sábado, 10 de octubre de 2015

Lector al sol

Sobre los grandes discursos


¿Ya han quedado atrás, definitivamente, los tiempos de los grandes paradigmas…desde dogmas políticos hasta las grandes novelas nacionales?



Sebastián Antezana 

Durante las tres últimas décadas se ha venido repitiendo que la época de los grandes discursos ha terminado. Ya sea que provengan del campo político, filosófico, artístico o económico, se dice que los relatos que por años concentraron la imaginación de buena parte del mundo y dictaron su experiencia, acabaron vencidos por su propio peso o reemplazados ante la evidencia de su inutilidad, su perversidad innata o su simple pérdida de vigencia.
Podemos ver muestras de ello en todas partes. Los últimos siete años, por ejemplo, han marcado una de las crisis más pronunciadas para el modelo económico global -que, por otra parte, pese a estar al borde del cataclismo ha sabido, perversamente, mantenerse incólume- y se volvió a cuestionar con dureza el rol del capitalismo -que no es un discurso sino una deformación lingüística, que no es un relato sino una diatriba-, sobre todo en ciertos sectores de Europa e incluso en su casa por excelencia, Estados Unidos y Wall Street, donde se suscitaron protesta tras protesta ante los oídos sordos de los directores de la bolsa.
En el campo político sucede algo similar. A lo largo de los últimos 30 o 35 años, grandes proyectos nacionales y regionales de corte revolucionario parecen haber sido vencidos por el libre mercado o haber cedido su lugar a pequeñas iniciativas y remedos nostálgicos, que muchas veces terminan traicionando sus ideas de base o moviéndose en una dirección muy distinta a la original. En política, en Latinoamérica, parece valer, más que la fortaleza ideológica, más incluso que la vigorización centralista de un izquierdismo especulativo, por un lado un cierto dejarse llevar propio del sistema reinante, y por otro la improvisación o la furia.
En el terreno de la teoría crítica, alejados definitivamente del último reflujo de los 70, los grandes ismos -el marxismo, feminismo, estructuralismo, etc.- fueron doblegados por miradas incisivas y provocadoras que, además de complejizarlos, los astillaron en una multiplicidad de pequeños compartimentos que, pese a ser seductores objetos de práctica y estudio, muchas veces resultan incompatibles. El prefijo “post”, tan natural en la mirada contemporánea, resulta en un horizonte crítico construido a retazos, piezas que enriquecen y profundizan el ejercicio intelectual y, al hacerlo, se alejan frontalmente de un todo organizado.
Lo mismo sucede, desde luego, en el arte, campo en el que los grandes movimientos y discursos parecen también haber llegado a un punto muerto, a un momento de especial partición o reverencia por el único lenguaje dominante: el lenguaje mercantil.
Desde luego, siempre hay excepciones a la regla. En Estados Unidos, por ejemplo, país de sólida tradición literaria, hace más de cien años nació el concepto de la “gran novela americana”. ¿Qué es eso? Con cierta prolijidad, el argentino Rodrigo Fresán aventura una respuesta en “La gran novela americana y cómo conseguirla”, un ensayo ya clásico:
“La gran novela americana debe cumplir con tres condiciones ineludibles que las grandes novelas latinoamericanas y europeas no suelen preocuparse por obedecer”, dice. “Tiene que: a) ser grande en sus intenciones y en su extensión; b) ser una novela hecha y derecha y que no se haga demasiado la experimental; y c) ser americana en el sentido en que debe presentarse como “La Novela” de un determinado momento histórico y social ocupándose en dilucidar la compleja composición sólida y gaseosa del Ser Nacional como si se practicara un deporte”.
Por supuesto que estas tres reglas se confirman con las excepciones del caso, aunque pueden verse como el trípode sobre el que se erige el sólido edificio de la novelística norteamericana, parte central de una tradición literaria que parece atraer magnéticamente, generación tras generación, a escritores empeñados en conseguir condensar las formas y el espíritu de su sociedad en un registro total, que las represente y las renueve.
Este empeño, mirado con cierta distancia -en América Latina no necesariamente se busca escribir un objeto similar, ¿o sí?- podría confundirse a veces con una compulsión motivada por las leyes del mercado. Si uno recorre el siglo XX de la literatura estadounidense, e incluso este principio del siglo XXI, se da cuenta de que los cimientos que afirmaron Hawthorne y Melville han provocado una construcción considerable que no hace sino crecer, y que se escribe continuamente, algunas veces con un dinamismo cercano al vértigo de una carrera descontrolada.
Y, bueno, ¿con qué necesidad? Fresán aventura una respuesta: “Los motivos trascienden lo literario y tienen que ver con el vertiginoso consumismo y el poderío reciclante de la psique norteamericana”. Para el argentino, a diferencia de lo que ocurre con las más importantes novelas latinoamericanas o europeas, que por una u otra razón no suelen tener fecha de vencimiento, las grandes novelas americanas sienten la necesidad de ser renovadas o rescritas con cada generación, para así poder construir un todo histórico orgánico, que se corresponda con el desarrollo cultural -¿y económico?- del país.
Así, entonces, ¿existe o no todavía la gran novela americana? ¿Y la latinoamericana -por no hablar de la boliviana-? ¿Y son estas novelas ejercicios libres o un bufido más de la bestia mercantil dominante? ¿Ha pasado del todo la época de los grandes discursos? La evidencia en los distintos campos mencionados parece irrefutable. Y, sin embargo… Quizás sea mejor responder estas preguntas con otra, o reafirmar las dudas con más duda, o aclarar el concepto al oscurecerlo.
Quizá la obsesión por la gran novela nacional, en países de literaturas múltiples y disímiles -Bolivia entre ello-, no sea en realidad más que una utopía. En realidad, quizás la obsesión por los grandes discursos, ya sea que vengan de la política, la sociología, la economía o el arte, la voluntad de todos estos grandes relatos por abarcar y entender la totalidad y la multiplicidad que caracteriza a las sociedades humanas, sea una voluntad condenada al fracaso desde el principio.

Ya que si un discurso como éste existiera, si pudiera concretarse como una revelación programada, posiblemente sería una cosa tan monstruosa que se la relegaría al campo ornamental, incapaz de generar significados transmisibles. En las antípodas de su razón generativa, sería ya una máquina decorativa, un monumento a algo. Un objeto mudo. 

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