Cinco apuntes sobre El sonido de la H
Reseña del libro de Magela Baudoin, ganador del Premio Nacional de Novela 2015.
Giovanna Rivero
1. “Nunca supe cuál era el
apuro por irnos y por qué no nos fuimos, si al final había hasta una conexión histórica
o más bien histérica entre la ‘patria del Libertador’, como decían en la
escuela; es decir, la nuestra y la de su ‘hija predilecta’, es decir la patria
de mis padres…”, se lamenta Mar, la juvenil voz narrativa y protagónica de El sonido de la H (Premio Nacional de
Novela, 2015), de la escritora Magela Baudoin.
Mar, efectivamente, elabora
la conciencia de su aprendizaje a partir del recuento de heridas propias y
heredadas, tendiendo el necesario puente hacia la adultez. La propia Mar es, de
un modo extraño, una hija predilecta.
Y es que hay muchas formas
de ser una hija predilecta, aun cuando los términos de ese privilegio impliquen
dolor, exilio e insilio, y sobre todo si esta hija ha nacido en el seno de una
familia atravesada irreductiblemente por el arte, la política y algunos vicios
disfrazados de aristocracia y tradición. Por ejemplo, se puede ser una hija
predilecta del momento histórico o una hija predilecta del incesto entre el
narcisismo generacional y la utopía. Solo hay que recordar que ser una hija
predilecta no implica para nada ser una hija obediente, sumisa, cómplice de los
errores de la generación anterior o heredera pasiva de sus aciertos.
Al contrario, las hijas más
amadas son aquellas que han conseguido freudianamente matar al padre. Y no me
refiero solo al padre genealógico, sino fundamentalmente a ese padre fálico e
inapelable en que se erigen la cultura, las tradiciones ideológicas que se reciben
en el genoma dormido casi con la misma fuerza kármica de una nariz romana
irremontable o la historia familiar de migraciones que, a riesgo de convertirse
en colosales leyendas capaces de opacar las historias pequeñas de los miembros
más jóvenes del clan, se convierten en la épica a la que justamente ese vástago
inmaduro se enfrentará con toda su ira.
2. Es precisamente en el
padre izquierdista, en esa subjetividad en la que una parte vital del siglo XX
condensa su espíritu, donde el personaje-núcleo encuentra su principal
contraparte histórica. Y es que hay pocos signos gratuitos en esta novela. Como
digo, en el código setentero del padre, el nombre imposible de la heroína,
“Mar”, rescata de los trasfondos de la psiquis boliviana esa gran falta
constituyente y suplementaria que es el trauma del Litoral arrebatado y que
forma parte de la herida necesaria en que se funda toda identidad. Aquel mar
afantasmado se actualiza en la juventud de Mar, esta muchachita terrible e
inolvidable que deberá hacer el viaje de regreso a la patria renunciada. Ella
es el barco, el puente y la soga.
Y si bien es cierto que, en
el recuento familiar de los daños, Mar le entrega al lector épicas incompletas,
como la de su entrañable y travestida mejor amiga, Rafaela, considero que esas
líneas interrumpidas tienen que ver, justamente, con todo lo que un exilio
interrumpe, no una, sino dos veces. El regreso al primer hogar desconocido de
los hijos y nietos pródigos, o abyectamente predilectos, es una segunda
interrupción. En este sentido, hasta podría decirse que la ópera prima de
Baudoin forma parte de un reciente grupo de novelas bolivianas que tematizan el
regreso a casa -las insospechadas maneras de retornar- como un interesante
momento del siglo XXI que nos permite comprobar que la identidad no es la
montaña, nunca lo fue, sino la piedrita que Sísifo acarrea inútilmente.
3. El control o la libertad
de los personajes es algo que preocupa a muchos novelistas. ¿Cómo evitar
confundir, por ejemplo, libertad de acción literaria de un personaje -y con ello
hablamos también de su ética- con la propia debilidad del teclado? Baudoin ha
tensado muy bien la cuerda en la que el libre albedrío de Mar -entendido como
la fuerza acumulada a lo largo de su textualización-, su capacidad de sorpresa,
pero también su inmanente misión instrumental -esto es, lo que la escritora ha
decidido demiúrgicamente que sea- se balancean con pericia, disputándose
efectividad sin llegar a anularse faltamente.
El discurso que los
personajes enuncian en fuego cruzado es, además, muy coherente con una época en
la que, en efecto, el discurso político -cifrado en el onanismo de “la política
de café” y “la revolución de taberna”- constituía la primera resistencia y
habilitaba una acción de cambio que podía concretarse o extinguirse en su
potencia. Este es, sin duda, un delicioso acierto de El sonido de la H, que sin llegar a definirse como una novela
histórica, actúa como un espejo oblicuo y/o un coro multidimensional de este
tramo inexcusable de la historia común latinoamericana. Entonces todos querían
ser héroes melancólicos y soñaban y hablaban como tales.
Cuando el abuelo de Mar
admite que de “entre todos los personajes adolescentes, siempre había preferido
a Max Demian”, Baudoin asienta con elegancia el objet trouvé de la novela, su oscuro descubrimiento. Como sabemos, el
Demian de Herman Hesse es un joven
atormentado o, más bien, escindido por el amor en su fase más informe. Asimismo,
Mar es una Demian, una pequeña demonio que se acerca al amor incivilizadamente,
sin preconceptos, de ahí que pueda aceptar a Rafael como Rafaela, e incluso
fantasear con que es posible amarlo como amiga y desearlo como cuerpo. Esta
suerte de androginia, una de las ofrendas conceptuales más importantes de la
novela, excede, sin embargo, una función que podríamos reconocer como agencia queer, para profundizar en el amor como
subversión política y empatía radical.
4. Otro poderoso vector de El sonido de la H nace de la presencia
de Esther, la cholita que trabaja como empleada doméstica en la casa de la
abuela Tita. Es a través del relato de Esther, de sus experiencias sexuales,
que Mar se acerca a los costados más perversos del deseo. El sexo, ya sea
experimentado o relatado vicariamente, es la pulsión libidinal fundamental para
que la adolescente se asome a su adultez. Cuando Esther le cuenta la ambivalencia
del placer:
–Y el padre ¿qué tal?
–Era malo señorita, daba
asco y miedo. Yo ya estaba en la cama cuando se entró a mi cuarto. “Así que
borracha y puta”, me dijo. “Vas a ver lo que es que la te la ponga un hombre”,
y me jaló del cabello.
Mar descubre un secreto que
implica, de nuevo, la noción de que hay que copular con la vida para que esta
revele lo más intenso, su pulpa existencial; así, el sexo ligado al populacho,
a la clandestinidad sucia, que Esther le narra, mezclando experiencias violentas
y satisfactorias, le enseña a Mar que el sexo siempre tiene que tener algo de
vulgo, de vulgar, para ser verdadero.
5. Finalmente, considero que
la pregunta de Mar con respecto a su derrota en el exigente proceso de admisión
a la universidad, “¿por qué había fracasado?, no lo entendí”, insinúa que el crecimiento
más auténtico debe partir de la infalible tríada prueba-error-aprendizaje. Mar
ha fracasado en los códigos institucionales, el que exige respuestas únicas
correctas, el test de lo cognoscitivo, pero poder enhebrar su propia historia,
atar cabos, poner en relación a todas las criaturas que han pasado por su vida,
implica una hermosísima redención de las debilidades propias. También por esto
pienso que la novela de Baudoin (se) enhebra (en) el breve espectro de novelas
y cuentos que en la primera década del siglo XXI opusieron la fuerza de la
subjetividad al pesado encargo político que antes encarnó cierta novelística de
corte social y colectivo. La variante
Baudoin consiste en el minucioso ensamblaje de ambos costados: el encargo
político otra vez, sí, pero en el dolor de la individuación.
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