica y terminal al estado de cosas de este mundo. Y aquí el papel del lector es central, pues a diferencia del filósofo deberá hacer audible la diferencia tonal de tal carencia de aura puesta al descubierto.

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Por lo mismo quedamos expectantes ante “el efecto bíblico de un tragaluz”, y para extender la resonancia, ante el tono apocalíptico de tal efecto. Apokalupto (palabra griega del hebreo gala, precisa Derrida) tiene que ver con aquello que se desvela, se descubre, con aquello que revela la cosa, una cosa del cuerpo como un queloide (“un queloide cárdeno en mi pierna izquierda”, dirá Barrón), una cosa, dicho sea para más, que se oculta y que aparece como el sexo, una cosa que significa pero que no siempre se entrega a la evidencia. Y tal “efecto bíblico” resuena en zonas de agujero, como en el epígrafe de “Tragaluz [2]” o en un “poema hueco, transparente e impermeable [que] flota sobre el agua sucia de un canal urbano, llevado por una corriente autómata”, como se lee en “Uroboros [2]”.

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El tono apokalupto de Barrón se despliega en ese fondo de develamiento, pero más que fondo, diría en ese velo alzado sobre la cosa; sin duda un orificio como los ojos, la boca y aún más las orejas macabras. E. E. Cummings decía en un poema que “todo lo que no sea cantar es mera palabrería [all which isn’t singing is mere talking]”. Pues bien, levantamos los cabellos o el velo de la oreja de alguien para susurrar un secreto, que bien podría ser el tragaluz por donde pasan y se posan las palabras más ocultas. El silencio y el misterio de su música.


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