Otero Reiche, desde allá
Comentario de la más reciente entrega de la colección La crítica y el poeta, la dedicada a Raúl Otero Reiche.
Gabriel Chávez Casazola
Después de abordar a los
cuatro tótems de la poesía boliviana (Jaimes Freyre, Tamayo, Cerruto, Saenz) y a
otros dos autores cuya voz no cesa de destilar influjos (Camargo, Wiethüchter),
el equipo -ahora remozado- que escribe en coautoría la colección La crítica y el poeta, vuelca su mirada
a algunos poetas a quienes la tradición de sus regiones ha instituido como iconos
culturales.
Así lo explica Mónica
Velásquez en el prólogo de La crítica y
el poeta: Raúl Otero Reiche (Plural, 2015), dedicado a este escritor
cruceño, quien junto a la cochabambina Adela Zamudio y al tarijeño Octavio Campero Echazú, conforma una tríada
que inquieta y provoca diversos interrogantes en los coautores, que pueden
resumirse en el siguiente: “¿es, necesariamente, un hito cultural equivalente a
uno poético?”.
Marcar aquí el lugar de
origen de cada uno de estos poetas no es ocioso, pues se trata de una cuestión
que subyace al nuevo ejercicio de La
crítica y el poeta. Sus coautores -docentes y estudiantes de la Carrera de
Literatura de la UMSA de La Paz- saben, dicho en la voz de Velásquez, que este
centro de estudios es el único de su tipo en el país, que “viene estableciendo (…)
canon”, y que “hace tiempo se nos viene reclamando una mirada más incluyente de
escrituras no necesariamente ajustadas a criterios que la academia estableció a
lo largo del desarrollo de su tradición”.
Yo lo diría así: hace tiempo
se espera de esta carrera una mirada más centrífuga y menos centrípeta, que se
interese por lo que se escribe en todo el país y que también pueda realizar esa
aproximación sin encasillarse en criterios de valor preestablecidos. Y eso es
lo que notoriamente ha buscado hacer cada uno de los coautores de este volumen,
consiguiéndolo en mayor o menor medida: salir de los lugares instalados del
análisis de (una parte de) la tradición poética boliviana e intentar leer a
Otero Reiche con y desde otras perspectivas, lo cual no supone falta de rigor poético
o académico sino un saludable “cambiar de prisma; de manera que, a la hora de
leer una obra establecida como icono, podamos indagar en ella qué de poético la
habita”.
Intuyo que no faltarán
quienes vean aquí un acto de concesión por razones extraliterarias o, en la otra
orilla, un acto de arrogancia (al cabo, ¿quién y desde dónde decide si y cuánto
valor poético tiene una obra?). Por mi
parte, encuentro una genuina apertura y una lectura honesta, que además debería
dar pie a nuevos acercamientos a un autor a quien se ha estudiado muy poco, para
empezar en la propia Santa Cruz, y que merecería una bien escarmenada antología
crítica de su producción.
Siete son los ensayos que
integran este libro, todos de autoría individual aunque es posible reconocer
lecturas cruzadas, como es característico en esta colección pensada en equipo.
Los tres primeros, escritos
por Mary Carmen Molina, Jorge Estévez y Juan Pablo Vargas, se enfocan sobre
todo en América y otros poemas. Lo
primero que sorprende es su elección de este título, donde no se encuentra al
Otero más icónico, al que hace parte de la cultura popular o de la memoria
colectiva cruceña y que, en esa medida, pervive.
Escrita en tono épico y más
cerca del cuidado formal que de la emoción expresiva, con una intención
histórica y quizás ideológica que no ha podido vencer al tiempo, esta obra -me atrevo a conjeturar- difícilmente
hubiera sido escogida como objeto central de análisis por un lector de Otero
desde el oriente (es decir, desde el aquí
donde escribo estas líneas).
Por eso mismo, se trata de
una elección decidora, que nos anuncia dos marcas de esta entrega de La crítica y el poeta: la (obvia) mirada
académica y el lugar desde el que esa mirada se ejercita: una atalaya que ve al aquí oriental como un allá (para
decirlo empleando la categoría barthesiana que Jorge Estévez aplica en su
ensayo a la “realidad ficcional” que, según propone, construyó Otero en América).
Se trata, en efecto, de una
mirada desde la montaña hacia el “monumento de la selva”, a ese “otro país”
nombrado por Mary Carmen Molina en su texto, donde además de América trabaja sobre poemas de Fundación de la llanura, con un abordaje
que procura comprender de qué manera la poética de Otero Reiche es fundacional
del imaginario amazónico, esto es, cómo configura a la selva y construye “un
imaginario específico” de ella y de la ciudad amazónica.
Esa que, “en sus ficciones
es tan selva como ciudad y, en la realidad, tan círculo como planicie”, según
anota Juan Pablo Vargas en su texto donde, tras dejar sentadas algunas
preguntas incómodas sobre el poeta y sus lectores (o no lectores), descerraja América con una exégesis propia, que podríamos
discutir, pero que siento afortunada cuanto más se acerca a la otra selva de
Otero, la que sí está viva, la de su Canto;
allí Monserrat Fernández se
adentra en un ejercicio valioso de contemplación y descubrimiento de los signos
de la selva (la frondosidad, la verticalidad, el amontonamiento, lo afiebrado,
lo laberíntico), leídos a través del prisma de la poética oteriana.
Susane Centellas, a su turno,
indaga en lo femenino en la poesía de Otero rastreando algunas categorías
arquetípicas; mientras Mónica Velásquez -además de escribir un prólogo que
aguijonea varias reflexiones, algunas ya apuntadas- rastrea, en el ensayo más
rico del libro, “qué de inicial” hay en la escritura de Otero “para ser todavía
reconocida por sus continuadores o receptores”, “qué de singular la marcó hasta
devenir un hito cultural” y si su autor puede ser considerado un referente
nacional.
Con esta mira, pasa revista
a las valoraciones -más bien coincidentes- hechas por Nicomedes Suárez, Eduardo
Mitre, Pedro Shimose, y Julio de la Vega sobre esta poética, considerada “un
parteaguas en la tradición literaria oriental”, para desarrollar luego su
propia aproximación, siguiendo las marcas de la historia y la geografía en el
desarrollo de la obra del autor cruceño.
Para cerrar, el crítico invitado,
Juan Murillo, paceño residente en Santa Cruz, dialoga con el Otero más próximo:
el de las canciones orientales, el trasnochador,
al que tal vez podrían haberse expuesto más los otros coautores. Y esto porque escuchando
algunos de los taquiraris con letra del poeta, en esas noches profundas, trópico
adentro, cuando nos sentimos perdidos y hallados en el vientre del monte, es donde
Otero se nos ofrece mejor y nos revela de
qué música ignota / se hace después un río. Me ha sucedido. Todo es
cuestión de ponerse a la luz adecuada. En este caso, la de los curucusíes.
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