La experiencia formativa
Reseña del último y premiado libro de relatos del escritor chileno Antonio Díaz Oliva.
Sebastián
Antezana
La experiencia formativa (2016) es
el último libro del escritor chileno Antonio Díaz Oliva (1985), una colección
de relatos publicada por Neón y que en 2015 se llevó el reconocimiento a Mejor
Obra Inédita en la categoría cuentos del Consejo de la Cultura y las Artes del
vecino país.
Se
trata de un libro breve compuesto -en esta edición- por cuatro historias que, a
grandes rasgos, pueden dividirse en dos: por un lado, la primera historia, que
le da título al libro y ocurre en el interior de Chile y, por otro, los tres
relatos siguientes, que ocurren todos en Nueva York y tienen una óptica
bastante diferente. Todos
los cuentos, fuera de eso, están narrados en primera persona, siempre es un yo –distinto-
el que cuenta las historias porque es un yo –distinto- el que atraviesa por
esas experiencias formativas, esa especie de crecimiento a contrapelo, que son
los relatos de Díaz Oliva.
La experiencia formativa, así, cuento
que inaugura el libro, es una historia de apariencia simple aunque deja
entrever un trasfondo complejo que se ha hecho ya marca registrada de buena
parte de la literatura chilena contemporánea: la dictadura militar, a la que,
en este relato, sucede un cambio de paradigma que se cruza con la primera
educación y pronta madurez del personaje principal, un adolescente enclavado en
una colonia hippie del interior (“hippie a la chilena, que no es lo mismo que
los hippies gringos o europeos”) que mantiene una serie de reglas casi
menonitas -cuando cumplen los diecisiete, los chicos dejan la protección de la
colonia y van por un año a Santiago, la gran ciudad- y que, pese a lo que se
podría pensar, mantiene relaciones cercanas con las fuerzas militares
encargadas del país.
Con
un lenguaje parco y más bien descriptivo, poco dado al circunloquio o al
impulso ornamental, aunque sí algo cargado -que no sobrecargado- de chilenismos,
esta primera historia nos comienza a mostrar algo de la tónica del libro: la
construcción de distintas esferas melancólicas no exentas de humor ni de una
mirada crítica -a momentos frontalmente crítica- de los distintos sistemas y
coordenadas que sostienen a los personajes.
El
segundo cuento, Yo prefiero a mi mami,
marca un cambio. A partir de este punto el libro deja Chile como escenario de
acción -mas no como motor de la memoria y vínculo con el pasado- y se concentra
en Estados Unidos, específicamente en el mundillo latino de Nueva York.
Esta
es la historia de un ex fisiculturista y ex aeromozo que termina enrolado en el
“Programa de Escritura Curativa” –PEC- de una universidad en una ciudad
estadounidense no nombrada -pero que a todas luces es una parodia o
reconstrucción desplazada del programa de escritura creativa de NYU-, programa
diseñado para gente que, habiendo fracasado en sus primeras inclinaciones, se
dedica a estudiar escritura creativa como una forma de encontrar una segunda
oportunidad, una manera de curarse (“Somos gente muy dañada. ¿Hay forma de
curar nuestro fracaso?”).
El
PEC es un programa en el que los profesores son arquetipos paródicos y en el
que el narrador tiene como una de sus principales tareas escribirle largas
cartas a su madre -su “mami”- en las que le cuenta la verdad de su situación. Se
trata, así, de un relato humorístico y a momentos enternecedor, narrado desde
la distancia o la extrañeza -una distancia o una extrañeza que se agradecen-
que una vida pasada en el gimnasio le da a un novel escritor. Así, aunque de un
modo distinto a como ocurre en el primer relato, esta es la historia de un rito
de iniciación, una experiencia formativa -¿o deformativa?- que asegura,
imitando el gesto mayor de este libro hecho con retazos inteligentes y que reniega
de la lógica lineal, que “la única forma de contar nuestras experiencias de fracaso
es evitando la trama”.
El
tercer relato, Animalitos que fumé para
salir de la depresión, cuenta la historia de una especie de detective
narrativo dedicado a investigar los suicidios de alumnos de universidades estadounidenses
de élite -Ivy League y otras
similares- y a darles a los familiares del suicida (“padres quienes, el día en
que los veían partir rumbo a su experiencia universitaria, perdían el control
sobre las vidas de sus hijos”) una idea más profunda de quién fue (“ese era mi
trabajo, contarles esos últimos años; lo que no sabían o lo que sus hijos
escondían”). Un detective, pues, encargado de reconstruir una “narrativa”
comprensiva de los últimos meses o años de estudiantes que no pueden soportar
la vida.
Se
trata de un personaje muy original que, habiendo él mismo abandonado la
academia, está dedicado a la melancolía, al ejercicio y la droga, a fumar
“animalitos”, y que está estancado en un caso, el de la muerte de Ana, una
alumna de la universidad de Columbia que durante sus últimos días se prolonga
agónica e ingenuamente entre dos hombres, y que termina suicidándose, de forma
dolorosa e incomprensible, pues, como se sabe, “uno nunca llega a conocer
realmente a la gente. Ni siquiera a los que tiene al lado”.
El
último de los relatos, La ciudad ya
escrita, mantiene el mismo ambiente: es, otra vez, una narración en primera
persona ambientada en círculos académicos de Nueva York. En este caso, la
historia se desarrolla entre los devaneos de un tipo también universitario,
también drogadicto, que entre el desvencijado motor de su memoria y sus ganas
de contar historias se enfrenta al hecho paralizante de que vive en una ciudad
que ya ha sido narrada de muchas maneras y en múltiples ocasiones. Así, este
personaje que, como todos los demás en estas historias, respira el aire
asfixiante de la esfera literaria, escribe solo en una agenda, como haciendo
hincapié en la idea de que la escritura es un proceso íntimo o secreto de
curación o exorcismo, y cuando se habla a sí mismo se dice cosas como: “te
diste por vencido porque esta es una ciudad ya escrita”.
Para
este y los demás personajes, latinos que habitan o sobrevuelan los mundillos
literarios y académicos estadounidenses, parodiados con maestría por Díaz
Oliva, Nueva York es “una ciudad que se lee hacia adelante, a partir de sus
infinitas posibilidades, y no desde su pasado mitificado hasta la médula”.
Entre ellos -que a veces parecen el mismo personaje, una única consciencia con
facetas distintas- se aprecian nexos que van más allá de los ya mencionados,
nexos como la dificultad de encontrar salidas frente a sus circunstancias, el
pesimismo o melancolía que no ahoga un impulso paródico a momentos cercano a la
comedia, el pasado y la niñez en Chile, el recuerdo lejano de unos gatos,
técnicas de supervivencia en trenes, la marihuana, la juventud, la fiesta que
no se disfruta y la soledad.
De
esto y varias otras cosas más está hecha La
experiencia formativa, un libro de cuentos divertido y enternecedor que
muestra con creces la solvencia y capacidad narrativa de Díaz Oliva, una de las
voces narrativas emergentes en Chile a las que hay que estar muy atentos y que
bien valen la pena leer.
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