lunes, 25 de enero de 2016

Desde la butaca

Pensión Ruiz: una historia de nostalgias

Reseña de la novela La Pensión Ruiz, la fiebre blanca y el escritor en busca del tema, de Fernando Andrade Ruiz.



Lupe Cajías 

Es difícil encontrar una palabra certera para resumir el significado de las pensiones de inicios y mediados pasado siglo que daban cobijo -cama y pan- a solitarios, viudas, migrantes, estudiantes, y que eran pequeños mundos con gran cantidad de biografías que resumían las variantes de la naturaleza humana.
En la novela La Pensión Ruiz, la fiebre blanca y el escritor en busca del tema, el profesor, periodista y escritor Fernando Andrade Ruiz, intenta reflejar esas ciudadelas con los recuerdos entreverados de la famosa Pensión Ruiz de su familia, la cual funcionó en Sopocachi y en la zona norte, por el Parque Riosinho con extensiones inesperadas hacia otros lugares donde habitaba algún miembro de la familia Ruiz.
Su madre administró un hospedaje para estudiantes en la calle Aspiazu, donde acudió mi padre Huáscar Cajías Kaufmann en su retorno a la patria después de morar parte de su niñez y adolescencia en Buenos Aires, también en una residencial. Por ese dato, escuché chismes y comentarios del concurrido albergue y de sus clientes, que se fueron trasladando a la Sánchez Lima y más tarde a la Avenida Ecuador.
Según recuerdan los comensales de la Pensión Ruiz era tan grato comer los platillos criollos gustosos, como a la vez compartir tertulias sobre las noticias, obras literarias, historia boliviana, poesías y algo de política.

No es hotel ni motel
Las pensiones con servicio de alojamiento y alimentación solían ser antiguas casonas, sobre todo en el centro urbano, de familias aristocráticas con necesidades económicas, que las adaptaban para inquilinos. Por ello, una vivienda acomodaba una docena o más personas, según el número y tamaño de los cuartos. Tenían el subletrero de “residenciales” para aclarar mejor sus funciones. Son estos detalles que guían a Andrade a introducirnos en la pequeña colonia de los Ruiz.
No eran conventillos, como los famosos garajes acomodados con cuartuchos precarios, a veces de cartón, que tenían un solo dueño y varias familias convertían el espacio en un “barrio cerrado”, con un patio central, un baño compartido, una lavandería común, decenas de cuerdas para colgar la ropa y cocinillas en los rincones. Los niños correteaban, mientras los mayorcitos asistían a la escuela de la zona, no faltaban beneméritos y alguna que otra prostituta disimulada.
Las pensiones tampoco tenían las características de un hotel pues no eran un lugar de paso y los inquilinos solían permanecer al menos un año, como muchos estudiantes llegados del interior. Cada procedencia tenía una zona preferida que se reflejaba en centros de residentes de cochalas o de cambas y se delataba con restaurantes con nombres elocuentes como “Punata” o “Rincón Oriental”.
No hay que confundir las pensiones con moteles o casas de cita que alquilan cuartos a meretrices para que ejerzan su trabajo sin mucho ruido ni escándalo, conviviendo también con otro tipo de inquilinos, casi siempre empleados solterones. O los moteles que son el ambiente de paso más violento y que recibe alquileres por algunas horas.
Las pensiones, hoy en decadencia, eran una especie de hogares sustitutos. Fernando Andrade describe certeramente a esos alojamientos en este texto novelado: La Pensión Ruiz, la fiebre blanca y el escritor en busca del tema, desde su esplendor hasta su decadencia.
La Pensión (Residencial) Ruiz ofrecía una cama y dormitorio en un cuarto seguro o en medio de la sala, si así insistía un necesitado, como pasa con el escritor no inspirado, protagonista de la obra. Todos compartían un mismo baño, con excusado y lavamanos y desfilaban por la mañana la oficinista, el play boy, la esposa, las estudiantes, con su tolla en mano, jaboncillo y cepillo de dientes. El papel para afanes secretos solía ser un pedazo de periódico pasado. Los pensionistas se bañaban en duchas públicas de la zona una o dos veces por semana.

Un relato muy paceño
Los dueños de la Pensión Ruiz ofrecían desayuno, almuerzo, cena y hasta merienda a sus inquilinos. Este era un asunto fundamental para dar la añorada sensación de hogar a los que salían a trabajar o a estudiar y retornaban para almorzar compartiendo entre todos la hora del noticiero. Por la noche, los pensionistas escuchaban la radionovela o algún programa ameno para que todos comenten, tantas veces con vehemencia o ira.
Los dueños no tenían muchos privilegios, salvo algún otro cuarto como un costurero o una salita pequeña y su propia vida transcurría sin intimidad y alrededor de la cantidad de pensionistas. Los Ruiz tenían la responsabilidad de preparar el menú semanal, tomar las previsiones para las compras diarias en el mercado popular, los pagos puntuales para los servicios de luz o de agua, los arreglos domésticos y todas esas otras tareas.
Las sirvientas y cocineras eran parte del enjambre humano que compartía alegrías, desesperanzas y confusiones.
Andrade desarrolla personajes muy típicos de la paceñidad, con sus gustos culinarios, su vestimenta, sus costumbres, pero sobre todo por una actitud atrevida ante la vida. Cada uno de ellos, desde el dueño don Celso, la esposa capaz de ordenar casa y finanzas, las hijas, los yernos son muy característicos de una familia criolla. Don Celso está inspirado en su abuelo, el escritor Víctor Ruiz, una entrañable personalidad para los salones paceños de los años 50.
Muchos detalles son autobiográficos, como la muerte del hermano mayor de los Ruiz o el asesinato de Fidel, el padre de Fernando y uno de los caídos en el Cuartel Sucre en 1959.
El rol de cada inquilino está plenamente justificado, aunque hay asuntos que podrían sobrar como el tesoro con las momias o los asuntos de las muchachas estudiantes. En cambio, son memorables las referencias a la radionovela o los afanes del escritor por conseguir un tema para su novela.

Es un libro para conocer el alma sorprendente de los paceños bien paceños.

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