Polvo de olvido
Reseña de Séptimo sentido, la nueva propuesta dramatúrgica de Marcos Loayza.
Alfonso
Gumucio Dagron
La
memoria es mujer. Es decir, no es solamente una palabra femenina en los idiomas
de raíz latina (neutra en inglés), sino que tiene sexo de mujer. Más allá del
sexto sentido que se atribuye a las mujeres, el de la intuición, está el
séptimo sentido de la memoria que ellas saben preservar mejor que los hombres.
Esa
pareciera ser la tesis que nos brinda Marcos Loayza en la primera obra de
teatro enteramente suya. A diferencia de El
silencio del mar, que fue una excelente adaptación de la obra de Jean
Bruller, Séptimo sentido es un
monólogo íntegramente escrito y dirigido por Marcos para arreglar sus cuentas
con la angustia que le produce el tema de la memoria o, más bien, de la
desmemoria.
Lo
hace a través de Patricia García una excelente actriz (a quien vimos en el
papel de la vieja dama en Gula), ahora
con un monólogo de 40 minutos que nos lleva quizás a la luz, quizás a una mayor
oscuridad, porque no es una obra optimista, aunque podría serlo extrapolando un
poco a partir de la sobrevivencia de este personaje de mujer solterona,
profesora de escuela vestida como viuda, que en sus 541 años de vida ha visto
que la historia se escribe caprichosamente y que dentro del relato de la
historia oficial hay un hilo de memoria que pocos conocen o reconocen.
Hay
varios niveles de lectura en la obra de Loayza, que probablemente serán
desentrañados bajo la guía de Omar Rocha en la “escuela de espectadores” que tendrá
lugar el 29 de agosto en el Espacio Patiño de La Paz. Yo me limito a dar mi
breve lectura de espectador que admira el teatro como algo heroico y a veces
inextricable.
Según
mi lectura, la obra tiene tres momentos, el tercero de los cuales es el producto
de la reflexión de los dos primeros. El primer momento, que sirve para situar
al personaje, nos habla de la historia de manera didáctica y a partir de un símbolo
extraño por su naturaleza y por su incidencia en la historia de Bolivia:
Melgarejo. La sonoridad del apellido (que parece que hubiera desaparecido entre
los apellidos contemporáneos) y el comportamiento errático y megalómano del
personaje es el epítome de otros protagonistas de nuestra historia que llegados
al poder muestran lo peor de sus rasgos de carácter. Esa ironía no es sino
producto de aquello que encumbramos con nuestra dócil desmemoria.
Por
ello el segundo momento es un contrapunto entre la historia y la desmemoria: la
maestra sufre no solamente porque los aprendices (nosotros) somos incapaces de
retener datos básicos que son como mojones de referencia en nuestra historia, sino
porque el relato oficial niega y esconde el papel que en esa historia han
cumplido las mujeres. No es solo un discurso de reivindicación feminista, sino
que Loayza en su texto se ha preocupado de indagar y de incluir ejemplos muy
concretos de esa historia secreta que muestra la influencia de las mujeres en
decisiones que en diferentes periodos de la vida pública afectaron el rumbo del
país.
Y
el tercer momento es una consecuencia del segundo: el séptimo sentido de la
memoria es un bastión que mantienen las mujeres, por su sensibilidad hacia los
detalles. “La memoria solo tiene tiempo, las otras cosas tienen espacio”, dice
el texto (cito de memoria, ya que hablamos de ella). “Un atardecer, un dibujo,
un pedazo de queso…”, y sigue enumerando esos fragmentos pequeños que construyen
la memoria de cada quien, y que no es lo mismo que el recuerdo.
Una
reflexión encadena con otra y el espectador se deja llevar por el texto que
fluye y nos lleva donde Loayza quería que lleguemos. Las etapas a veces pueden
parecer inconexas, pero la lógica de su imbricado tejido aparece poco a poco. Hay
momentos en que el personaje de la maestra hace una crítica del sistema
educativo, de la enseñanza de la historia, del ejercicio del poder, del
ocultamiento de la participación de las mujeres, de la discriminación, de la
violencia, del autoritarismo, del amor…
De
pronto la maestra cambia de tono y busca ternura, recuerda sus múltiples vidas,
amores y desamores, elabora sobre lo que significa ser amado y no lo hace como
reclamo, sino con la misma nostalgia resignada con que aborda la desmemoria y
la incapacidad de aprender.
En
el discurso que construye el texto hay referencias certeras, aunque veladas, a
las perversiones de nuestra época, las que tienen que ver con la tecnología no
en tanto que aparatos, sino como formas de uso. En las nuevas generaciones la inhabilidad
para aprender proviene del exceso de información y de la incapacidad de
procesarla. No recordamos la fecha de la caída de Melgarejo porque es un dato
frío no conectado a la memoria, porque la memoria no es solamente un músculo
imaginario, sino un sentido de orientación, una manera de conectar los puntos.
La
frase “los cobardes no le temen a nada” que aparece al principio, tiene sentido
en la medida en que entendemos que Melgarejo es una excusa, que el aula es un
espacio inexistente, que el personaje de la maestra no es de carne y hueso, sino
la memoria misma que quisiera ser amada y respetada porque sin ella hemos
perdido “días, semanas, meses, años, décadas, siglos…” y acumulado un retraso
histórico del que ni siquiera somos conscientes.
Por
supuesto que Séptimo sentido no es
solo un buen texto y no es solo una buena interpretación de la actriz que
encarna a la maestra. Es también una puesta en escena a la vez sencilla, eficaz
y plásticamente elocuente: la escenografía habla. Todo lo que vemos es una
pizarra, una mesa, una ventana, un banco y una pared blanca, pero la manera
como estos cinco objetos se relacionan en el espacio hace que ese espacio nos
diga cosas distintas cuando la iluminación así lo determina.
La
ventana se abre y deja entrar un haz de luz intenso que no puede sino
representar la lucidez de la maestra en medio del oscurantismo de la historia.
La sombra que proyecta sobre el muro blanco crece o se achica según se desplaza
por el escenario y según aquello que expresa. El banco en el que ocasionalmente
se sienta le permite acercarse al público con sus confidencias, mientras
alrededor suyo crece la penumbra. La pizarra negra, finalmente (o antes de todo
lo demás), es el espejo en el que se reconoce y el polvo de tiza es el polvo
del olvido.
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