lunes, 18 de enero de 2016

Parhelio

[Todo y peste II]


Segunda, pero no última entrega de esta serie de ensayos en la que el autor reflexiona –entre mucho más- sobre sociedad y civilización en el mundo actual.



Rodolfo Ortiz 

Un no al nosotros inclusivo
La historia vista como un todo organizado es en el fondo un elogio de los que dicen nosotros en su empleo inclusivo. En términos más locales diríamos, por ejemplo, que la palabra “indio” cuando se la trata de manera inclusiva se llama “indigenismo” o “indianismo”, un gesto que incluye y al mismo tiempo censura aquello que insiste como grito “ininteligible”. La gramática distingue en ese pronombre bastante sospechoso dos modalidades enunciativas: una inclusiva, cuando el que lo pronuncia incluye al interlocutor; y otra exclusiva, cuando el que lo pronuncia excluye al interlocutor. Destacaría que las formaciones culturales de aquende y allende han explorado diversas variantes del nosotros inclusivo sin prestar atención a lo que quedaba concentrado detrás de la otra modalidad de enunciación. Sin embargo, la historia no es un todo intocable, pues su espectro llega a ser interpelado por aquello que dice no a tal totalidad. ¿Qué significa que el Psicoanálisis haya escogido el Yo [Je] cuando los saberes contemporáneos a Freud y Lacan habían elegido el nosotros? ¿Por qué Freud no escribió Wo es war, sollen Wir werden [Allí donde eso era nosotros debemos advenir] y optó por un menos pretencioso Wo Es war, soll Ich werden [Allí donde eso era debo yo advenir]?
Ante tal moterialismo propondría una salida política antes que histórica, digamos haciendo eco a la que sugiere Rancière sobre la configuración del espacio inclusivo que en su movimiento abrazador suele no oír el otro lado de aquello que circunscribe. Escribe Rancière: “El rechazo a considerar a determinadas categorías de personas como individuos políticos ha tenido que ver siempre con la negativa a escuchar los sonidos que salían de sus bocas como algo inteligible”. Que es una manera muy lacaniana de replantear la idea de “hombre político” que legó Aristóteles y perduró durante siglos, cuando proponía, el estagirita, que “hombre político” es quien posee el lenguaje que pone en común lo justo y lo injusto, mientras que el “animal” solo tiene el “grito” para expresar placer o sufrimiento.
No es difícil inferir de esta división que no basta con saber quién posee el lenguaje y quien solamente el grito. En todo caso, optaría por interrogar ese espacio de inteligibilidad que queda afuera, que es fundamentalmente un espacio crítico de habla y de escucha, en contraposición a ese otro espacio del nosotros, de aquello que consideramos nuestro gran nosotros, que sin recelo se podría nombrar como el gran Otro de la sociedad. Un espacio, insistiría, en el que opera un sentido histórico a partir de la reminiscencia, el reconocimiento, la continuidad o la tradición, los cuales representan una modalidad platónica de la historia que es posible poner en cuestión. Interrogar a este nivel vendría a ser algo así como un proceso disociativo y des-cubridor de la inconsistencia que sostiene a todo discurso.
La “inconsistencia del Otro” es un giro que se introduce como una respuesta crítica al planteamiento del “acto de fe” que implica operar al interior de un sistema social de signos motivados. Esto sin duda refuerza el hecho de que hoy, por ejemplo, sigamos arrastrando un pensamiento teológico sin pensar en el acto de fe que esto acarrea. Ejercemos un acto de fe en la sociedad, donde divinidad y divinidad social llegan a ser intercambiables.

Dudosa sociedad
Y aquí habría que hacerse al menos la pregunta: ¿hay la sociedad?, pues la sociedad es un nombre, y como todo nombre, un engendro dudoso.

Jacques-Alain Miller al respecto menciona:

Consideramos que la sociedad es una evidencia y esto nos lleva a confiar en unas maquinarias que no tenemos la menor idea de cómo funcionan. Pensamos que tenemos luz –mientras la EDF [Electricité de France] no haga huelga–, que hay salas abiertas para estar cómodos, confiamos en poder tomar el tren a la hora anunciada, subimos a máquinas itinerantes. Esto es la sociedad, un sujeto supuesto que suscita nuestra confianza, aunque no tengamos la menor idea de cómo se sostiene y cómo funciona. Vivimos en medio del sujeto supuesto saber sin pensar en este acto de fe –que no está referido a la divinidad, sino a la divinidad social. Hacemos un acto de fe en la sociedad.

Marx y Lacan hablan del lazo social, pero es Lacan quien lo radicaliza como un elemento no equivalente al de sociedad. El lazo social es un concepto que hace estallar el Uno de la sociedad, pluralizando aquello que nos fascina pensar como un todo, es decir, haciendo aparecer el Uno social como algo ilusorio, lo cual no impide que la sociedad tenga un porvenir a título de ilusión.
La lectura del malestar postmoderno (si es posible otorgar aquí a este término un rasgo intercambiable, desajustado, disyuntivo, de adikia) se clarifica a partir de esta idea del discurso como un lazo social basado en la inconsistencia del lenguaje y no en lo social como un espacio igualitario entre semejantes. En este sentido, el lazo social es transindividual, pero al mismo tiempo se sostiene críticamente en un campo intersubjetivo, donde lo que prevalecen son las articulaciones posibles de una red simbólica siempre fallida que regula de diferentes maneras las relaciones sociales. Un lazo igualitario, señala Lacan, conduciría inevitablemente a la guerra, y la guerra tal como Freud la vivió y la pensó desde 1914 (cuando sus tres hijos fueron subsumidos en ella), es la más clara manifestación de la pulsión de muerte en la actualidad. La explosión de la pulsión de muerte durante la Primera Guerra Mundial le enseña una profunda verdad sobre la imposibilidad de las relaciones igualitarias: el descubrimiento de que el odio es inseparable del amor. Freud instaló esta idea en el centro de su pensamiento sobre el malestar en la cultura y esto mismo le reveló la estrecha relación que existe entre el avance tecnológico y la autodestrucción paulatina del género humano. Así fue cuando preguntó en una carta a Einstein de 1932 qué iba a hacer con su descubrimiento de la materia y la energía, es decir, “el secreto de lo que mantiene todo junto”, descubrimiento que sabemos fue la base de la bomba atómica. Einstein, sabemos, no le respondió absolutamente nada.
A partir de las reflexiones sobre el malestar en la cultura Freud pone en evidencia que la civilización moderna parece trabajar para la destrucción de sus hablantes, lo cual hoy sigue siendo una constatación. Freud promovió un cierto escepticismo con respecto a ese “sentimiento oceánico” que le había manifestado su amigo Romain Rolland, donde podría darse un acuerdo entre todos los seres, como una lengua que podría hacer lazo. El psicoanalista que un día imaginó traer la peste a este continente estaba más bien convencido de la profunda ambivalencia de los sentimientos humanos. No hay amor sin odio, es su descarada verdad, y también su opuesto, no hay odio sin amor. Esto explicaría los terribles desenlaces a los que han llevado las innumerables “historias de dobles” que nos representan hasta hoy: dobles que se disputan la misma tierra, el mismo petróleo, la misma isla, el mismo oleaje costero, o más todavía, dobles que jalonean en torno al mismo fetiche y la mutiplicidad de sus brillos. (Continuará).


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