Pensión Ruiz: una historia de nostalgias
Reseña de la novela La Pensión Ruiz, la fiebre blanca y el escritor en busca del tema, de Fernando Andrade Ruiz.
Lupe Cajías
Es difícil encontrar una palabra certera para resumir el significado
de las pensiones de inicios y mediados pasado siglo que daban cobijo -cama y
pan- a solitarios, viudas, migrantes, estudiantes, y que eran pequeños mundos
con gran cantidad de biografías que resumían las variantes de la naturaleza
humana.
En la novela La
Pensión Ruiz, la fiebre blanca y el escritor en busca del tema, el profesor,
periodista y escritor Fernando Andrade Ruiz, intenta reflejar esas ciudadelas
con los recuerdos entreverados de la famosa Pensión Ruiz de su familia, la cual
funcionó en Sopocachi y en la zona norte, por el Parque Riosinho con
extensiones inesperadas hacia otros lugares donde habitaba algún miembro de la
familia Ruiz.
Su madre administró un hospedaje para estudiantes en la
calle Aspiazu, donde acudió mi padre Huáscar Cajías Kaufmann en su retorno a la
patria después de morar parte de su niñez y adolescencia en Buenos Aires,
también en una residencial. Por ese dato, escuché chismes y comentarios del
concurrido albergue y de sus clientes, que se fueron trasladando a la Sánchez
Lima y más tarde a la Avenida Ecuador.
Según recuerdan los comensales de la Pensión Ruiz era tan
grato comer los platillos criollos gustosos, como a la vez compartir tertulias
sobre las noticias, obras literarias, historia boliviana, poesías y algo de
política.
No es hotel ni motel
Las pensiones con servicio de alojamiento y alimentación
solían ser antiguas casonas, sobre todo en el centro urbano, de familias
aristocráticas con necesidades económicas, que las adaptaban para inquilinos.
Por ello, una vivienda acomodaba una docena o más personas, según el número y
tamaño de los cuartos. Tenían el subletrero de “residenciales” para aclarar
mejor sus funciones. Son estos detalles que guían a Andrade a introducirnos en
la pequeña colonia de los Ruiz.
No eran conventillos, como los famosos garajes acomodados con
cuartuchos precarios, a veces de cartón, que tenían un solo dueño y varias
familias convertían el espacio en un “barrio cerrado”, con un patio central, un
baño compartido, una lavandería común, decenas de cuerdas para colgar la ropa y
cocinillas en los rincones. Los niños correteaban, mientras los mayorcitos
asistían a la escuela de la zona, no faltaban beneméritos y alguna que otra
prostituta disimulada.
Las pensiones tampoco tenían las características de un hotel
pues no eran un lugar de paso y los inquilinos solían permanecer al menos un
año, como muchos estudiantes llegados del interior. Cada procedencia tenía una
zona preferida que se reflejaba en centros de residentes de cochalas o de
cambas y se delataba con restaurantes con nombres elocuentes como “Punata” o
“Rincón Oriental”.
No hay que confundir las pensiones con moteles o casas de
cita que alquilan cuartos a meretrices para que ejerzan su trabajo sin mucho
ruido ni escándalo, conviviendo también con otro tipo de inquilinos, casi
siempre empleados solterones. O los moteles que son el ambiente de paso más
violento y que recibe alquileres por algunas horas.
Las pensiones, hoy en decadencia, eran una especie de
hogares sustitutos. Fernando Andrade describe certeramente a esos alojamientos
en este texto novelado: La Pensión Ruiz,
la fiebre blanca y el escritor en busca del tema, desde su esplendor hasta
su decadencia.
La Pensión (Residencial) Ruiz ofrecía una cama y dormitorio
en un cuarto seguro o en medio de la sala, si así insistía un necesitado, como
pasa con el escritor no inspirado, protagonista de la obra. Todos compartían un
mismo baño, con excusado y lavamanos y desfilaban por la mañana la oficinista,
el play boy, la esposa, las estudiantes, con su tolla en mano, jaboncillo y
cepillo de dientes. El papel para afanes secretos solía ser un pedazo de
periódico pasado. Los pensionistas se bañaban en duchas públicas de la zona una
o dos veces por semana.
Un relato muy paceño
Los dueños de la Pensión Ruiz ofrecían desayuno, almuerzo,
cena y hasta merienda a sus inquilinos. Este era un asunto fundamental para dar
la añorada sensación de hogar a los que salían a trabajar o a estudiar y
retornaban para almorzar compartiendo entre todos la hora del noticiero. Por la
noche, los pensionistas escuchaban la radionovela o algún programa ameno para
que todos comenten, tantas veces con vehemencia o ira.
Los dueños no tenían muchos privilegios, salvo algún otro
cuarto como un costurero o una salita pequeña y su propia vida transcurría sin
intimidad y alrededor de la cantidad de pensionistas. Los Ruiz tenían la
responsabilidad de preparar el menú semanal, tomar las previsiones para las
compras diarias en el mercado popular, los pagos puntuales para los servicios
de luz o de agua, los arreglos domésticos y todas esas otras tareas.
Las sirvientas y cocineras eran parte del enjambre humano
que compartía alegrías, desesperanzas y confusiones.
Andrade desarrolla personajes muy típicos de la paceñidad,
con sus gustos culinarios, su vestimenta, sus costumbres, pero sobre todo por
una actitud atrevida ante la vida. Cada uno de ellos, desde el dueño don Celso,
la esposa capaz de ordenar casa y finanzas, las hijas, los yernos son muy
característicos de una familia criolla. Don Celso está inspirado en su abuelo,
el escritor Víctor Ruiz, una entrañable personalidad para los salones paceños
de los años 50.
Muchos detalles son autobiográficos, como la muerte del
hermano mayor de los Ruiz o el asesinato de Fidel, el padre de Fernando y uno
de los caídos en el Cuartel Sucre en 1959.
El rol de cada inquilino está plenamente justificado, aunque
hay asuntos que podrían sobrar como el tesoro con las momias o los asuntos de
las muchachas estudiantes. En cambio, son memorables las referencias a la
radionovela o los afanes del escritor por conseguir un tema para su novela.
Es un libro para conocer el alma sorprendente de los paceños
bien paceños.
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