Plegaria por Chernóbil
Una lectura de la única obra traducida al español de la flamante Premio Nobel de Literatura, Svetlana Aleksiévich.
Carlos
Decker-Molina
El
27 de abril de 1986, la estación sueca de medición de vientos y temperatura
encontró unos valores que no eran los comunes sobre todo en la parte noreste
del país. El mismo día, por la eficacia de los servicios suecos, inauguró su
existencia pública la palabra Becquerel. En realidad es el apellido del Nobel
de Física de 1903, un francés que descubrió la unidad de medida de la
radioactividad.
Gorbachov,
a pesar de la Glasnost, tardó como cuatro días, en hacer público el desastre en
la planta atómica, y en admitir que la nube radioactiva había comenzado su
recorrido por los cielos europeos. Recuerdo que nadie comía hongos ni carne de
venado porque estaban contaminados; en algunos sitios todavía están, aunque con
bajos contenidos de Becquerel.
Pienso
que la literatura es el mejor expediente para explicar estos descalabros de la
sociedad de mega constructores e ingenieros de sueños que a veces terminan en
pesadillas.
Voces de
Chernóbil
es el único libro traducido el español que tiene la Nobel 2015 Svetlana
Aleksiévich.
“Se fueron con
los trajes de lona: se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les
avisó; los llamaron a un incendio normal…
Las cuatro… Las
cinco… Las seis… A las seis nos disponíamos a ver a sus padres. A plantar
patatas. De la ciudad de Prípiat hasta
la aldea de Sperizhe, donde vivían sus padres, hay cuarenta kilómetros. A
sembrar, arar… Era su trabajo favorito… Su madre recordaba a menudo cómo ni
ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad, le construyeron incluso
una casa nueva. Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas
de bomberos, y cuando regreso solo quería ser bombero. No quería ser otra cosa
(Calla)”.
La
Aleksiévich nos va llevando despacio a un viaje de espanto, pero es un terror
que solo se intuye, se siente en aire. La escritora no tiene necesidad de
exagerar, además, nos pone ante el conflicto de la posibilidad de la
sobrevivencia, cuando de principio se sabía que no había remedio.
“A veces me
parece oír su voz… Oírle vivo… Ni siquiera las fotografías me producen tanto
efecto como la voz. Pero no me llamaba nunca… Y en sueños… Soy yo quien lo
llamo…
Las siete… A las
siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí allí pero el hospital ya
estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las
ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches están irradiados, no os
acerquéis. No solo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos
estuvieron aquella noche en la central”.
Y
sigue escribiendo. Esa primera persona es la mujer del bombero entrevistada por
Svetlana; evita entrar en detalles que para su estilo no tienen relevancia. La
escritora permite, sin alterar la realidad, que las cosas vayan saliendo a
medida que escribe, por ejemplo cuando
logra entrar en la habitación del hospital:
“Lo vi… Estaba
hinchado, inflado todo… Casi no tenía ojos… ‘¡Leche!… ¡Mucha leche!… me dijo mi
conocida’ – ‘Él no toma leche’ – ‘Pues ahora la beberá’.
Muchos médicos,
enfermeras y especialmente las auxiliares de este hospital, al cabo de un
tiempo, se pondrían enfermos… Morirían… Pero entonces nadie lo sabía…”.
Pero
hay un par de líneas que probablemente un periodista las habría puesto al
principio como parte del paquete informativo de la persona entrevistada de la
que se suele contar hasta la ropa o la mirada. Svetlana no… veamos:
“A las diez de
la mañana murió el técnico Shishenok… Fue el primero… El primer día… Luego
supimos que bajo los escombros se quedó otro –Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el
hormigón. Entonces no sabíamos que todos ellos serían los primeros...
Le pregunto:
Vasia, ¿qué hacer? – ¡Vete de aquí! ¡Vete que esperas un niño! - Estoy
embarazada, es cierto. Pero ¿Cómo lo voy a dejar? - ¡Vete! ¡Salva al crio!”.
Son
las circunstancias las que marcan la oportunidad; el lector no sabía que la
mujer del bombero estaba embarazada, hasta el momento en que la enfermera, su
amiga, la conmina a salvar al niño.
La
Academia Sueca, que ya probó con éxito al premiar a una cuentista como la
canadiense Alice Munro -una ruptura de los viejos cánones que hacía suponer que
el premio tenía que ser a la novela, poesía o drama- tampoco se equivocó esta
vez. Este año fue el turno del periodismo literario y la premiada tiene méritos
indiscutibles.
Sin
duda su gran libro es La guerra no tiene
rostro de mujer (Kriget har ingen kvinnlingt ansikt). Lo leí en
sueco y es “la otra historia”, no la oficial.
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