Poeta en Nueva York: constataciones
Un paseo, con ojos de poeta y de la mano de Gabriel Chávez, por la Gran Manzana.
Gabriel Chávez Casazola
Hoy, último día de octubre, es tentador escribir sobre
las calabazas -anaranjadas, arquetípicas, enormes- que me asombraron el sábado
pasado en una feria de productos naturales en el Village.
En ellas pude reconocer, por fin, a las calabazas de
los dibujos animados de mi infancia, esas mismas del jinete sin cabeza y otras
historias de Halloween. Cuando era niño, las calabazas anaranjadas,
arquetípicas y enormes solo poblaban mi lóbulo de la fantasía y yo estaba
seguro de que eran una idealización de las calabazas reales, ya que en Bolivia
estos frutos de la tierra tienen otra forma, otra coloración, otras
rugosidades.
Darse cuenta de que mucho de lo que creíamos o creemos
perteneciente al mundo fantástico del cine y la televisión, en realidad existe
y tiene color local, es una de las tres constataciones (provincianas) de mi
reciente viaje a Nueva York.
Si al caminar la ciudad es posible reconocer, de deja vu en deja vu, tantos lugares comunes de nuestra memoria es porque sus
calles, plazas y edificios son lugares comunes del cine americano de todas las
calidades, que ha acompañado buena parte de nuestras vidas. Entonces, resulta
que mucho de lo que, visto desde lejos, suponíamos un ejercicio de ficción
atópico, en buena medida tiene un arraigo realista, localista, deliberado, y
podría pensarse que, por tanto, no aspiraría a ser universal.
Y sin embargo -segunda constatación (provinciana)-
Nueva York es lo universal: en sí diluye las fronteras entre la parte y el
todo. Eso se dice fácil y es casi una verdad de perogrullo, pero otra cosa es
sentirlo, saliéndose de los tours y recorridos programados, surcando la ciudad
día y noche en sus metros hasta lugares donde se confunde el sonido de una
radio que vomita una canción de Marc Anthony con el olor de un restaurant de
comida nepalí y los acentos de vaya a saberse cuántas lenguas superponiéndose
en una misma cuadra de Queens.
Solo en ese distrito, dicen que el más diverso de EEUU,
se hablan varias decenas de idiomas; no recuerdo exactamente el número que me
dio Carlos Aguasaco, el poeta colombiano que devino docente universitario en la
Gran Manzana y decidió organizar allí, junto a la dominicana Yrene Santos, en
el gran lugar común de todas las culturas y nacionalidades, un encuentro de
poesía que reflejara y celebrara esa unidad en la diversidad.
Nueva York es lo universal, sí, y quien la hiere de
alguna manera hiere al mundo -los cientos de nombres, también diversos,
grabados en bajorrelieve en la Zona Cero lo atestiguan cuando recorremos su
muda polifonía con la yema de los dedos-, pero a la vez quien aprende a amarla
y le canta, canta y ama y celebra al mundo.
Esto último lo escribo deliberadamente con acento de
Walt Whitman, en cuya voz alienta el vigor de esta ciudad incesante. Un jueves
a mediodía leemos poemas en su casa natal, en un suburbio arbolado, lejos de la
noche donde la víspera desafiamos al robusto toro de Wall Street con nuestra
inútil -y paradójicamente poderosa- poesía, dicha en un auditorio del City
College. Ese mismo jueves, por la
noche, el poeta Daniel Shapiro nos abre las puertas de los dorados salones de
The America Society y allí se mezclan el inglés, el español y el
portugués. En el cierre, en el Instituto
Cervantes, las lenguas aumentan de número y también los acentos. Nos
comprendemos -nuestro lugar común es la poesía-
pero no hablamos un español ni un inglés monocordes, sino trabajados por
la vida.
Además de los que hemos viajado expresamente desde
nuestros países de Latinoamérica y otros continentes, en el Poetry Festival of
New York participan muchos poetas latinos que viven en EEUU, sea que se
marcharon allí en alguna etapa de sus vidas, sea que nacieron en esa tierra
como descendientes de emigrantes.
Son los poetas de la diáspora y sus hijos. Al
escucharlos leer, su imaginario poético se nos aparece híbrido y único en su
combinación de elementos, receta irrepetible como lo es cada uno de ellos.
Incluso hay poetas que junto a sus nombres llevan los de tres países: en el que
nacieron, en el que se criaron, en el que viven. Son transterritoriales,
transmigrantes. En su poesía se diluyen las fronteras entre las partes y los
todos, y sus acentos casi indiscernibles así lo atestiguan.
Entonces, tercera constatación (ésta antiprovinciana),
pienso que muchas antologías y estudios importantes publicados en estos años
sobre la poesía latinoamericana o hispanoamericana casi no los tienen en
cuenta, y que deberían hacerlo, porque hace tiempo que las fronteras de la
poesía escrita en español han recorrido mucho más al norte del Río Bravo, como
ocurre también con otros géneros.
Y de nuevo con Whitman, que escribía en inglés y nos
tradujo al castellano León Felipe, celebro y canto que esa expansión ocurra, y
celebro el gusto de haber encontrado calabazas arquetípicas, enormes,
verdaderas. Como verdaderos son los lacayotes de mi infancia, con su forma, su
coloración y sus rugosidades locales que también canto, al leer en inglés mi Canción de la sopa en la noche de
Manhattan.
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