lunes, 4 de enero de 2016

Reseña

Los afectos

Una lectura entusiasta de la nueva novela de Rodrigo Hasbún, a la que críticos y escritores consideran una de las mejores obras literarias bolivianas del año recién pasado.


Adolfo Cáceres Romero

Lo sabía -podría decir que siempre lo sabía-, después de leer El lugar del cuerpo (2008) y sus cuentos de Los días más felices (2011), y también Syracuse, que está en Cuatro (2014); lo sabía, digo, seguro de que su autor llegaría a Los afectos (2015), novela donde su aliento creativo nos revela a un narrador único y fuerte, como aquellos que buscan la verdad estética en el mundo del arte, rasgando los velos de la realidad, inmersos en el lenguaje de sus modelos.
Hablo de Rodrigo Hasbún. ¿Quién más podría escribir así? Apenas empecé a leer esta su última novela, sentí que todo lo que decían de él los críticos más calificados no era nada exagerado. No era exagerado que lo consideraran uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español; tampoco que nos dijeran que apenas salió la primera edición de Los afectos, ya estaba siendo traducida a nueve idiomas. ¿A cuáles? No importa. Ya lo evidenciaremos; entre tanto, concretémonos a disfrutar lo que Hasbún nos ofrece.
¿Por qué Los afectos? Porque -para empezar- este título no es propiamente cabalístico; siendo corto y preciso, como todo lo que implica el desarrollo de su trama, tiene -tratándose de una novela corta- la síntesis de aquel sentimiento creativo que inflama el accionar de toda gran novela. No voy a reseñar tal accionar para justificarlo; tiene tantos elementos; para empezar, también es una novela de amor; sin embargo, lo que hace grande y único a su autor no está en lo que nos cuenta, sino en cómo lo hace.
Por ejemplo, el tema de las guerrillas o de los guerrilleros se ha hecho recurrente en una serie de cuentos y novelas. La mayoría de los autores lo maneja como testimonio de sus vivencias y, desde luego, es un tema de bastante éxito, como lo evidenciamos en las novelas de Amalia Decker, especialmente en Mamá cuéntame otra vez (2015); en cambio, Hasbún es un creador nato. No precisa haber vivido lo que nos refiere; simplemente observa lo que le ofrece la vida de los demás, analiza sus hechos y de ahí surgen sus personajes; además, su técnica y lenguaje son producto de un intenso trabajo; nunca adorna sus escenarios o el perfil de sus protagonistas. Tiene su forma de animarlos, ignorando todo artificio retórico.
Los doce capítulos de esta novela cobran un relieve particular en cada una de sus secuencias, divididos en dos partes. Mis preferidos -que los leo y releo- son dos: “Navidad”, que evoca el inolvidable diálogo de la narradora con su madre que le enseña a fumar. Ha quedado en mi memoria como la escena de la magdalena de Proust en Por el camino de Swann; luego “Monika y los otros”, es atinado y esclarecedor en la voz del propio autor.
¡Ah, Rodrigo! -exclamé- ¡Tenías que aparecer directamente ahí!, con un ¡Gracias!, por lo gratificantes que me resultaron ambos capítulos; así, emocionado, lo encontré espléndido en la forma cómo había invadido mi conciencia para permitirme apreciar la belleza de su prosa, arrancándome de la rutina con la que me había habituado a seguir la suerte de los héroes de algunas de mis lecturas obligadas, por mi trabajo en la literatura boliviana. “Reinhard”, el capítulo que sigue a “Navidad”, es clave, no por el cambio de relator, sino por la anticipación de un devenir que nos revela una nueva faceta de Monika, decisiva y gravitante en el desarrollo de la trama.
Luego en “En el jardín”, encontramos un complemento a “Navidad”. De algún modo, por su estilo, me recuerda los planos narrativos de Diario de un mal año (2014), novela de J. M. Coetzee, Premio Nobel de 2003. No puedo dejar de mencionar la delicadeza del estilo del autor cochabambino, que me recuerda al inmortal Tabucchi y su Los tres últimos días de Fernando Pessoa.
Rodrigo Hasbún tiene la peculiaridad de discurrir con innata naturalidad, aun cuando cambia de técnica, como en “Reinhard”, tanto de la primera como de la segunda parte, subyugándonos con la fuerza de su lenguaje; de ahí que lo implícito se hace explícito, especialmente al expresar el ánimo o sentimiento de sus personajes, con diálogos cortos, como recomienda Hemingway; siendo un creador omnisciente, nos los deja libres en la complejidad de sus vivencias. Claro que los hechos se dan -resultantes de un diseño meticuloso-, reflejando no sólo el temperamento de sus personajes, frente al medio donde actúan, sino también en las circunstancias históricas de su tiempo.
La llegada de Hans Ertl, a la cabeza de su familia, a la Bolivia de los 50 y 60, desde la Alemania de postguerra, nos abre un abanico de aventuras. Hans Ertl, siendo un notable fotógrafo en la Alemania nazi, abandona esta afición subyugado por el Paitití, la ciudad perdida de los incas.
Su búsqueda no le es fácil, no podía serlo en un territorio extraño, pero que el autor conoce muy bien, por cuanto lo encontramos en cada detalle de los expedicionarios que salieron de La Paz hasta Sorata; y de ahí, con 24 mulos que los aguardaban, siguen en una travesía en la que también estamos nosotros, sus lectores, trasponiendo la Cordillera Real, a 5.000 metros de altura, para descender e internarnos en la amazonia paceña, hasta Incapampa. ¿Qué pasa después? Es mejor que cada lector lo descubra.
¡Gracias, Rodrigo!, volví a exclamar al cerrar la tapa del libro. Hubiera querido que ésta su novela no acabara nunca, aunque desde luego me hubiera perdido el final con que la cierra. Sin embargo, ya sé lo que este autor puede hacer con las palabras. Estaré a la espera de lo que produzca.


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