Vida en Marte
Pocas cosas trascendieron tanto en el imaginario colectivo como la inextricable certeza -¿o incertidumbre?- marciana.
Sebastián
Antezana
Al
ser una de las estrellas guías de nuestra cultura, Marte -ese desértico hermano
gemelo, ese planeta que no es estrella pero cuya luz es históricamente visible
en el imaginario universal- ha guiado muchos de nuestros comportamientos y
manifestaciones.
Es
imposible imaginar una historia moderna de las ciencias y de las artes en que
no intervenga de forma decisiva ese punto rojizo al que, en los hechos, recién
empezamos a conocer -aunque lo venimos imaginando ya hace siglos.
Solo
el cine, por dar un ejemplo reciente de nuestra afición por Marte, está plagado
de instancias de viajes, exitosos o frustrados, épicos y subrepticios, a su
superficie. Desde el clásico danés de 1918 Himmelskibet,
Excelsior / A Trip To Mars, que prácticamente inauguró el subgénero de la
ópera espacial, hasta el muy
contemporáneo The Martian que,
protagonizado por Matt Damon, se constituye en una visión cercana a la comedia
de la ciencia ficción, el cine ha estado obsesionado por apuntar sus lentes en
dirección a ese lejano planeta cercano y -junto a la televisión- ha constituido
un código audiovisual, un complejo sistema de signos y referencias, que ha
hecho que -sin conocerlo- lo conozcamos.
No
es el único medio, claro. El ensayo y la narrativa se han ocupado del espacio
en general y de nuestros planetas y estrellas vecinas en particular desde mucho
antes de reconocerse como literatura. Ya a principios de 1700 el místico sueco
Emanuel Swedenborg, en medio de su semidelirante / semideslumbrante
ordenamiento de la vida después de la muerte, lanzaba algunas hipótesis sobre
contactos marcianos.
Algo
después, a fines de 1800, H.G. Wells anunciaba un ataque marciano a Londres en
su afamada Guerra de los mundos
(valga recordar que una de sus adaptaciones radiales, narrada y dirigida por
Orson Welles en 1938 en forma de un boletín noticioso, condujo a un pánico
generalizado ya que muchos de los oyentes del programa creyeron que la invasión
marciana era real).
Y
luego, como se sabe, la avalancha, nuestro gran éxodo interplanetario. El siglo
XX es hasta el momento el apogeo de nuestra obsesión por el espacio exterior y
por Marte. No solo muy numerosas películas, obras teatrales, novelas, cuentos,
programas de televisión y cómics se ocuparon en esos años de visitarlo -y de
proponer, desde la ficción, distintas versiones de él, desde el clásico cliché
de los hombrecitos verdes hasta visiones más realistas que toman en cuenta sus
características concretas-, sino que significaron también el inicio de su
exploración real y un sistemático progreso tecnológico que hace cada vez más
cercano el proyecto de viajes tripulados.
Marte,
así, al principio sinónimo del espacio exterior, parece poco a poco convertirse
en espacio interior. Pero Marte no es solo el planeta del progreso y el desarrollo
tecnológico. No es solo el páramo salvaje de nuestras primeras historias, uno
de los destinos frecuentes de la astrología ni una alegoría del contacto del Yo
con ese absolutamente Otro que es el alienígena teórico. Es también, y quizás
sobre todo -por su cercanía y su irremediable silencio, por su hasta hoy desoladora
carencia de vida-, un hito melancólico, el planeta del vacío y la desesperanza.
Así,
es el planeta de El hombre que perdió el
mar, hermoso y breve cuento de Theodore Sturgeon -uno de los maestros
secretos de la ambientación narrativa y los mapas poco transitados de la
ciencia ficción- en el que un niño que juega con un helicóptero de juguete se
encuentra en una playa desierta con un hombre enfermo, solo para después
revelarse que el hombre y el niño son la misma persona -un astronauta herido-,
que el helicóptero de juguete es una nave espacial que acaba de chocar, y que
ese planeta -la playa abandonada- es en realidad Marte, el desierto implacable
en el que el astronauta se dispone a morir.
Es
también el planeta del Doctor Manhattan, personaje de Watchmen, la novela gráfica seminal de Alan Moore y Dave Gibbons,
quien tras una mutación radical en la que gana muchas aptitudes y pierde su
humanidad decide exiliarse en Marte, ese laberinto perfecto, y construir allí
un mundo cristalizado y armónico modelado como un mecanismo de relojería, un
artefacto asombroso e infinitamente complejo en el que la única ausencia -espejo
de la misma ausencia en que está inmerso- es la de vida.
Es
también, y finalmente -es difícil terminar esta nota sin mencionarlo-, el
planeta de David Bowie, el viajero muerto hace pocos días, que en 1969 empezó
su trayecto con esa Space Oddity -canción
seguramente influenciada por el programa espacial de Estados Unidos y la
película 2001: Odisea en el espacio,
de Kubrick- en la que el famoso astronauta mayor Tom se pierde en el espacio.
A
lo largo de sus décadas de carrera, Bowie revisitó al mismo personaje algunas
veces, incluso hasta el final. En el video de Blackstar, canción de su último disco homónimo, publicado este 8 de
enero, Bowie propone una imagen final a manera de epitafio y testamento: un
astronauta muerto -¿el mismo mayor Tom?, ¿el mismo Bowie?- cuyo cráneo fantasmal
es acunado y transportado a través de un planeta desconocido.
Pero
hay más. Marte fue también el melancólico planeta de Bowie, quien lo dotó de
una extraña fuerza en una de sus más hermosas canciones, Life on Mars? (1971), que en el coro se pregunta eso que tanto y de
tantas maneras nos hemos estado preguntando hace tantos años: ¿existe vida en
Marte?
Porque
la respuesta a esa pregunta, fundamental para tratar de explicarnos y
entendernos, cuando suceda, cuando llegue, eliminará todas las otras respuestas
y planteará una serie de preguntas radicales que deberemos contestar mediante
una nueva generación de adelantos científicos, formas políticas, modelos
económicos y representaciones artísticas, películas, novelas y canciones.
No
es un asunto menor, el de la vida en marte. Tiene que ver con cómo nos vemos,
cómo nos imaginamos.
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