lunes, 18 de enero de 2016

ALTIplaneando

El grado alcohólico de la escritura


¿Cuánto y cómo influye el gusto por las bebidas espirituosas en la literatura? ¿Influye en la obra de los escritores bebedores, o solo en ellos? ¿Cuánto importa en realidad esto?



Edwin Guzmán Ortiz

¡Cuánto habrá bogado la nave literaria por mares de alcohol! Desde la máquina de escribir centineleada por la botella de trago, la interminable tertulia en bares consuetudinarios o la escritura macerada que implosiona los sentidos corporales y textuales, hay una larga y procelosa historia.
Complicidad subversiva la de la literatura y el alcohol. En muchas obras constituye un verdadero personaje, o en su caso se despliega como una atmósfera que tiñe la historia de un efecto embriagante. Por supuesto que una cosa es la bebida en la vida de los escritores, otra la temática de las obras embebidas en alcohol, y acaso una más: la identidad de una escritura amasada entre los fastos del aguardiente. Aquí, se hilará este triple escenario indistintamente, ¡salud!
La literatura testimonia la vida de la sociedad. La bebida es parte -satanizada o no- de las relaciones sociales, ya en las esferas del poder, la vida cotidiana, en los márgenes, la fiesta, los grandes acontecimientos en fin, tiene demasiado que ver con el espíritu humano, individual y colectivo. Los bebedores y el alcohol forman parte de esa condición disruptiva que hace a la naturaleza humana.
El alcohol comunica o aísla, alegra, acompaña o ahoga las penas, enciende la fiesta, da calidez al velorio o resucita al difunto en Todos Santos. Anuda a los amantes, los enfrenta o los separa, su aspersión en el ritual abre las puertas al horizonte del deseo, también convoca a la locura y la muerte. Manso y concupiscente, venial y mortal, el alcohol es y está.
La vida de no pocos poetas y escritores ha estado fuertemente ligada al alcohol como inductor creativo, fuente de inspiración, o como fatalidad desde una alcoholatría que ha terminado ahogando a no pocos.
Se da el caso de escritores que han adquirido gran fama por borrachos más que por el peso específico de su obra. Pienso en el norteamericano Charles Bukowsi, o de otros bebedores oceánicos, que han forjado su obra a través de una pulsión frenética por el exceso; pienso en Dylan Tomas quién remató sus días después de 18 shots de whisky; o el inglés Malcolm Lowry, que mueve las coordenadas del mundo y de lo real en su famosa novela Bajo el volcán llegando a confesar, con una mano escribo y con la otra me sostengo.

