domingo, 14 de agosto de 2016

Teatro

Polvo de olvido

 Reseña de Séptimo sentido, la nueva propuesta dramatúrgica de Marcos Loayza. 

Alfonso Gumucio Dagron

La memoria es mujer. Es decir, no es solamente una palabra femenina en los idiomas de raíz latina (neutra en inglés), sino que tiene sexo de mujer. Más allá del sexto sentido que se atribuye a las mujeres, el de la intuición, está el séptimo sentido de la memoria que ellas saben preservar mejor que los hombres.
Esa pareciera ser la tesis que nos brinda Marcos Loayza en la primera obra de teatro enteramente suya. A diferencia de El silencio del mar, que fue una excelente adaptación de la obra de Jean Bruller, Séptimo sentido es un monólogo íntegramente escrito y dirigido por Marcos para arreglar sus cuentas con la angustia que le produce el tema de la memoria o, más bien, de la desmemoria.
Lo hace a través de Patricia García una excelente actriz (a quien vimos en el papel de la vieja dama en Gula), ahora con un monólogo de 40 minutos que nos lleva quizás a la luz, quizás a una mayor oscuridad, porque no es una obra optimista, aunque podría serlo extrapolando un poco a partir de la sobrevivencia de este personaje de mujer solterona, profesora de escuela vestida como viuda, que en sus 541 años de vida ha visto que la historia se escribe caprichosamente y que dentro del relato de la historia oficial hay un hilo de memoria que pocos conocen o reconocen.
Hay varios niveles de lectura en la obra de Loayza, que probablemente serán desentrañados bajo la guía de Omar Rocha en la “escuela de espectadores” que tendrá lugar el 29 de agosto en el Espacio Patiño de La Paz. Yo me limito a dar mi breve lectura de espectador que admira el teatro como algo heroico y a veces inextricable.
Según mi lectura, la obra tiene tres momentos, el tercero de los cuales es el producto de la reflexión de los dos primeros. El primer momento, que sirve para situar al personaje, nos habla de la historia de manera didáctica y a partir de un símbolo extraño por su naturaleza y por su incidencia en la historia de Bolivia: Melgarejo. La sonoridad del apellido (que parece que hubiera desaparecido entre los apellidos contemporáneos) y el comportamiento errático y megalómano del personaje es el epítome de otros protagonistas de nuestra historia que llegados al poder muestran lo peor de sus rasgos de carácter. Esa ironía no es sino producto de aquello que encumbramos con nuestra dócil desmemoria.
Por ello el segundo momento es un contrapunto entre la historia y la desmemoria: la maestra sufre no solamente porque los aprendices (nosotros) somos incapaces de retener datos básicos que son como mojones de referencia en nuestra historia, sino porque el relato oficial niega y esconde el papel que en esa historia han cumplido las mujeres. No es solo un discurso de reivindicación feminista, sino que Loayza en su texto se ha preocupado de indagar y de incluir ejemplos muy concretos de esa historia secreta que muestra la influencia de las mujeres en decisiones que en diferentes periodos de la vida pública afectaron el rumbo del país.
Y el tercer momento es una consecuencia del segundo: el séptimo sentido de la memoria es un bastión que mantienen las mujeres, por su sensibilidad hacia los detalles. “La memoria solo tiene tiempo, las otras cosas tienen espacio”, dice el texto (cito de memoria, ya que hablamos de ella). “Un atardecer, un dibujo, un pedazo de queso…”, y sigue enumerando esos fragmentos pequeños que construyen la memoria de cada quien, y que no es lo mismo que el recuerdo.
Una reflexión encadena con otra y el espectador se deja llevar por el texto que fluye y nos lleva donde Loayza quería que lleguemos. Las etapas a veces pueden parecer inconexas, pero la lógica de su imbricado tejido aparece poco a poco. Hay momentos en que el personaje de la maestra hace una crítica del sistema educativo, de la enseñanza de la historia, del ejercicio del poder, del ocultamiento de la participación de las mujeres, de la discriminación, de la violencia, del autoritarismo, del amor…
De pronto la maestra cambia de tono y busca ternura, recuerda sus múltiples vidas, amores y desamores, elabora sobre lo que significa ser amado y no lo hace como reclamo, sino con la misma nostalgia resignada con que aborda la desmemoria y la incapacidad de aprender.
En el discurso que construye el texto hay referencias certeras, aunque veladas, a las perversiones de nuestra época, las que tienen que ver con la tecnología no en tanto que aparatos, sino como formas de uso. En las nuevas generaciones la inhabilidad para aprender proviene del exceso de información y de la incapacidad de procesarla. No recordamos la fecha de la caída de Melgarejo porque es un dato frío no conectado a la memoria, porque la memoria no es solamente un músculo imaginario, sino un sentido de orientación, una manera de conectar los puntos.
La frase “los cobardes no le temen a nada” que aparece al principio, tiene sentido en la medida en que entendemos que Melgarejo es una excusa, que el aula es un espacio inexistente, que el personaje de la maestra no es de carne y hueso, sino la memoria misma que quisiera ser amada y respetada porque sin ella hemos perdido “días, semanas, meses, años, décadas, siglos…” y acumulado un retraso histórico del que ni siquiera somos conscientes.
Por supuesto que Séptimo sentido no es solo un buen texto y no es solo una buena interpretación de la actriz que encarna a la maestra. Es también una puesta en escena a la vez sencilla, eficaz y plásticamente elocuente: la escenografía habla. Todo lo que vemos es una pizarra, una mesa, una ventana, un banco y una pared blanca, pero la manera como estos cinco objetos se relacionan en el espacio hace que ese espacio nos diga cosas distintas cuando la iluminación así lo determina.

La ventana se abre y deja entrar un haz de luz intenso que no puede sino representar la lucidez de la maestra en medio del oscurantismo de la historia. La sombra que proyecta sobre el muro blanco crece o se achica según se desplaza por el escenario y según aquello que expresa. El banco en el que ocasionalmente se sienta le permite acercarse al público con sus confidencias, mientras alrededor suyo crece la penumbra. La pizarra negra, finalmente (o antes de todo lo demás), es el espejo en el que se reconoce y el polvo de tiza es el polvo del olvido. 

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