Música, inteligible e inexplicable
Seguimos aquí con la prolongada reflexión, que empezó hace ya varios meses, sobre la poesía. Estábamos, valga recordar, siguiendo las derivaciones musicales del romanticismo literario alemán.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
Casi
sin querer, vinimos a parar a esta ya prolongada digresión musical, al redoble
de excursus sumados a excursus y lo cierto es que tampoco se
puede salir fácilmente de ellos, y de hecho no tiene caso rehuir la sucesión de
senderos laterales.
Pero
es inevitable esperar un desenlace provisorio, como en la música, que
constantemente anima en nosotros el sentido de la anticipación, de manera que
nos estiramos, nos desenvolvemos enteros, a la espera de la resolución de un
drama en notas. En un sentido no del todo diferente, el haber expuesto
mínimamente o puesto al frente el hecho musical del romanticismo alemán y haber
citado a sus grandes compositores, es algo que a su vez, al haber sido puesta esa música sobre el tapete, llama de una
forma casi perentoria, a una consideración sobre la música misma, la música en
sí, el milagro y el misterio de su mundo, que tanto es y no es nuestro.
Las
páginas que Schopenhauer dedicó a la música se encuentran entre las más bellas
jamás escritas sobre ella, y eso que no son pocas (están las de Nietzsche,
Proust, Lévy-Strauss, Jankelevitch, Adorno…). Y, si ya queremos de muestra un
botón, tengamos por ejemplo éste, en el que la música es algo que “pasa a
nuestro lado como un paraíso familiar, aunque eternamente lejano, a la vez
perfectamente inteligible y del todo inexplicable, ya que nos revela todos los
movimientos más íntimos de nuestro ser, aunque despojados de la realidad que
los deforma”. [1]
La
tersa belleza de estas palabras ya informa del gran estilo, en general claro,
con frecuencia apasionado, con que escribió este filósofo artista o filósofo de
artistas que a tantos estremeció y encendió, a quien no olvidaría Borges en su Otro poema de los dones, donde agradece
“por Schopenhauer, / que acaso descifró el universo”.
Antes
de tareas como las aludidas por Borges, Schopenhauer, de familia económicamente
pudiente, hizo estudios, viajes, aprendió varias lenguas, tradujo del español a
Baltasar Gracián, se hizo un cosmopolita y conoció de arte, o música, en una
medida en que nunca lo hicieron Kant, o Hegel, esas apoteósicas figuras entre
las que resultó malamente ensartado y tapado, de tal modo que la fama, el
reconocimiento, le llegaron muy tarde, mucho después de que hubiera publicado
en 1818, apenas a sus 30 años, ese gran libro, de “trabazón cósmica” (Mann) El mundo como voluntad y representación.
Se
cuenta que era tímido e intolerante, encerrado, descreído, famosamente
pesimista. Detestaba el ruido excesivo. Es famoso uno de sus dictums más despectivos y según el cual
la inteligencia, en un hombre, es inversamente proporcional a su capacidad de
tolerar el ruido y el volumen del ruido. ¡Y lo dijo antes de los parlantes, de
la electricidad, las radios, los altavoces! Apenas se refería a la bulla de
vecinos perros molestosos y cuyos dueños no los hacían callar. ¿Qué diría ahora
de nuestras ciudades y sus habitantes?
Otra
cosa que actualmente puede seducirnos de la figura de Schopenhauer, es que fue
uno de los primeros grandes filósofos en inquietarse por la suerte de los
animales. En renegar, explícitamente, por la suerte que les reservan las
religiones semíticas al privilegiar el dominio del hombre sobre todos los seres
-a diferencia de las religiones hindúes, de las que llegó a enterarse mucho,
leyendo los Vedas en traducciones al latín.
¿Y
hasta qué punto es una mera coincidencia que se haya interesado tanto por la
música y por los animales? Es quizá porque, en el sistema schopenhaueriano y
como lo dice Mann, “lo más hondo que hay en nosotros ha de formar parte del
fondo del mundo y tener en él sus raíces”.
En
todo caso, trátese de animales o de música, estos se definen o despliegan de
todas formas en relación con lo que Schopenhauer habría de llamar voluntad.
Del
mismo término, de hecho, debemos cuidarnos en cuanto lo lastra lo que solemos
entender por voluntad -demasiado humana y personal. La de Schopenhauer es
general, absoluta, abarca toda la realidad, es impulso, esencial ventolera
primigenia, apetito, vector, deseo o fuerza ciega, que abarca y envuelve,
produce “el universo” para emplear la expresión borgeana.
De
hecho, el título de su gran libro, ya de por sí, lo dice todo, en tres palabras
exponiendo el único y grandioso tema que Schopenhauer, como un joyero, se
dedicaría a pulir el resto de su vida, tallando y precisando sus facetas.
El mundo como
voluntad y representación fue casi un fracaso editorial y se
compraron, según el estándar de la época, muy pocos ejemplares (solo 500 en
muchos años). Volviendo a la voluntad, dice Mann de ella que “era el fondo
primordial último e irreductible del ser, era la fuente de todos los fenómenos,
era el engedrador y productor de todo el mundo visible y toda vida (…) pues era
la voluntad de vivir”.
La
representación, en cambio, es todo lo que tenemos en la cabeza, son los
fenómenos en tanto los vemos, tal como los percibimos. La voluntad, por su
parte, es heredera de las ideas platónicas y la cosa-en-sí kantiana. Y apurando
las cosas, Mann sostiene que entre sus metamorfosis apareció como el
inconsciente o el ello freudiano. Y
las cosas tampoco son fáciles, pues, dice en El mundo… que “el hombre necesita a los animales para mantenerse,
estos a su vez se necesitan gradualmente unos a otros y a las plantas, las
cuales a su vez necesitan la tierra, el agua, los elementos químicos y sus
mezclas, el planeta, el sol, la rotación y traslación en torno a este, la oblicuidad
de la eclíptica, etc. En el fondo, todo esto se debe a que la voluntad tiene
que devorarse a sí misma porque fuera de ella nada existe y es una voluntad
hambrienta. De ahí la caza, el miedo y el sufrimiento”.
Es
en este contexto, entonces, que hay que acercarse a la música, donde “el
compositor revela la esencia íntima del mundo y expresa la más honda sabiduría
en un lenguaje que su razón no comprende”. La música tiene una relación única
con la voluntad, absolutamente particular, por encima de cualquier otro arte.
Aún si el universo desapareciera, para Schopenhauer, la música no lo haría. Hay
que reconocer en ella “un significado más serio y más profundo en relación con
la esencia del mundo y nuestra propia esencia”, pues la música “no expresa el
fenómeno sino la esencia íntima, el en sí de todo fenómeno, la voluntad misma”,
y mientras las demás artes “no
expresan más que sombras, la música habla de la realidad”. ¿Se excede Schopenhauer?
Ya veremos que no.
[1] Las citas de Schopenhauer provienen del Libro
III §52 (La música en la jerarquía de las artes) de El mundo como voluntad y representación El Ateneo, Bs. As., 1950.
Hay otra versión en PDF disponible en Internet. Otros libros empleados y que
serán citados ya sin más referencias de página, son el ensayo Schopenhauer de Thomas Mann, recogido en
Schopenhauer, Nietzsche, Freud de
Alianza, Madrid 2000 y L’estetique de
Shopenhauer de Clement Rosset, PUF, Paris 2002.
No hay comentarios:
Publicar un comentario