[Todo y peste II]
Segunda, pero no última entrega de esta serie de ensayos en la que el autor reflexiona –entre mucho más- sobre sociedad y civilización en el mundo actual.
Rodolfo Ortiz
Un no al
nosotros inclusivo
La historia vista como un todo organizado es en el
fondo un elogio de los que dicen nosotros
en su empleo inclusivo. En términos más locales diríamos, por ejemplo, que la
palabra “indio” cuando se la trata de manera inclusiva se llama “indigenismo” o
“indianismo”, un gesto que incluye y al mismo tiempo censura aquello que
insiste como grito “ininteligible”. La gramática distingue en ese pronombre
bastante sospechoso dos modalidades enunciativas: una inclusiva, cuando el que
lo pronuncia incluye al interlocutor; y otra exclusiva, cuando el que lo
pronuncia excluye al interlocutor. Destacaría que las formaciones culturales de
aquende y allende han explorado diversas variantes del nosotros inclusivo sin prestar atención a lo que quedaba
concentrado detrás de la otra modalidad de enunciación. Sin embargo, la
historia no es un todo intocable, pues su espectro llega a ser interpelado por
aquello que dice no a tal totalidad.
¿Qué significa que el Psicoanálisis haya escogido el Yo [Je] cuando los saberes contemporáneos a Freud y Lacan habían
elegido el nosotros? ¿Por qué Freud
no escribió Wo es war, sollen Wir werden
[Allí donde eso era nosotros debemos advenir] y optó por un
menos pretencioso Wo Es war, soll Ich
werden [Allí donde eso era debo yo advenir]?
Ante tal moterialismo
propondría una salida política antes que histórica, digamos haciendo eco a la
que sugiere Rancière sobre la configuración del espacio inclusivo que en su
movimiento abrazador suele no oír el otro lado de aquello que circunscribe.
Escribe Rancière: “El rechazo a considerar a determinadas categorías de personas
como individuos políticos ha tenido que ver siempre con la negativa a escuchar
los sonidos que salían de sus bocas como algo inteligible”. Que es una manera
muy lacaniana de replantear la idea de “hombre político” que legó Aristóteles y
perduró durante siglos, cuando proponía, el estagirita, que “hombre político”
es quien posee el lenguaje que pone en común lo justo y lo injusto, mientras
que el “animal” solo tiene el “grito” para expresar placer o sufrimiento.
No es difícil inferir de esta división que no basta
con saber quién posee el lenguaje y quien solamente el grito. En todo caso,
optaría por interrogar ese espacio de inteligibilidad que queda afuera, que es
fundamentalmente un espacio crítico de habla y de escucha, en contraposición a
ese otro espacio del nosotros, de
aquello que consideramos nuestro gran nosotros,
que sin recelo se podría nombrar como el gran Otro de la sociedad. Un espacio,
insistiría, en el que opera un
sentido histórico a partir de la reminiscencia, el reconocimiento, la continuidad
o la tradición, los cuales representan una modalidad platónica de la historia
que es posible poner en cuestión. Interrogar a este nivel vendría a ser algo
así como un proceso disociativo y des-cubridor
de la inconsistencia que sostiene a
todo discurso.
La “inconsistencia
del Otro” es un giro que se introduce como una respuesta crítica al
planteamiento del “acto de fe” que implica operar al interior de un sistema
social de signos motivados. Esto sin duda
refuerza el hecho de que hoy, por ejemplo, sigamos arrastrando un pensamiento
teológico sin pensar en el acto de fe que esto acarrea. Ejercemos un acto de fe
en la sociedad, donde divinidad y divinidad social llegan a ser
intercambiables.
Dudosa sociedad
Y aquí habría que hacerse al menos la pregunta: ¿hay
la sociedad?, pues la sociedad es un nombre, y como todo nombre, un engendro
dudoso.
Jacques-Alain Miller al respecto menciona:
Consideramos que la sociedad es una
evidencia y esto nos lleva a confiar en unas maquinarias que no tenemos la menor
idea de cómo funcionan. Pensamos que tenemos luz –mientras la EDF [Electricité de France] no haga huelga–, que hay salas abiertas para estar cómodos,
confiamos en poder tomar el tren a la hora anunciada, subimos a máquinas
itinerantes. Esto es la sociedad, un sujeto supuesto que suscita nuestra
confianza, aunque no tengamos la menor idea de cómo se sostiene y cómo
funciona. Vivimos en medio del sujeto
supuesto saber sin pensar en este acto de fe –que no está referido a la
divinidad, sino a la divinidad social. Hacemos un acto de fe en la sociedad.
Marx y Lacan hablan del lazo social, pero es Lacan
quien lo radicaliza como un elemento no equivalente al de sociedad. El lazo
social es un concepto que hace estallar el Uno de la sociedad, pluralizando
aquello que nos fascina pensar como un todo,
es decir, haciendo aparecer el Uno social como algo ilusorio, lo cual no impide
que la sociedad tenga un porvenir a título de ilusión.
La lectura del malestar postmoderno (si es posible
otorgar aquí a este término un rasgo intercambiable, desajustado, disyuntivo, de adikia)
se clarifica a partir de esta idea del discurso como un lazo social basado en
la inconsistencia del lenguaje y no en lo social como un espacio igualitario
entre semejantes. En este sentido, el lazo social es transindividual, pero al
mismo tiempo se sostiene críticamente en un campo intersubjetivo, donde lo que
prevalecen son las articulaciones posibles de una red simbólica siempre fallida
que regula de diferentes maneras las relaciones sociales. Un lazo igualitario,
señala Lacan, conduciría inevitablemente a la guerra, y la guerra tal como
Freud la vivió y la pensó desde 1914 (cuando sus tres hijos fueron subsumidos
en ella), es la más clara manifestación de la pulsión de muerte en la
actualidad. La explosión de la pulsión de muerte durante la Primera Guerra
Mundial le enseña una profunda verdad sobre la imposibilidad de las relaciones
igualitarias: el descubrimiento de que el odio es inseparable del amor. Freud
instaló esta idea en el centro de su pensamiento sobre el malestar en la
cultura y esto mismo le reveló la estrecha relación que existe entre el avance
tecnológico y la autodestrucción paulatina del género humano. Así fue cuando
preguntó en una carta a Einstein de 1932 qué iba a hacer con su descubrimiento
de la materia y la energía, es decir, “el secreto de lo que mantiene todo
junto”, descubrimiento que sabemos fue la base de la bomba atómica. Einstein,
sabemos, no le respondió absolutamente nada.
A partir de las reflexiones sobre el malestar en la
cultura Freud pone en evidencia que la civilización moderna parece trabajar
para la destrucción de sus hablantes, lo cual hoy sigue siendo una
constatación. Freud promovió un cierto escepticismo con respecto a ese
“sentimiento oceánico” que le había manifestado su amigo Romain Rolland, donde
podría darse un acuerdo entre todos los seres, como una lengua que podría hacer
lazo. El psicoanalista que un día imaginó traer la peste a este continente
estaba más bien convencido de la profunda ambivalencia de los sentimientos
humanos. No hay amor sin odio, es su descarada verdad, y también su opuesto, no
hay odio sin amor. Esto explicaría los terribles desenlaces a los que han
llevado las innumerables “historias de dobles” que nos representan hasta hoy:
dobles que se disputan la misma tierra, el mismo petróleo, la misma isla, el
mismo oleaje costero, o más todavía, dobles que jalonean en torno al mismo
fetiche y la mutiplicidad de sus brillos. (Continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario