sábado, 24 de octubre de 2015

Lector al sol

Formas de reescribir la historia

Memoria, historia; pasado, presente; ficción, realidad. Juntos, por separado, o combinados. De todo un poco.



Sebastián Antezana

Si pensamos el gesto literario en relación al tiempo vemos que, fundamentalmente, ocurre en tres direcciones: se vuelve hacia el pasado, se proyecta al futuro o combina al unísono ambas temporalidades en una suerte de presente impreciso, ambiguo como el de una fotografía.
Si nos concentramos en solo una de ellas, la tendencia que fundamenta la escritura literaria como un correlato de la Historia, vemos que la ficción encontraría sus raíces en la construcción del hecho social, ese espectro elusivo que -mal- denominamos “lo real”.
Si asumimos que la cotidianidad, por su naturaleza efímera, es incapaz de un gesto reflexivo que ocurra mientras se gesta, que no tiene recursos suficientes para analizarse mientras sucede, vemos que es solo posteriormente, una vez que han sucedido los hechos, que se puede volver a ellos. La escritura de ficción, en esta óptica, sería una forma de esta vuelta atrás, una mirada revisionista, una reflexión post actum que, en apariencia, no tendría mayor trascendencia ni potestad que la de volver a un suceso, pero que como se sabe tiene la capacidad de reconstruirlo y ponerlo en perspectiva.
Si aceptamos esto como cierto, sería especialmente cierto cuando se trata de narrar hechos que han marcado con fuerza nuestro pasado común: momentos de extrema sensatez, de revelación, de triunfo, de devastación y de violencia. La literatura que se escribe como una forma de revisitar el pasado encuentra en estas instancias su motivo mayor. Ejemplos hay muchos, entre ellos, la novela histórica y, en rigor, géneros como la crónica e incluso la crítica. Todos estos contribuyen a ver el pasado con una nueva luz, de forma integral o renovada, e incluso a veces radicalmente distinta que cuando se lo experimentó como presente.
Si queremos un ejemplo concreto, bastaría con acudir al género -tan visitado- de la novela histórica, digamos a la obra del colombiano Juan Gabriel Vásquez, quien además de ser autor de El ruido de las cosas al caer ha escrito la brillante Historia secreta de Costaguana.
Esta última novela se concentra en algunos momentos clave de la historia colombiana, como su separación de Panamá y las continuas guerras intestinas que la caracterizaron entre los siglos XIX y XX. La primera novela, otra vez en Colombia, apunta a un episodio negro del pasado reciente: las ondulaciones de la vida pública nacional ante el estallido del narcotráfico, concentrado en la figura de Pablo Escobar.
Si profundizamos un poco nuestra lectura de estas novelas, podemos darnos cuenta de que la historia oficial colombiana y, en general, toda Historia oficial, ese relato nacido del poder, es la radical despersonalización de la experiencia individual, una exhibición masiva y homogenizada del procesamiento privado de hechos que nos hacen, muchas veces distorsionada y deshumanizada. Es entonces que la ficción entra en escena y cobra importancia, porque vuelve a llenar estos hechos dañados por la ausencia de una experiencia particular con la trayectoria, las victorias y las derrotas de una psicología específica.
La literatura -y quizás especialmente la novela, por su proceso envolvente y su largo alcance similar al del impulso histórico- es, por una parte, el arte de convertir hechos reales despersonalizados en recuerdos inventados y cargados de intimidad. Y, por otra, es la práctica de reemplazar nuestra memoria privada, parcial y condicionada por la perspectiva, por una cierta memoria colectiva que se alinea y se mantiene -con y sin coherencia lógica- en la ficción.
Así, leer un reporte historiográfico sobre, digamos, los atentados terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos, es una cosa, y leer El hombre del salto, la novela de Don DeLillo sobre el mismo tema, otra muy distinta. Así también, la de un novelista es una tarea esencialmente incómoda, porque en un solo gesto le devuelve al hecho público un carácter privado, íntimo e inimitable, y traduce la privacidad -esencialmente intraducible- al discurso público.
En uno de los ensayos de El arte de la distorsión, Juan Gabriel Vásquez indica: “Recordar molesta; son molestos los memoriosos, los que nunca olvidan: no es necesario que un Estado se acomode a nuestra idea de totalitarismo para que dedique buena parte de su energía a moldear el recuerdo colectivo, a veces eliminando los testimonios, a veces eliminando a los testigos ¿deberíamos dejar ese poder en manos de esas entidades, el Estado, la Nación, la Iglesia? Por supuesto que uno ni siquiera tendría que ponerse frente a estos signos de interrogación si estas entidades no fueran grandes narradoras”.
Pero, como sabemos, lo son. Estas instancias tienen la capacidad de producir discursos de poderoso atractivo y fuerza. La Historia es en este sentido una narración organizada por instancias de poder, por instituciones que imponen discursos y remueven del individuo la capacidad de elegir un pasado. Una vez que se entiende este hecho básico de la construcción social, la literatura que lidia con el tiempo ido y, en general, la literatura entera, recupera importancia: es uno de los lenguajes mediante los que el individuo es capaz de cuestionar la narración unívoca y excluyente que nace desde el poder, y mediante los que propone nuevas formas de entender aquello otra vez elusivo que conocemos como “la realidad”.

La tensión que se origina entre la Historia que nos es impuesta y la que creamos al sumergirnos en la ficción, entre el discurso oficial que nos homogeniza y el que se abre como otra versión en la literatura, en la escritura subversiva, sucede, en la mayoría de los casos, en el pasado: en aquello que recordamos o que volvemos a visitar mediante la ficción, que sería entonces -que es, a fin de cuentas- una de las formas de la puesta en crisis y lo revolucionario. 

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