En este lugar florecen dalias
Poética del exilio, del dolor y la memoria. Exiliados de ayer escriben sobre exilios de hoy.
Carlos
Decker-Molina
La
guerra “inspira a los tiranos a decir largos discursos, a condecorar generales,
a desarrollar la industria de la protesta, pero la guerra inspira también a los
poetas”.
Con
las palabras de Dunya Mikhail, una escritora iraquí, comienzo esta nota que será una recopilación
de fragmentos poéticos sobre el exilio.
El
exilio es el fruto del árbol podrido de la dictadura o de la guerra. La Bolivia
de los dictadores mandó decenas de miles al exilio. Hoy es una palabra ajena al
vocabulario político, pero no está mal recordar la historia, la de los huidos y
perseguidos, quizá el hecho tonifique el corazón de la democracia.
Esta
vez los refugiados, los exiliados, los huidos son fruto de una guerra
fragmentadora no solo de territorios sino de almas y de cuerpos. No solo son
musulmanes, hay cristianos y ateos. Tampoco son solo árabes, asirios, baluches
o kurdos. Son también iraquíes, sirios, libios, afganos y de no-se-dónde.
Algunos
llegaron solo con sus pies porque sus corazones quedaron sepultados en la tumba
de sus padres. Ataúdes vacíos en los que enterraron una hipótesis.
Los
más recalaron en Alemania y Suecia. Algunos países se taparon los ojos, los
oídos y la boca para no recibir extraños. Son países de políticos con corazón
de alambre y cara de muros de cemento. Arañas que tejen su propia trampa.
Primero
la huida, después el exilio, luego “un rio seco, ¿acaso tendrá alguna orilla?”
(Abei’er).
Han
pasado 40 años de mi última huida, la mía, la personal. Y, aún no olvido la voz
del primer borracho de libertad al que escuché cantar unas coplas en el bar de
un puerto de donde siempre se partía: “Soy gajo de árbol caído / que no sé
dónde cayó. / ¿Dónde estarán mis raíces?/ ¿De qué árbol soy rama yo?”.
“El
árabe es un idioma que gusta de largas frases, de largas guerras, de largos
cánticos, de largas noches, lágrimas caídas por el tiempo perdido que pretenden
vida eterna, en la muerte eterna” (Dunya Mikhail)
“La
huida me transformó en un extraño, creo que es un regalo de la vida” (Masoud
Vatankhah)
“Hay
relatos que te pueden matar” (Chris Abani)
“Justo
el momento en que el TNT se transforma en gas puedo escuchar con nitidez mí
propio silencio, es una mezcla de lluvia y recuerdos” (Ghayath Almadhoun)
Cuando
repaso estos textos escritos hace un par de meses, guardados no sé para qué,
surge el problema de mi propia letra, a veces no puedo descifrarla, entonces
convoco a mis amigos árabes para volver a la fuente y traducir al sueco y luego
al español. Es un proceso de palabras. Taleb
y Heba me dicen: “las palabras son nuestro único bien”.
“Estamos
en un sitio en el que no poseemos nada, no somos dueños ni siquiera de nosotros
mismos”. (Dima Wannous)
Pasó
la navidad, comenzó el año nuevo. El viento invernal sigue levantando uno que
otro papel de regalo arrancado de algún basurero público.
“Tiene
una barba tan larga como la guerra / un traje rojo igual a la historia. / Me
pide un deseo con la promesa de la realidad/ Porque eres una chica buena, me
dice / te mereces un juguete. / Cuando advierte mi duda, susurra: / No te inquietes
mi niña / soy el viejecito que regala cosas bellas a los niños buenos/ ¿No me has
visto antes? / Le respondo: el viejecito que conozco estaba vestido con
uniforme militar / Regalaba a cada niño huérfano/ sables ensangrentados/prótesis
/ y retratos de sus padres muertos/”. (Dunya Mikhail)
La
niña refugiada va a la escuela, es su primer día, la acompañan sus padres y un
traductor. La maestra sale al patio a recibirla, la abraza y la da la
bienvenida en un idioma extraño, pero Yazmin sigue risueña, está feliz de
asistir a la escuela, no importa que aún no entienda el sueco, hace un año y
medio que no va a la escuela.
La
reciben curiosos sus compañeros de aula, ella levanta la cabeza y dice algo.
Todos quedan en silencio, nadie entiende nada, hasta que el traductor,
lentamente busca las palabras adecuadas y pregunta: “¿En este lugar florecen
las dalias?”.
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