lunes, 25 de enero de 2016

Sombras nada más

Goces tempranos



Los libros de infancia, las primeras lecturas, los primeros roces con el maravilloso mundo de las letras.


Gabriel Chávez Casazola

La casa donde crecí, una antigua casona llena de vivas memorias, estaba habitada por libros, folletos y revistas del más variado pelaje y antigüedad que, en orden o no, se acumulaban en todas las habitaciones, como frutos siempre al alcance de la mano y a la vez como joyas largamente atesoradas.
Bien pensadas las cosas, esto no era de sorprender en una familia que en sucesivas generaciones se había volcado a las letras y las artes, con abundancia de talentos pero con una dedicación tal que sus integrantes se habían apartado de los quehaceres prácticos y utilitarios, quedando incluso a momentos, dilapidada la vieja fortuna, en una situación rayana en la pobreza.
Ese omnipresente legado impreso forjó mi familiaridad con los libros, a los que siempre vi cual objetos cotidianos, como el pan o la mesa, convirtiéndome con toda naturalidad en un lector temprano o, mejor dicho, precoz. 
Da fe de ello, además de la memoria de los mayores, una fotografía con el uniforme azul del kínder Echevarría, donde aparezco leyendo algo que semeja ser un discurso en un acto cívico. Y recuerdo bien que mi primera profesora del jardín de infantes, doña Marina, se ufanaba de haberme enseñado a leer a los cuatro años y lo decía en mi presencia sin ruborizarse siquiera, aunque yo sabía que mentía; quizás por eso tengo conflictos con la autoridad: a menudo no le creo. 
Mentiría, a mi vez, si dijera que aprendí a leer por cuenta propia en la casona solariega, nada más extendiendo mis manos a los frutos de los estantes subido en un taburete.  Algo de eso sucedía, pero fue mi madre quien me enseñó a leer en los auténticos libros de mi infancia, que no fueron los viejos tomos conservados en la casa sino los que ella me compraba cada mes, después de cobrar su sueldo de maestra. 
Recuerdo aún la ilusión con que caminaba de su mano la calle que separaba al Banco del Estado, donde pagaban a los profesores en Sucre, de una librería, llamada Casa Víctor, regentada por un corpulento alemán, el señor Landwüst, que me suspendía en el aire con gran facilidad -habré tenido yo unos seis o siete años al principio, pero el ritual se extendió hasta los nueve o diez, lo sé pues me gustaba fechar los libros con letra torpe de la que ahora se mofan mis hijos- para darme a elegir, de un alto anaquel, el ejemplar que me llevaría a casa en esa ocasión.
El menú estaba conformado por decenas de títulos pulcramente alineados, unos con portadas rojas (los clásicos universales), otros azules (clásicos de autores de las tres Américas) y otros verdes (libros biográficos), de la Biblioteca Billiken argentina, con versiones ligera pero bellamente ilustradas (cinco o seis cromos a color por libro, firmadas por Aniano Lisa o Enrique Brescia) y algunas veces disimuladamente “adaptadas” para los lectores más jóvenes.  
Esas fueron mis primeras lecturas, las que marcaron mi infancia y que ahora, de cierta manera, todavía me marcan, me acompañan y acechan de manera cómplice en mi poesía: Robert Louis Stevenson, con La isla del tesoro, que me alejó de entrada de todo maniqueísmo; Julio Verne, mi favorito entonces, con numerosos y sorprendentes títulos capaces de aguijonear la imaginación del más lerdo: acumulé decenas de ellos; Alejandro Dumas, con la saga de los Mosqueteros y su implacable Edmundo Dantés resucitado del castillo de If; los arquetipos de Melville: Ahab, Tashtego, Queeg-Queeg, la ballena blanca; Jack London, sus perros y lobos; Mark Twain enarbolando la libertad de Tom y Huck, príncipes y mendigos del Mississippi ; Carroll y la oruga socrática; Dickens y sus huérfanos; Salgari, Swift, Defoe, en fin.
Cosas de cuando uno, tonto de capirote, quiere crecer de prisa, a los 11 o 12 renegué de estas versiones y comencé a buscar en casa las obras originales, que tenían que ser, de preferencia, voluminosas y llenas de letras, sin un solo dibujo, para que quedara claro que no se trataba ya de libros editados para niños.
Entonces me topé con las ediciones TOR y Sopena, de gran formato, donde a los mosqueteros y sus hijos se sumaban los desgraciados de la corte de los milagros de Hugo; el hidalgo y el escudero salían al camino ni bien el rubicundo Apolo había asomado sobre la faz de la ancha y espaciosa tierra; el florentino descendía a los infiernos y Ana Karenina apoyaba su cabeza sobre el frío regazo de las vías del tren. 
De entonces a ahora no he dejado de seguir sumergiéndome en nuevos mundos imaginados y viviendo en departamentos, cuartos, garzonieres o casas atestadas de libros, pero aquellos que hoy he recordado, junto a viejas revistas de historietas, como se llamaban entonces, alegraron los primeros años de mi vida y le dieron compañía e imaginación a aquel hijo único que se pasaba las horas leyendo en el fondo de un huerto que era su paraíso privado y hoy es su paraíso perdido… 

Perdido como corresponde que ocurra, Proust lo sabía, con todos los paraísos, cuyo verdor -esto lo supo la Pizarnik- está destinado a habitar en el cerebro, en la memoria, que es el Aleph donde mejor se atesora el sabor de todas las frutas prohibidas (y de todos los libros que supimos gozar a discreción...).

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