En busca de Fitzcarraldo
Sumergiéndonos en las caudalosas aguas de los ríos del Amazonas, tras el mito de Fitzcarraldo y con Caruso de sound track.
Lupe
Cajías
Recorrer
el Amazonas es el sueño de todo viajero, de todo caminante, de todo aventurero,
aunque a veces hay que esperar cinco décadas para cumplirlo y ver desde los
propios ojos los relatos fantásticos de las enormes víboras, de las mujeres sin
pezones, de las aguas intranquilas.
Las
primeras ilustraciones inolvidables de mi niñez son aquellos grabados de
“Tesoros de la juventud” en los cuales las lianas entreveraban hojas de
inmensos mangos y almendros y la maleza desbordante tapaba la luz del sol.
Detrás, vigilaba una hembra desnuda de pupilas embrujadas, como en la pintura
naif de Henri Rousseau.
Y
la siringa, tan nombrada en los libros de historia, en el verso de Pedro
Schimose, polka que cantaba Luis Rico, o versión de Los Castañeros de Riberalta,
tal como la recuerdo:
“Siringuero, coge tu cuchilla y
tu tichel, / échate a la espalda tu morral. / Junto con la aurora corre y vuela
/ que las aves ya cantaron, amanece en el gomal. // Siringuero, sangra tu
existencia en la madera, / llora el árbol tu desolación. / Corre, corre que allá en la tapera, / el hambre te espera
con la desesperación. / En la goma ha muerto tu alegría, en bolachas negras tú
te vas, / florece mi cantar en tu agonía
y has encadenado el día por orden del capataz… // En tu piel la rosa se
marchita, / vuelas con el humo y el temor. / Quítale al gomal lo que te quita, /
grita como a ti te gritan, quienes siembran el dolor”.
Parecía
historia de otro mundo. Fue en los gomales cerca del Madre de Dios donde por
primera vez, hace ya muchísimos años, escuché retazos de la biografía de un
“alemán”, Fitzcarraldo y la novia paralítica que había abandonado en plena
floresta para que muera ahogada en sus propios alaridos. Aquel campesino de
ojos claros, al que el patrón le había cortado el dedo meñique de la mano
derecha, me aseguró que el aventurero murió en territorio boliviano, ya
enloquecido.
A
los tres años de esa primera excursión vi el filme de Werner Hertzog, Fitzcarraldo (1982) y la figura sublime
y despiadada de su personaje encarnado en Klaus Kinski quedó para siempre
entrampada en mi memoria y en la promesa de recorrer su trayecto buscando a la
bella Claudia y a Enrico Carusso. Datos que confirmé en otros textos, desde la
novelística de Mario Vargas Llosa, la historia de la ópera, los recuerdos de
Guillermo Aponte Burela y folletos en portugués.
Cada
que pasaba por la capital y veía en el panel de vuelos la salida de algún avión
a Iquitos renovaba la promesa de conocer el departamento de Loreto. Iquitos,
Cachuela Esperanza, Manaus, escenarios de lujos y miserias, donde lo social se
entrampa con la ficción, más atractiva que las estadísticas del horror y la
muerte de miles de siringueros.
Con
Fitzcarraldo por el Amazonas
Iquitos
es una preciosa ciudad al norte de Lima, la selva poco transitada de un país
que fue fundamentalmente costero y andino y aún ahora son pocos los peruanos
que la visitan, un siglo después de su apogeo.
La
población es tranquila y amable, más mestiza que originaria y con fuerte
presencia serrana en el comercio y la gastronomía. Asombra ver en las veredas a
los indígenas, obligados a abandonar su hábitat y convertidos en mendigos
alcoholizados o prostituidos por un sistema que los engulle sin compasión.
Aunque ahí radican la mayoría de las diversas etnias de tierras bajas, los originarios
tienden a desaparecer y los indicadores socioeconómicos son muy inferiores al
resto del país.
El
centro mantiene casas solariegas con balconcillos a la calle, patios y zaguanes
de madera, altas paredes y complejas celosías para defender a los pobladores de
la implacable canícula y del polvo esparcido.
En
muchos locales se exhiben afiches con el rostro crispado de Fitzcarraldo/Klinski,
pero solo uno asegura que ahí moró el verdadero aventurero, un irlandés, Brian
Sweneey Fitzgerald, quien castellanizó y facilitó su nombre al simple y famoso
apodo, “Fitzcarraldo”. Hay quienes señalan que en realidad era un peruano
normal, de origen irlandés y más bien su nombre común, Carlos, se convirtió en
portada de su fantástica aventura.
Atraído
como tantos por la riqueza del caucho a fines del siglo XIX, al final fue
ganado por la selva, como si fuese el personaje de La vorágine de José Eustasio Rivera; de hecho, Leticia y los
escenarios que usa el colombiano están cruzando el río, infestado de crónicas
rojas y amores violentos.
Cuenta
la leyenda su obsesión por la música, por Caruso, hasta que llegó hasta Manaus,
para tratar de verlo y traerlo a sus propios dominios. Para construir un teatro
con la acústica de Milán necesitaba mucho dinero. Inventó el famoso traslado
del barco de 30 toneladas a través de los pantanos y manglares, en 1894, desde
la cuenca del Ucayali hacia el encuentro con los ríos Beni y Madre de Dios y al
encontrar esa salida se convirtió de extravagante despreciado en un rico
empresario.
La
aventura contada en el filme de forma auténtica y sin efectos especiales, a
costa de enfermedades tropicales, peleas inacabables y muchísimos marcos
alemanes, representa la mejor obra de Hertzog y una de las películas imprescindibles
del cine mundial. La música, como no podía ser de otra manera, completó la
monumental cinta, premiada en todas partes, con extractos del Popol Vuh y la
propia voz de Caruso, el más grande tenor del siglo.
Hertzog
estuvo hace poco en Bolivia y visitó el Salar de Uyuni; a nadie se le ocurrió
llevarlo al otro extremo, donde el calor aún derrite la siringa en las tijelas;
o quizá él nunca más quiera escuchar sobre los gomales endemoniados.
Actualmente,
el vapor está refaccionado y es posible visitar los aposentos con el catre
solitario, el comedor, las fotos terribles de caucheros y de sus trabajadores
esclavizados, abanicos para las mujeres llegadas de Nápoles, cartas para
esperar la tarde, bares en la popa, y
una foto en altamar del que sería Isaías Fermín Fitzcarrald. Se dice que murió
ahogado en 1897.
El
momento emocionante es cuando su sirena aguda anuncia que sube el ancla y comienza
el recorrido por el Amazonas, primero tranquilo, casi delgado, más tarde amplio
como el mar, azulado y gris.
En
el frontis se proyecta la película y Fitzcarraldo se convierte en el capitán,
con sus gestos y con sus gritos. Al sonido de las olas se suma el alto parlante
y Enrico Caruso, con Verdi y Puccini enciende emocionado el rojo de la tarde
tropical en un momento único, de aquellos que uno sabe que jamás podrá volver a
vivir.
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