Formas de reescribir la historia
Memoria, historia; pasado, presente; ficción, realidad. Juntos, por separado, o combinados. De todo un poco.
Sebastián Antezana
Si pensamos el
gesto literario en relación al tiempo vemos que, fundamentalmente, ocurre en tres
direcciones: se vuelve hacia el pasado, se proyecta al futuro o combina al
unísono ambas temporalidades en una suerte de presente impreciso, ambiguo como
el de una fotografía.
Si nos concentramos
en solo una de ellas, la tendencia que fundamenta la escritura literaria como
un correlato de la Historia, vemos que la ficción encontraría sus raíces en la
construcción del hecho social, ese espectro elusivo que -mal- denominamos “lo
real”.
Si asumimos que la
cotidianidad, por su naturaleza efímera, es incapaz de un gesto reflexivo que
ocurra mientras se gesta, que no tiene recursos suficientes para analizarse
mientras sucede, vemos que es solo posteriormente, una vez que han sucedido los
hechos, que se puede volver a ellos. La escritura de ficción, en esta óptica,
sería una forma de esta vuelta atrás, una mirada revisionista, una reflexión post actum que, en apariencia, no
tendría mayor trascendencia ni potestad que la de volver a un suceso, pero que
como se sabe tiene la capacidad de reconstruirlo y ponerlo en perspectiva.
Si aceptamos esto
como cierto, sería especialmente cierto cuando se trata de narrar hechos que
han marcado con fuerza nuestro pasado común: momentos de extrema sensatez, de
revelación, de triunfo, de devastación y de violencia. La literatura que se
escribe como una forma de revisitar el pasado encuentra en estas instancias su
motivo mayor. Ejemplos hay muchos, entre ellos, la novela histórica y, en
rigor, géneros como la crónica e incluso la crítica. Todos estos contribuyen a
ver el pasado con una nueva luz, de forma integral o renovada, e incluso a
veces radicalmente distinta que cuando se lo experimentó como presente.
Si queremos un ejemplo
concreto, bastaría con acudir al género -tan visitado- de la novela histórica,
digamos a la obra del colombiano Juan Gabriel Vásquez, quien además de ser
autor de El ruido de las cosas al caer
ha escrito la brillante Historia secreta
de Costaguana.
Esta última novela se
concentra en algunos momentos clave de la historia colombiana, como su
separación de Panamá y las continuas guerras intestinas que la caracterizaron
entre los siglos XIX y XX. La primera novela, otra vez en Colombia, apunta a un
episodio negro del pasado reciente: las ondulaciones de la vida pública
nacional ante el estallido del narcotráfico, concentrado en la figura de Pablo
Escobar.
Si profundizamos un
poco nuestra lectura de estas novelas, podemos darnos cuenta de que la historia
oficial colombiana y, en general, toda Historia oficial, ese relato nacido del
poder, es la radical despersonalización de la experiencia individual, una
exhibición masiva y homogenizada del procesamiento privado de hechos que nos
hacen, muchas veces distorsionada y deshumanizada. Es entonces que la ficción
entra en escena y cobra importancia, porque vuelve a llenar estos hechos
dañados por la ausencia de una experiencia particular con la trayectoria, las
victorias y las derrotas de una psicología específica.
La literatura -y quizás
especialmente la novela, por su proceso envolvente y su largo alcance similar
al del impulso histórico- es, por una parte, el arte de convertir hechos reales
despersonalizados en recuerdos inventados y cargados de intimidad. Y, por otra,
es la práctica de reemplazar nuestra memoria privada, parcial y condicionada
por la perspectiva, por una cierta memoria colectiva que se alinea y se
mantiene -con y sin coherencia lógica- en la ficción.
Así, leer un
reporte historiográfico sobre, digamos, los atentados terroristas del 11 de
septiembre en Estados Unidos, es una cosa, y leer El hombre del salto, la novela de Don DeLillo sobre el mismo tema, otra
muy distinta. Así también, la de un novelista es una tarea esencialmente
incómoda, porque en un solo gesto le devuelve al hecho público un carácter
privado, íntimo e inimitable, y traduce la privacidad -esencialmente
intraducible- al discurso público.
En uno de los
ensayos de El arte de la distorsión, Juan
Gabriel Vásquez indica: “Recordar molesta; son molestos los memoriosos, los que
nunca olvidan: no es necesario que un Estado se acomode a nuestra idea de
totalitarismo para que dedique buena parte de su energía a moldear el recuerdo
colectivo, a veces eliminando los testimonios, a veces eliminando a los
testigos ¿deberíamos dejar ese poder en manos de esas entidades, el Estado, la
Nación, la Iglesia? Por supuesto que uno ni siquiera tendría que ponerse frente
a estos signos de interrogación si estas entidades no fueran grandes narradoras”.
Pero, como sabemos,
lo son. Estas instancias tienen la capacidad de producir discursos de poderoso atractivo
y fuerza. La Historia es en este sentido una narración organizada por
instancias de poder, por instituciones que imponen discursos y remueven del
individuo la capacidad de elegir un pasado. Una vez que se entiende este hecho
básico de la construcción social, la literatura que lidia con el tiempo ido y,
en general, la literatura entera, recupera importancia: es uno de los lenguajes
mediante los que el individuo es capaz de cuestionar la narración unívoca y
excluyente que nace desde el poder, y mediante los que propone nuevas formas de
entender aquello otra vez elusivo que conocemos como “la realidad”.
La tensión que se
origina entre la Historia que nos es impuesta y la que creamos al sumergirnos
en la ficción, entre el discurso oficial que nos homogeniza y el que se abre
como otra versión en la literatura, en la escritura subversiva, sucede, en la
mayoría de los casos, en el pasado: en aquello que recordamos o que volvemos a
visitar mediante la ficción, que sería entonces -que es, a fin de cuentas- una
de las formas de la puesta en crisis y lo revolucionario.
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