Semblanza de Jesús Urzagasti
A tres años de su partida, a propósito de la reciente presentación de su poemario Senderos, en Cochabamba y Santa Cruz, y de la lectura poética al pie de su monumento en el Montículo paceño.
Alan
Castro Riveros
Hay
cosas que las academias no pueden enseñar, porque para decir lo indecible habrá
que poner a rodar un lenguaje que haga tronar cualquier suposición y abra esa línea
por la que se filtra y en la que resplandece el silencio de la comunicación transparente.
Tal
el lenguaje que en sucesivos encuentros de rutas
paralelas se iba tallando en mis charlas con Jesús Urzagati, que más que un
maestro fue un amigo. El mismo Jesús se encargó de hacer evidente esa relación,
al decir que una de las cosas más importantes es el parricidio y que jamás hay
que perder de vista que uno siempre se halla fuertemente influenciado por
ningún otro que sí mismo. De tal manera, aquello luminoso que había en las
palabras del Jesús estaba en la certeza de que una inteligencia trabajada a la intemperie reconoce las
coincidencias en las aventuras ajenas y sitúa las influencias en el río
particular que corresponde a cada quien.
***
La
primera vez que lo vi, el Jesús leía el capítulo 26 de Un verano con Marina Sangabriel frente a un pequeño auditorio de la
Universidad Católica Boliviana en la ciudad de La Paz. Era el año 2001. No
recuerdo a nadie del auditorio y no sé si había alguien junto a él en la mesa.
Solo recuerdo su lectura y a Alba María Paz Soldán preguntando si Jursafú, el
personaje de En el país del silencio,
había visto al diablo. El Jesús respondió a su pregunta relatando detalles
sobre la inquietante mirada de la víbora, que de pronto visitaba su oficina en
el edificio Presencia. (Vale la pena
añadir que muchas cosas pasaron por ese escritorio: un libro y una carta del
poeta Edgar Bayley (que derivaría más tarde en la escritura de De la ventana al parque), los amigos que
siempre volvían a visitarlo, y las noticias más inquietantes del país. Además,
en ese escritorio el Jesús se dio mañas para escribir Los tejedores de la noche.)
Volviendo
a aquella noche de lectura, sus respuestas a las preguntas del auditorio abrían
siempre senderos imprevistos. Es por eso que, al día siguiente, todos los
compañeros de la generación única que habíamos asistido a la lectura, le pedíamos
a la Albita que por favor invite al Jesús a dar clases. Había misterio, afecto
e impaciencia en nuestra solicitud. La lectura de la noche anterior nos había
sacudido algo y, durante una semana, había hecho aparecer varias fotocopias de Yerubia y de La colina que da al mar azul en mochilas y mesas de sótanos.
Generalmente,
los seis gatos que conformábamos la Carrera de Literatura de la UCB éramos
trasladados de sótano en sótano para pasar clases. La primera clase con el
Jesús no había ningún sótano disponible, así que nos fuimos a un aula. Era un
aula inmensa para nosotros, en un último piso. Sin embargo, nos dimos maneras
para achicarla hasta el rincón más alejado de la pizarra y le dimos la forma de
un círculo, pues estábamos acostumbrados a sótanos que contaban con una mesa
redonda.
De
entrada, la primera sesión, el Jesús nos dijo que nosotros teníamos ventaja
sobre él porque lo habíamos leído, mientras que él no nos conocía. No recuerdo
exactamente lo que se dijo en ese círculo. Solo recuerdo que salí de allí con
la sorprendente certeza de haber escuchado algo que por fin engranaba con el
lenguaje creador más potente; algo imposible de explicar.
Pocos
días después, la Albita nos sorprendió con un sótano definitivo y luminoso que
no era sótano, sino la flamante Sala de Literatura (la cual, por cierto, hoy se
ha convertido en un sótano hecho y derecho debajo del departamento de Cultura).
En aquella sesión, el Jesús llegó con la preciosa edición italiana de Tirinea que acababa de recibir, y luego
nos pidió que escribiéramos algo y firmáramos en sus páginas. Nosotros
estábamos chochos garabateando en aquel libro.
De
paso, la siguiente semana, apareció con varios ejemplares de la segunda edición
de Tirinea y los repartió como regalo
a todos. A esas alturas todos lo queríamos y conversábamos entre nosotros sobre
el deseo de compartir con él fuera de la universidad. Queríamos trabar una
amistad deslindada de lo académico. Él nos recibió uno por uno o en patota,
varias veces, en su casa que olía a eucalipto; junto al calor familiar de la
Sulma, la Carmencita, el Pibi y el Corito.
En
una de esas que fuimos en patota, el Jesús me curó de la borrachera poniéndome una
hoja de lechuga en la chaveta. Viendo
que se había obrado un milagro, mis compañeros pidieron su respectiva lechuga y
estuvimos charlando así un par de horas.
Cuando
el Jesús nos invitaba a tomar vino a su casa (generalmente después de la
ch´alla de un libro), yo siempre recordaba la palabra políglota. El políglota es
un personaje de sed insaciable que aparece en el capítulo 26 de Un verano con Marina Sangabriel -el
texto por el cual conocí la obra del Jesús, y que no ha dejado de resonar desde
entonces en mi memoria.
En
aquel capítulo asistimos a la conversación entre un narrador, el poeta chuquisaqueño
Seque y el miope invisible Cuñanchiro. Aunque sabemos que el políglota es una persona versada en
varios idiomas, en la novela del Jesús, políglota
es alguien que sabe que su sed es
insaciable y no ignora, por lo tanto, que beber no le servirá de nada. Es
por eso que la palabra políglota resonaba
en mí antes y después de esas fantásticas reuniones.
Por
otro lado, el Jesús me acompañó en la hechura de mi primer libro. Él entendía que
el trato con el lenguaje va más allá de la elección de una forma literaria o de
una historia prefabricada; que lo que allí interesa es descorrer el velo tras
el cual se oculta una inexplorada forma de pensar y de mover el esqueleto.
***
Aunque
el Jesús es un escritor que se menciona en el mundo académico, su obra recién
está empezando a ser leída desde su centro secreto. Solo para poner un ejemplo,
el otro día leía el capítulo final de El
último domingo de un caminante -allí donde se habla sobre el personaje
femenino construido por el escritor polaco Jersy Monotowsky.
Luego
de leer aquel capítulo, recordé a los autores ficticios y personajes
desterrados que aparecen en Un hazmerreír
en aprietos (su última novela). Fue entonces cuando noté que aquello
señalaba un sendero inexcusable para desenterrar y reconstruir la narrativa profunda
del gran parque latinoamericano, alejada de las modas formales pasajeras y de la
publicidad tendenciosa.
Ni
qué decir sobre la poesía (esa atención continua que nos liga al mundo) y ese
magnífico hilo llamado Senderos; un
libro con el eco de los muertos, por donde podemos iniciar nuestro tránsito
hacia el corazón silencioso de un país más grande y diáfano de lo que aparenta
en la superficie de mapas ajenos y papeles caducos.
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