domingo, 1 de noviembre de 2015

Sombras nada más

Poeta en Nueva York: constataciones


Un paseo, con ojos de poeta y de la mano de Gabriel Chávez, por la Gran Manzana.



 Gabriel Chávez Casazola

Hoy, último día de octubre, es tentador escribir sobre las calabazas -anaranjadas, arquetípicas, enormes- que me asombraron el sábado pasado en una feria de productos naturales en el Village.
En ellas pude reconocer, por fin, a las calabazas de los dibujos animados de mi infancia, esas mismas del jinete sin cabeza y otras historias de Halloween. Cuando era niño, las calabazas anaranjadas, arquetípicas y enormes solo poblaban mi lóbulo de la fantasía y yo estaba seguro de que eran una idealización de las calabazas reales, ya que en Bolivia estos frutos de la tierra tienen otra forma, otra coloración, otras rugosidades. 
Darse cuenta de que mucho de lo que creíamos o creemos perteneciente al mundo fantástico del cine y la televisión, en realidad existe y tiene color local, es una de las tres constataciones (provincianas) de mi reciente viaje a Nueva York.
Si al caminar la ciudad es posible reconocer, de deja vu en deja vu, tantos lugares comunes de nuestra memoria es porque sus calles, plazas y edificios son lugares comunes del cine americano de todas las calidades, que ha acompañado buena parte de nuestras vidas. Entonces, resulta que mucho de lo que, visto desde lejos, suponíamos un ejercicio de ficción atópico, en buena medida tiene un arraigo realista, localista, deliberado, y podría pensarse que, por tanto, no aspiraría a ser universal.
Y sin embargo -segunda constatación (provinciana)- Nueva York es lo universal: en sí diluye las fronteras entre la parte y el todo. Eso se dice fácil y es casi una verdad de perogrullo, pero otra cosa es sentirlo, saliéndose de los tours y recorridos programados, surcando la ciudad día y noche en sus metros hasta lugares donde se confunde el sonido de una radio que vomita una canción de Marc Anthony con el olor de un restaurant de comida nepalí y los acentos de vaya a saberse cuántas lenguas superponiéndose en una misma cuadra de Queens.
Solo en ese distrito, dicen que el más diverso de EEUU, se hablan varias decenas de idiomas; no recuerdo exactamente el número que me dio Carlos Aguasaco, el poeta colombiano que devino docente universitario en la Gran Manzana y decidió organizar allí, junto a la dominicana Yrene Santos, en el gran lugar común de todas las culturas y nacionalidades, un encuentro de poesía que reflejara y celebrara esa unidad en la diversidad.
Nueva York es lo universal, sí, y quien la hiere de alguna manera hiere al mundo -los cientos de nombres, también diversos, grabados en bajorrelieve en la Zona Cero lo atestiguan cuando recorremos su muda polifonía con la yema de los dedos-, pero a la vez quien aprende a amarla y le canta, canta y ama y celebra al mundo.
Esto último lo escribo deliberadamente con acento de Walt Whitman, en cuya voz alienta el vigor de esta ciudad incesante. Un jueves a mediodía leemos poemas en su casa natal, en un suburbio arbolado, lejos de la noche donde la víspera desafiamos al robusto toro de Wall Street con nuestra inútil -y paradójicamente poderosa- poesía, dicha en un auditorio del City College.   Ese mismo jueves, por la noche, el poeta Daniel Shapiro nos abre las puertas de los dorados salones de The America Society y allí se mezclan el inglés, el español y el portugués.  En el cierre, en el Instituto Cervantes, las lenguas aumentan de número y también los acentos. Nos comprendemos -nuestro lugar común es la poesía-  pero no hablamos un español ni un inglés monocordes, sino trabajados por la vida. 
Además de los que hemos viajado expresamente desde nuestros países de Latinoamérica y otros continentes, en el Poetry Festival of New York participan muchos poetas latinos que viven en EEUU, sea que se marcharon allí en alguna etapa de sus vidas, sea que nacieron en esa tierra como descendientes de emigrantes.
Son los poetas de la diáspora y sus hijos. Al escucharlos leer, su imaginario poético se nos aparece híbrido y único en su combinación de elementos, receta irrepetible como lo es cada uno de ellos. Incluso hay poetas que junto a sus nombres llevan los de tres países: en el que nacieron, en el que se criaron, en el que viven. Son transterritoriales, transmigrantes. En su poesía se diluyen las fronteras entre las partes y los todos, y sus acentos casi indiscernibles así lo atestiguan.
Entonces, tercera constatación (ésta antiprovinciana), pienso que muchas antologías y estudios importantes publicados en estos años sobre la poesía latinoamericana o hispanoamericana casi no los tienen en cuenta, y que deberían hacerlo, porque hace tiempo que las fronteras de la poesía escrita en español han recorrido mucho más al norte del Río Bravo, como ocurre también con otros géneros.

Y de nuevo con Whitman, que escribía en inglés y nos tradujo al castellano León Felipe, celebro y canto que esa expansión ocurra, y celebro el gusto de haber encontrado calabazas arquetípicas, enormes, verdaderas. Como verdaderos son los lacayotes de mi infancia, con su forma, su coloración y sus rugosidades locales que también canto, al leer en inglés mi Canción de la sopa en la noche de Manhattan. 

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