lunes, 18 de enero de 2016

Lector al sol

Vida en Marte


Pocas cosas trascendieron tanto en el imaginario colectivo como la inextricable certeza -¿o incertidumbre?- marciana.



Sebastián Antezana 

Al ser una de las estrellas guías de nuestra cultura, Marte -ese desértico hermano gemelo, ese planeta que no es estrella pero cuya luz es históricamente visible en el imaginario universal- ha guiado muchos de nuestros comportamientos y manifestaciones.
Es imposible imaginar una historia moderna de las ciencias y de las artes en que no intervenga de forma decisiva ese punto rojizo al que, en los hechos, recién empezamos a conocer -aunque lo venimos imaginando ya hace siglos.
Solo el cine, por dar un ejemplo reciente de nuestra afición por Marte, está plagado de instancias de viajes, exitosos o frustrados, épicos y subrepticios, a su superficie. Desde el clásico danés de 1918 Himmelskibet, Excelsior / A Trip To Mars, que prácticamente inauguró el subgénero de la ópera espacial, hasta el  muy contemporáneo The Martian que, protagonizado por Matt Damon, se constituye en una visión cercana a la comedia de la ciencia ficción, el cine ha estado obsesionado por apuntar sus lentes en dirección a ese lejano planeta cercano y -junto a la televisión- ha constituido un código audiovisual, un complejo sistema de signos y referencias, que ha hecho que -sin conocerlo- lo conozcamos. 
No es el único medio, claro. El ensayo y la narrativa se han ocupado del espacio en general y de nuestros planetas y estrellas vecinas en particular desde mucho antes de reconocerse como literatura. Ya a principios de 1700 el místico sueco Emanuel Swedenborg, en medio de su semidelirante / semideslumbrante ordenamiento de la vida después de la muerte, lanzaba algunas hipótesis sobre contactos marcianos. 
Algo después, a fines de 1800, H.G. Wells anunciaba un ataque marciano a Londres en su afamada Guerra de los mundos (valga recordar que una de sus adaptaciones radiales, narrada y dirigida por Orson Welles en 1938 en forma de un boletín noticioso, condujo a un pánico generalizado ya que muchos de los oyentes del programa creyeron que la invasión marciana era real).
Y luego, como se sabe, la avalancha, nuestro gran éxodo interplanetario. El siglo XX es hasta el momento el apogeo de nuestra obsesión por el espacio exterior y por Marte. No solo muy numerosas películas, obras teatrales, novelas, cuentos, programas de televisión y cómics se ocuparon en esos años de visitarlo -y de proponer, desde la ficción, distintas versiones de él, desde el clásico cliché de los hombrecitos verdes hasta visiones más realistas que toman en cuenta sus características concretas-, sino que significaron también el inicio de su exploración real y un sistemático progreso tecnológico que hace cada vez más cercano el proyecto de viajes tripulados.
Marte, así, al principio sinónimo del espacio exterior, parece poco a poco convertirse en espacio interior. Pero Marte no es solo el planeta del progreso y el desarrollo tecnológico. No es solo el páramo salvaje de nuestras primeras historias, uno de los destinos frecuentes de la astrología ni una alegoría del contacto del Yo con ese absolutamente Otro que es el alienígena teórico. Es también, y quizás sobre todo -por su cercanía y su irremediable silencio, por su hasta hoy desoladora carencia de vida-, un hito melancólico, el planeta del vacío y la desesperanza.
Así, es el planeta de El hombre que perdió el mar, hermoso y breve cuento de Theodore Sturgeon -uno de los maestros secretos de la ambientación narrativa y los mapas poco transitados de la ciencia ficción- en el que un niño que juega con un helicóptero de juguete se encuentra en una playa desierta con un hombre enfermo, solo para después revelarse que el hombre y el niño son la misma persona -un astronauta herido-, que el helicóptero de juguete es una nave espacial que acaba de chocar, y que ese planeta -la playa abandonada- es en realidad Marte, el desierto implacable en el que el astronauta se dispone a morir.
Es también el planeta del Doctor Manhattan, personaje de Watchmen, la novela gráfica seminal de Alan Moore y Dave Gibbons, quien tras una mutación radical en la que gana muchas aptitudes y pierde su humanidad decide exiliarse en Marte, ese laberinto perfecto, y construir allí un mundo cristalizado y armónico modelado como un mecanismo de relojería, un artefacto asombroso e infinitamente complejo en el que la única ausencia -espejo de la misma ausencia en que está inmerso- es la de vida.
Es también, y finalmente -es difícil terminar esta nota sin mencionarlo-, el planeta de David Bowie, el viajero muerto hace pocos días, que en 1969 empezó su trayecto con esa Space Oddity -canción seguramente influenciada por el programa espacial de Estados Unidos y la película 2001: Odisea en el espacio, de Kubrick- en la que el famoso astronauta mayor Tom se pierde en el espacio.
A lo largo de sus décadas de carrera, Bowie revisitó al mismo personaje algunas veces, incluso hasta el final. En el video de Blackstar, canción de su último disco homónimo, publicado este 8 de enero, Bowie propone una imagen final a manera de epitafio y testamento: un astronauta muerto -¿el mismo mayor Tom?, ¿el mismo Bowie?- cuyo cráneo fantasmal es acunado y transportado a través de un planeta desconocido.
Pero hay más. Marte fue también el melancólico planeta de Bowie, quien lo dotó de una extraña fuerza en una de sus más hermosas canciones, Life on Mars? (1971), que en el coro se pregunta eso que tanto y de tantas maneras nos hemos estado preguntando hace tantos años: ¿existe vida en Marte?
Porque la respuesta a esa pregunta, fundamental para tratar de explicarnos y entendernos, cuando suceda, cuando llegue, eliminará todas las otras respuestas y planteará una serie de preguntas radicales que deberemos contestar mediante una nueva generación de adelantos científicos, formas políticas, modelos económicos y representaciones artísticas, películas, novelas y canciones.

No es un asunto menor, el de la vida en marte. Tiene que ver con cómo nos vemos, cómo nos imaginamos.

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