Los afectos
Una lectura entusiasta de la nueva novela de Rodrigo Hasbún, a la que críticos y escritores consideran una de las mejores obras literarias bolivianas del año recién pasado.
Adolfo Cáceres Romero
Lo sabía -podría decir que siempre lo sabía-, después de
leer El lugar del cuerpo (2008) y sus
cuentos de Los días más felices
(2011), y también Syracuse, que está
en Cuatro (2014); lo sabía, digo, seguro
de que su autor llegaría a Los afectos
(2015), novela donde su aliento creativo nos revela a un narrador único y
fuerte, como aquellos que buscan la verdad estética en el mundo del arte,
rasgando los velos de la realidad, inmersos en el lenguaje de sus modelos.
Hablo de Rodrigo Hasbún. ¿Quién más podría escribir así?
Apenas empecé a leer esta su última novela, sentí que todo lo que decían de él
los críticos más calificados no era nada exagerado. No era exagerado que lo
consideraran uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español; tampoco que
nos dijeran que apenas salió la primera edición de Los afectos, ya estaba siendo traducida a nueve idiomas. ¿A cuáles?
No importa. Ya lo evidenciaremos; entre tanto, concretémonos a disfrutar lo que
Hasbún nos ofrece.
¿Por qué Los afectos?
Porque -para empezar- este título no es propiamente cabalístico; siendo corto y
preciso, como todo lo que implica el desarrollo de su trama, tiene -tratándose
de una novela corta- la síntesis de aquel sentimiento creativo que inflama el
accionar de toda gran novela. No voy a reseñar tal accionar para justificarlo;
tiene tantos elementos; para empezar, también es una novela de amor; sin
embargo, lo que hace grande y único a su autor no está en lo que nos cuenta,
sino en cómo lo hace.
Por ejemplo, el tema de las guerrillas o de los guerrilleros
se ha hecho recurrente en una serie de cuentos y novelas. La mayoría de los
autores lo maneja como testimonio de sus vivencias y, desde luego, es un tema
de bastante éxito, como lo evidenciamos en las novelas de Amalia Decker,
especialmente en Mamá cuéntame otra vez
(2015); en cambio, Hasbún es un creador nato. No precisa haber vivido lo que
nos refiere; simplemente observa lo que le ofrece la vida de los demás, analiza
sus hechos y de ahí surgen sus personajes; además, su técnica y lenguaje son
producto de un intenso trabajo; nunca adorna sus escenarios o el perfil de sus
protagonistas. Tiene su forma de animarlos, ignorando todo artificio retórico.
Los doce capítulos de esta novela cobran un relieve
particular en cada una de sus secuencias, divididos en dos partes. Mis
preferidos -que los leo y releo- son dos: “Navidad”, que evoca el inolvidable
diálogo de la narradora con su madre que le enseña a fumar. Ha quedado en mi
memoria como la escena de la magdalena de Proust en Por el camino de Swann; luego “Monika y los otros”, es atinado y
esclarecedor en la voz del propio autor.
¡Ah, Rodrigo! -exclamé- ¡Tenías que aparecer directamente
ahí!, con un ¡Gracias!, por lo gratificantes que me resultaron ambos capítulos;
así, emocionado, lo encontré espléndido en la forma cómo había invadido mi
conciencia para permitirme apreciar la belleza de su prosa, arrancándome de la
rutina con la que me había habituado a seguir la suerte de los héroes de
algunas de mis lecturas obligadas, por mi trabajo en la literatura boliviana.
“Reinhard”, el capítulo que sigue a “Navidad”, es clave, no por el cambio de
relator, sino por la anticipación de un devenir que nos revela una nueva faceta
de Monika, decisiva y gravitante en el desarrollo de la trama.
Luego en “En el jardín”, encontramos un complemento a
“Navidad”. De algún modo, por su estilo, me recuerda los planos narrativos de Diario de un mal año (2014), novela de
J. M. Coetzee, Premio Nobel de 2003. No puedo dejar de mencionar la delicadeza
del estilo del autor cochabambino, que me recuerda al inmortal Tabucchi y su Los tres últimos días de Fernando Pessoa.
Rodrigo Hasbún tiene la peculiaridad de discurrir con innata
naturalidad, aun cuando cambia de técnica, como en “Reinhard”, tanto de la
primera como de la segunda parte, subyugándonos con la fuerza de su lenguaje;
de ahí que lo implícito se hace explícito, especialmente al expresar el ánimo o
sentimiento de sus personajes, con diálogos cortos, como recomienda Hemingway;
siendo un creador omnisciente, nos los deja libres en la complejidad de sus
vivencias. Claro que los hechos se dan -resultantes de un diseño meticuloso-,
reflejando no sólo el temperamento de sus personajes, frente al medio donde
actúan, sino también en las circunstancias históricas de su tiempo.
La llegada de Hans Ertl, a la cabeza de su familia, a la
Bolivia de los 50 y 60, desde la Alemania de postguerra, nos abre un abanico de
aventuras. Hans Ertl, siendo un notable fotógrafo en la Alemania nazi, abandona
esta afición subyugado por el Paitití, la ciudad perdida de los incas.
Su búsqueda no le es fácil, no podía serlo en un territorio
extraño, pero que el autor conoce muy bien, por cuanto lo encontramos en cada
detalle de los expedicionarios que salieron de La Paz hasta Sorata; y de ahí,
con 24 mulos que los aguardaban, siguen en una travesía en la que también
estamos nosotros, sus lectores, trasponiendo la Cordillera Real, a 5.000 metros
de altura, para descender e internarnos en la amazonia paceña, hasta Incapampa.
¿Qué pasa después? Es mejor que cada lector lo descubra.
¡Gracias, Rodrigo!, volví a exclamar al cerrar la tapa del
libro. Hubiera querido que ésta su novela no acabara nunca, aunque desde luego
me hubiera perdido el final con que la cierra. Sin embargo, ya sé lo que este
autor puede hacer con las palabras. Estaré a la espera de lo que produzca.
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