domingo, 14 de agosto de 2016

El chicuelo dice

Gradas iluminadas por el sol

Una historia más –de recuerdos, claro- del pequeño niño blasfemo, la Ovejita literaria y Florecita rockera.



Wilmer Urrelo

Cuando éramos niños en las gradas iluminadas por el sol. Cuando éramos niños en esas gradas de la que alguna vez fue mi casa podían pasarnos, a mi hermano y a mí, cosas maravillosas.
Cosas como imaginar que eras invisible y que (obviedad) nadie podía verte. Que nadie, que ningún cojudín podía verte pese a estar frente a dicho cojudín vestido en pijamas.
Esas eran las gradas iluminadas por el sol. O ese era el poder que poseían esas gradas. Gradas ubicadas en el número 1.003 de la avenida Tejada Sorzano (“el puterío está al lado”, contestaríamos años más tarde a los doncitos que se equivocaban de puerta).
Bueno, Florecita rockera, retomo antes de perderme: las gradas de mi casa también podían convertirse en una prisión y mi hermano y yo estar condenados a la muerte más dolorosa (engrillados, las barbas largas, el cuerpo en los puros huesos; y bajo esas condiciones seríamos fusilados, chancados, hervidos en aceite hamburguesero) y pese a todo lograríamos sacar uno de los bloques de piedra de nuestra celda con el consabido borde de la cucharilla y afuera habría un mar encrespado, oscuro. Pese a esas condiciones ambos huiríamos y ahí las gradas iluminadas por el sol volvían a tomar su verdadera forma.
-¿Y luego la convertían en otra cosa? -pregunta la Ovejita literaria-. ¿En un coche que los llevaba de paseo por todo el mundo?
No, más bien en algo peor, Ovejita literaria, es que por aquella época ambos teníamos la imaginación bien retorcida, para qué te voy a mentir: de pronto, esas gradas iluminadas por el sol mañanero se transformaban en un coche gigante, quizá un tanque de guerra y los dos lo manejábamos aplastando sin más asco a gente como nosotros (es decir, chiquillos empijamados) y el pequeño blasfemo diciendo:
-Y después dicen que el enfermo es uno.
Pero si estás bien enfermo, ¿o por qué sino sigues pensando en la Florecita rockera, a ver?, y cuando el pequeño niño blasfemo está a punto de contestar continúo recordando:
Aunque también esas gradas iluminadas por el sol se convertían en un barco enorme donde los dos debíamos desbaratar una conjura contra la vida de una niña de nuestra misma edad (bonita y orgullosa, Florecita rockera: ¿te recordará a alguien eso?), y los dos debíamos averiguar quién de todos los que viajaban junto a nosotros quería asesinarla. Las gradas iluminadas por el sol no eran gradas iluminadas por el sol, eran el mundo cotidiano resumido en todo su esplendor: feo, lleno de gente mala y solo soportable por una persona (la niña bonita y orgullosa), quien en este caso, al final, una vez que le salvábamos la vida (“el bien más preciado”, según nuestra mamá) ni siquiera nos daba un “gracias” o un “los recordaré el resto de mi vida, chicos”. Lo sé, éramos malos, sin embargo (como todo descorazonado que se precie) un tanto sentimentales en el fondo.
Las gradas iluminadas por el sol también servían para intentar comprender las leyes del mundo, pues al estar cerca de la puerta de calle podía verse (huequito mediante), todo lo que pasaba al otro lado. Y todo lo que pasaba al otro lado no era más que la clase de gente que circulaba por la vieja avenida Tejada Sorzano.
Era un lugar, esas gradas iluminadas por el sol, para escuchar las conversaciones esporádicas. Los ruegos de los enamorados, las ruines acusaciones, las más bajas peticiones, los arrepentimientos a destiempo. Lo malo era que solo duraban lo que duraba el paso de esas gentes por ahí, es decir, segundos. Y también servían, las gradas iluminadas por el sol, para decepcionarte, ya desde chiquito, del mundo y de la gente que lo habitaba. Escuchábamos y veíamos al niño maldito, a aquel carajito que años después le destrozaría la vida a alguien o bien éramos los testigos ocultos de las parejitas y sus dilemas teñidos siempre por la traición:
-Hay uno que siempre ama más en una relación -nos decía nuestra mamá, adelantándose en el tiempo y en el espacio a las psicólogas invitadas a las revistas matutinas de nuestra época.
Las gradas iluminadas por el sol servían además para ser testigos de cómo la ciudad periférica (la Tejada Sorzano, por aquella época, era el inicio de los extramuros paceños) empezaba a ser distinta. Empezaban a aparecer muchos más coches, los seres humanos se reproducían a un ritmo escandaloso que…
-Y miren el resultado ahora -interrumpe el pequeño niño blasfemo-, echen una mirada a su alrededor si no me creen: pura gente mala y encima fea.
Las gradas iluminadas por el sol, también, cumplían la función que todas las gradas por el sol del mundo cumplen. No solo el de incitar la imaginación de dos pequeñuelos empijamados. No solo descubrirles el horrendo mundo paceño y su fealdad. No solo ser el trampolín para soñar con niñas engreídas y bonitas. Digo que también cumplían su función vital: calentar los cuerpos. El sol que iluminaba las veintidós gradas de cemento era el lugar donde calentarse y tomar el refresquito mañanero.
-Porque esa casa era una casa fría y odiosa -dice el pequeño niño blasfemo-. Como todas las casas de esta ciudad.
Siempre pienso en esas gradas iluminadas por el sol. Y siempre me sorprendo, a veces sin querer, pensando en ellas con gratitud y, hasta podría decirse, con cierta nostalgia. Siempre recuerdo que sirvieron, en su brevedad e insignificancia de gradas iluminadas por el sol, para que nosotros seamos un poco más felices, menos carajos (o más, según se vea) y para empezar a crear a personajes idiotas y absurdos (como la Ovejita literaria, quien se ríe de mis palabras). Eso: en el fondo, las gradas iluminadas por el sol servían para…
-Si ella se acordara de mí por lo menos un ratito -interrumpe el pequeño niño blasfemo una vez más-, me compraría unas gradas iluminadas por el sol. Si alguien tiene unas igualitas el precio no importa, pago lo que sea.
-No jodas más con ese tema -dice la Florecita rockera, ya enojada-. A ver si maduras de una vez.

Las gradas iluminadas por el sol sirven también para eso, para gritar (y hacerte recuerdo, Florecita rockera) que el pequeño niño blasfemo aún está ahí. Esperándote en las gradas vestido en pijamas. Esperando a que llegue el sol (es decir, tú) para iluminarlo de una buena vez. 

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