domingo, 18 de octubre de 2015

Escuela de espectadores

Tamayo  desde una perspectiva teatral


Aprovechando que la pieza de Percy Jiménez está en gira por el interior –luego de reponerse en La Paz y lograr varios premios- presentamos dos textos críticos, producto de un taller de Karmen Saavedra sobre “analizar, reflexionar y pensar el hecho teatral”.



Lucía Mayorga

Tamayo, dirigida por Percy Jiménez e interpretada por Freddy Chipana (Reinaga), Miguel Ángel Estellano (Gumucio), Mauricio Toledo (Medina) y Bernardo Rosado (Adonais), presenta a una de las figuras políticas y literarias más importantes que tuvo el país, Franz Tamayo, desde una perspectiva más sensorial que historiográfica. En este sentido podemos decir que Tamayo se “percibe” más que “decodifica”.
La función dura aproximadamente 40 minutos en los que Reinaga, Gumucio y Medina construyen para el espectador la figura de Tamayo-político, que cada tanto se presentaba como Adonais, Tamayo-poeta.
Sin embargo, para la crítica de esta realización escénica nos alejaremos del enfoque semiótico-lingüístico ya que el texto deja de significar debido a que el modo en el que se anuncia no permite su interpretación. Es decir, los diálogos son complejos y no existen pausas y velocidad necesarias para que el espectador pueda “digerirlos”; la brevedad de esta función está relacionada con estos aspectos. En Tamayo no encontramos inflexiones de voz, silencio, respiración, aliento, etc., el ritmo es siempre elevado y tenso por lo que el espectador, al final de la función, queda saturado, repleto de información no decodificable y de sonido violento.
Entonces, ¿cómo interpretar el discurso en Tamayo? Tal vez evadiendo su carácter lingüístico y preponderando la sonoridad construida. Tamayo es una realización escénica incrustada en una paradoja, pues en ella prevalece el texto por encima de otros componentes (como la corporalidad) pero, al mismo tiempo, sustrae al parlamento su carácter lingüístico y lo convierte en pura sonoridad, despojada de significado.
Si en Tamayo consideramos la sonoridad como criterio de análisis central, entonces la voz de los personajes llegaría a ser lenguaje sin significado, la voz crearía espacialidad y construiría un ambiente hostil que desde la música del inicio prefiguraría el final fatal, el silenciamiento de Tamayo-poeta. En el caso de Adonais no importa que su texto comunique un sentido o no, porque el sonido del canto es el sentido, Adonais es la poesía, en este caso la voz se presenta en su pura materialidad.
Con la sonoridad como eje y considerando la presencia del texto tan problemática en Tamayo y su carácter sensorial por encima de lo lingüístico se espera que la realización teatral produzca un efecto sensorial significativo en los espectadores: una sensación de acabamiento inevitable, de paradoja existencial (ser poeta y político, ser semilla del indigenismo y patrón, etc.), de alienación o extrañamiento y de anacronismo (Tamayo como genio adelantado al contexto boliviano de su tiempo).
Ahora, ¿se logró este efecto?, ¿la sonoridad es suficiente para transmitir una carga significativa (no relacionada a lo cognoscitivo sino a lo perceptual/sensorial)? Anota Karmen Saavedra en un trabajo de traducción, selección y resumen: “[c]on la voz se originan los tres tipos de materialidad: la corporalidad, la espacialidad y la sonoridad (…) La estrecha relación entre cuerpo y voz se manifiesta al gritar, suspirar, gemir, sollozar o reír”.
En Tamayo, la voz construye espacialidad y sonoridad (más aún con el canto de Adonais), pero la corporalidad se pierde entre tanto ruido. Voz y cuerpo están desasociados, el trabajo del cuerpo es opaco mientras que la voz se presenta siempre en tono elevado, no vemos por lo tanto relación causal entre lo que se dice o emite y el movimiento, y si no se pretendía causalidad sino discordancia, esta tampoco está clara.
Por otro lado, en cuanto a los diálogos nos encontramos con una distancia aún mayor respecto a la corporalidad, no existió relación bidireccional entre ambos, es decir el cuerpo no influyó en lo que se decía y viceversa, el actor no se apropió de los parlamentos de su personaje. En este sentido, la voz en los actores/personajes ya no pertenecería al cuerpo, sería ajena a él y se tornaría objeto independiente. En escena no vimos ni escuchamos a Gumucio, Medina y Reinaga decir y hacer; vimos a personajes por un lado, escuchamos el sonido por otro y no encontramos cuerpo.
Si se responde la última pregunta positivamente y asumimos que el texto no vale en tanto su aspecto lingüístico sino sonoro, se abre la posibilidad de entender esta realización teatral también como teatro pos-dramático. Jean Fréderic Chevallier escribe sobre el teatro del presentar, opuesto al teatro dramático: “Lo que pretende el escenario ya no es tanto representar una única y gran acción que pone en conflicto varios personajes según una línea destinal, sino más bien presentar o exhibir algo de esta existencia humana (Guénoun), repetir algo de la vida misma (Deleuze), producir la más alta intensidad (por exceso o por defecto) de lo que aquí está, sin intención”.
Efectivamente existe una intención historiográfica, Tamayo como figura boliviana de principios del siglo XX sí pretende ser retratada/representada, pues las partes claras y referenciales del discurso edifican su ideología y relatan su actuación respecto a las matanzas en Chuspipata. Sin embargo, la imposibilidad de seguir la línea de los diálogos y la sonoridad que deviene en violencia y saturación nos hace pensar que la intención pudo ser que el texto dicho no importa, y que este, a pesar de ocupar gran parte de la realización escénica, no guarda sentidos complejos. Se exhiben, apelando a las sensaciones (si es que estas fueron logradas), aspectos de la existencia humana como la alienación, la apariencia vs. el ser, las paradojas ideológicas e identitarias y el inevitable fin de todo ser humano.


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