lunes, 18 de enero de 2016

La palabra teleférica

Los senderos del 2016

Una profunda y diferente reflexión existencialista; qué mejor en esta época de recomenzares.



Juan Pablo Piñeiro

El mundo de por sí es infinito, el universo no se queda atrás y ni qué decir de las galaxias. Por eso no sorprende que solamente haya un ganador en la carrera previa a nuestra concepción. El resto de los espermatozoides seguramente se instalan en otros lugares del universo, en los confines más lejanos. Hay campo.
Váyase a saber cómo es que llegan allá o cómo logran mantener intacta esa chispa que jalan desde no sé dónde para correr y fecundar, para crear el cuerpo, la persona y el rostro de aquel ser que transmite desde algún punto del firmamento. No se sabe cómo estas vidas fallidas llegan de pronto a lugares tan lejanos. Como si los tragara un agujero negro. Sacando cuentas, cada uno de nosotros representa a millones de seres increados, ¿pero en qué se transforma lo que no pudo ser? ¿Dónde habita? ¿De qué está hecho?
Me es fácil imaginar lo que me puedo hacer decir por hacer estas preguntas. ¿A quién le puede interesar semejantes cosas? La mayoría, y me incluyo, está en otra. Anda encima de la serpiente. Una serpiente que a pesar de que se come su propia cola, lo cuál está bien, no es ninguna serpiente. Es una imitación burda. Como esas flácidas víboras de goma que utilizan los bromistas. Y nosotros ya ni siquiera caminamos la serpiente, nos dejamos arrastrar como si fuera una escalera mecánica. Y al final toda esa alquimia propia del mundo termina sepultada en el cuerpo que la valida, que es la prueba viviente de su milagro. Y el milagro termina convertido en la desabrida rutina de hacer fila como un idiota para ser atendido en un banco, sin ganas de sonreír. La cartografía que hacemos de nuestro propio futuro se ha vuelto tan pueril, que en verdad no tiene nada que ver con nosotros. Y mientras tanto el tiempo pasa, como pasan las vacas en fila al matadero.
Sin embargo, la importancia de saber a dónde va todo eso que dejamos tras nuestro y en qué se convierte radica en el hecho de que seguramente allá iremos a parar. Quizás al nacer o al morir simplemente cambiamos de dimensión, de tiempo o de sistema. Quizás los famosos agujeros negros no sean otra cosa que aquello que llamamos vientre o tumba. Puertas por las que transitamos al infinito con la intención de que cada uno viva todas las vidas que existen.
Son muchas cosas las que se pueden intuir del universo, sobre todo la idea de que todo existe, y aun así no podemos tener una sola certeza. Quizás esa sea su verdadera esencia. Por eso seguramente místicos de la talla de San Juan de la Cruz, hablan del “no entender entendiendo”. Seguramente esa es la mejor manera de acercarse a la infinitud.
Aun con todo esto, la cosa es más compleja si uno piensa en el otro. Simplemente porque es imposible sentir como el otro. Nunca sabremos con exactitud si cada uno de nosotros le dice verde al mismo color, o redondo a la misma forma. Es imposible sentir lo que siente el que está a nuestro lado. Incluso si apelamos a la mera objetividad, aquella que promulgan los científicos para determinar el mundo, solo podemos estar seguros de nuestra existencia, quién sabe si los demás tan solo son una poderosa prolongación de nuestra imaginación.
Y la cosa es aún más complicada cuando uno descubre que ese otro puede ser uno mismo. Cada día, por más de que tengamos una rutina de hierro, se despierta en nuestro cuerpo una persona totalmente distinta a la que se ha acostado la noche anterior. Es imposible que sintamos las mismas cosas que sentíamos hace una semana, hace un mes o hace muchos años. Y seguramente aquella persona en la que nos convertiremos también sentirá de una manera distinta. Entonces, ¿por qué tenemos que cargar con las ideas y la identidad de una persona que nunca será igual a nosotros? ¿Somos nosotros?
El mundo es infinito de por sí y a eso se suma que cada ser mira un mundo distinto. Un mundo que se configura con la mirada, con las ideas, con las sensaciones de cada quien. Lo único que se puede confirmar es que la realidad muta cuando alguien la mira hasta convertirse en un espejo. Quizás eso nos permite sobrevivir el enigma, sino sería insoportable. Lo único que podemos sacar en limpio es que cada manera de mirar labra un infinito distinto en la piel de las cosas. Por lo menos así parece.
En lo que a mí respecta, creo que si el infinito tiene género, seguramente es femenino. Así como el mundo puede tener la silueta de una mujer embarazada. El límite de su vientre es la atmósfera y más allá todo es oscuro. Quizás aquí nos estamos gestando. Quizás para dar a la luz, esta madre necesita transformar todo. Quizás la sensación previa al nacer se parezca a la de estar en este mundo. En el vientre de esta madre que es una tumba.
Por eso yo me quedo con la poesía. La poesía que ilumina sin pesadez lo que excede al lenguaje. La poesía que con la fuerza de su humildad supera a la filosofía. Y me vienen a la mente los versos de un gran poeta peruano, José Watanabe: “No se puede amar lo que tan rápido fuga / Ama rápido, me dijo el sol. // Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino/ a cumplir con la vida: / Yo soy el guardián del hielo”.
El guardián del hielo en el perverso reino del sol. Y de pronto retorno de las lejanas galaxias a mi sitio en la fila del banco. Es mi turno. Soy otro y descubro que el que fui hace media hora estaba leyendo, para matar el tiempo, una gran noticia en el periódico: Senderos, el libro inédito de poesía de Jesús Urzagasti saldrá este mes con La Mariposa Mundial. Y vuelvo a leer el pequeño fragmento que han publicado: “El hombre inventó el puente / para cruzar de una orilla a otra / eso es evidente y se lo ve todos los días. // En cambio no está claro por qué alguien / se apoya en la baranda y mira pasar las aguas rumbo al mar”.
Y entonces entrego mi ficha al cajero. Por fin me toca a mí. Pregunto por un pago. No ha llegado. No importa. finalmente el que estuvo esperando no era yo. Yo que no tengo certezas y por lo tanto no soy el guardián de nada.


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