¿Y por casa?
Los escritores bolivianos no han sido ajenos a este hado. Parte de la literatura boliviana ha corrido paralela a evidentes ríos de alcohol, hecho parcialmente velado ya que el establishment  institucional y literario no ve con buenos ojos que una actividad “tan noble” como las letras pueda andar por ahí, con el tufo a cuestas. En cambio, el poeta norteamericano underground, William Burroughs, declaró públicamente que en Estado Unidos, el alcohol es la droga nacional. 
En general, dos actitudes frente al alcohol se perciben en la literatura boliviana, una de extroversión y fiesta, otra de introspección y aislamiento. En la primera es paradigmática La Chaskañawi de Medinacelli, donde la fiesta, los akhawasis y las farras inundan la atmósfera de Chirca; ahí, la trasgresión de lo cotidiano, la subversión de las relaciones sociales y el incesto van a contrapunto de la libación, planteando un verdadero retrato de la mentalidad y cultura de parte de la sociedad boliviana. 
La obra del escritor y poeta paceño, Jaime Saenz, representa nítidamente la segunda actitud, actitud que trasunta una filosofía. Ya en su novela Felipe Delgado Saenz, a través de su personaje, revela una búsqueda trascendente, donde el alcohol y la bodega son el medio y el escenario para esta consagración metafísica.
La escena saenzeana se halla atiborrada de monólogos delirantes, pesadillas, zonas donde la realidad se confunde don el delirio del alcohólatra, siempre en busca de una verdad interior que no se transa.
En su poemario La noche, ha desplegado una escritura intensa exhibiendo los límites de la experiencia del alcohol, desde una suerte de mística profana, escribe: “La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora que imaginarse pueda / es sin duda la experiencia del alcohol. / Y está al alcance de cualquier mortal. / Abre muchas puertas. / Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más humano, aunque peligroso en extremo”.
Una experiencia similar, pero no sin cierta costra política, la detenta el poeta español Leopoldo María Panero, de la horda de los malditos, quien, dueño de una incurable dipsomanía terminó escribiendo una apología de la ebriedad: Para una teoría del alcohol y el alcoholismo, en la que el poeta proclama que “el alcohol refuerza la identidad, crea un Yo intenso, un Yo absoluto, que es a la vez Todos y Nadie, y que luchará contra el Yo no intenso”,  bajo el principio de que la embriaguez, el ocio, la poesía y el arte en general, personifican la ruptura del criterio utilitario que pugna por  imponer el sistema de la economía mercantil a través de esa dicotomía perversa entre lo productivo (el trabajo) y lo improductivo (lo onírico).
Era de dominio público que el “Toqui” Borda, anárquico y transgresivo, participó en la entrada de un carnaval paceño vestido de impecable frac, con un pedazo de bosta en la solapa, y coronado por una ebriedad luminosa. Está por verse cuánto incidió su voraz  alcoholatría en la escritura de El Loco, ya, de suyo, una obra que hace un cocktail de los géneros tradicionales, y a momentos es dueña de intensas verbalizaciones cual el discurso de un brioso bebedor en la grupa de un bar.
El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, al igual que Ramón Rocha Monroy calan en una reflexión sobre ese trance poético de la percepción en la ebriedad moderada. Ribeyro, que reconoce en ella un método de conocimiento, en sus Prosas apátridas confiesa: “La única manera de comunicarme con el escritor que hay en mí es a través de la libación solitaria. Al cabo de unas copas, él emerge. Y escucho su voz, una voz poco monocorde, pero continua, a momentos imperiosa. Yo trato de retenerla...”.
Rocha Monroy ha hecho una lectura sutil de los instantes en que el alcohol se embebe delicadamente en el espíritu creativo, conjugándose el entusiasmo y la contemplación en una dialéctica luminosa de colores, contrastes y el flujo sutil de un palabreo inédito.
Nuestro gastrósofo, incluye junto a la comida a la bebida como parte de fundamental del savoir vivre criollo, llegando a manifestar  en Todos los cominos conducen aroma,  “¿Cómo se puede filosofar sobre la existencia conteniendo las ganas de evacuar, hacer el amor, comer, beber, embriagarse?
Protagonista y explorador del submundo paceño es Víctor Hugo Viscarra, quien a través de sus cuentos Alcoholátum y otros drinks, y su crónica autobiográfica Borracho estaba pero me acuerdo revela la existencia de los márgenes y la impiedad que padecen los condenados de la urbe.
Además de los marginales, lumpen, putas y k´epiris, el alcohol es un personaje permanente en sus escritos, es más, sus personajes se hallan modelados por la aspereza de la bebida que alternativamente los protege y los destruye.
En el texto Recuerdo perdido en el deseo, relata “y fue ese mismo alcohol el que en un momento dado nos transformó de dos seres humanos en dos animales en celo; y el baño de dicha cantina, sucio y pestilente, donde se conjugaban vómitos y porquería, se convirtió en nuestro tálamo nupcial”.   
Trasferir los propios demonios a la virginal página en blanco además de un acto de exorcismo, puede constituir paradójicamente un acto de posesión: la reproducción de los infiernos que se gestan en el imaginario creativo y se prolongan en el imaginario colectivo, abre las compuertas a ese infinit turbulent que experimentaba Michaux.
El grado alcohólico extremo de la escritura del alcohol, tiende a subvertir el lenguaje. Las palabras -ni más ni menos que la verbalización del ebrio- sufren dislocaciones de sentido, cortocircuitos, suben de volumen o se despliegan en incesante ritornello. Dicen y se desdicen, saltan de un tema a otro y encallan en medio del argumento, dueñas de pronto de una lucidez extrema estallan como un cohete en el azur, o inexplicablemente se ensimisman y se autodevoran. Gimotean, se confiesan, montan en cólera, tallan unos personajes extraños, revelan a retazos su dolor y son, en su venturosa desventura.  ¿No se parecen acaso al discurso de una de las obras cumbres de la literatura contemporánea, el Finnegans Wake de Joyce?
O de pronto, el alcohol otorga al escritor el temple exacto para tejer las palabras precisas, los sentidos supremos a su obra. Ni más ni menos como la inolvidable Gladys Moreno le aplicaba  antes del concierto unas copas de whisky para soltar la voz y darle el clima afectivo perfecto, o como el médico dipsómano que se empuja un vaso colmado de trago para acometer la cirugía a través de un pulso impecable, lo que le permitirá las incisiones perfectas para prolongar la vida.


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