sábado, 21 de noviembre de 2015

Parhelio

[Notas sobre (hacia) Roman
Ramón Ramún Katari]

Este artículo bien puede y debe leerse como una continuación del texto con el que –semanas atrás, en LetraSiete- Alan Castro rescató del olvido a Pablo Iturri Jurado.



Rodolfo Ortiz 

El estudio de la génesis de la biblioteca de un escritor suele ser una puerta favorable para atravesar su universo, no la única, sin embargo. Borges, en cierto sentido, se ha convertido en paradigma de una literatura que celebra la babel de las estanterías y su sistema de remisiones y rastros bajo el apotegma liber enim librum aperit, que algunos lacanianos se animan a traducir como “el libro que se abre a otros libros”. 
Este circuito abierto que va de los libros a los libros alcanzó un momento significativo con la publicación Borges, libros y lecturas (2010), libro que recomendaría y en el cual dos bibliotecarios del Tesoro y Archivo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires lograron reunir 496 libros de un total de 1.000 que Borges, tras su renuncia como director de aquella institución en 1973, había abandonado con innumerables anotaciones marginales y un sistema singular de referencias. Pero no solo lograron transcribir y articular este acervo de manuscritos despachados en cubiertas, portadillas, solapas y hojas diversas, sino que se esforzaron en reconocerlos en el piélago de la obra de este refinado escritor. Valga mencionar que este minucioso afán puso en cuestión una serie de textos redundantes que promueven el absurdo metalenguaje solo complaciente a los miembros de una cofradía crítica en torno a una obra. Una esperable lección de los grandes hacedores, dicho sea.
Sin embargo, la celebración de este mundo de referencias y “naderías” -la palabra es de Borges- no es lo que habrá de ocuparme en lo que sigue. En todo caso, en casa boliviana también existen historias inolvidables de bibliotecas perdidas. La biblioteca cercenada de Saenz, por ejemplo; o el oscuro destino de Ismael Sotomayor, cuyos huesos, cuerpo y todo, aparecieron un día junto a su biblioteca, que era su propia habitación; un día misterioso en que la puerta estaba cerrada con candado y por fuera.
Según testimonio de Anita Rivera Sotomayor, su sobrina, poeta ella misma y custodia última de su memoria, Ismael Sotomayor murió el año 1961 en la calle Madidi de San Pedro, dejando una -infiero a contrapelo- gigantesca cantidad de incunables, cunables, nables y demás maravillas, que rápidamente fueron saqueados en su totalidad por funcionarios del Ministerio de Educación, y donde obraban, dicho sea, Llanos Aparicio, Gastón Velasco y otros cómplices movimientistas que seguían órdenes del ministro de turno, José Fellman Velarde.
Ojalá el lector consienta el rodeo, pero tampoco habré de perderme en este bosque literario que va de los libros a los libros. Pienso, en todo caso, que si la génesis de una biblioteca llega a ser una puerta, la puerta cerrada de Sotomayor sugiere una zona quizás más aterradora, un real empujado de los libros que oscila entre la dicha de la calle y los huesos de un lector.
Estas cavilaciones no son del todo arbitrarias, eso espero, pues me conducen inevitablemente hacia la puerta de la calle Eduardo Caba, cuyas escuetas referencias geográficas (“tipo callejón cerca de los pescaditos”) me fueron referidas hace meses por un generoso amigo descubridor.
Empero, aquí me interesa resaltar que el autor de esta puerta-poema-mural-inconcluso, Pablo Iturri Jurado, fue antes bien él mismo una bisagra secreta que vinculó literaturas de vanguardia y retaguardia como nadie lo había hecho en Bolivia. Además de haber participado como director y grabadista en la revista Inti (1925-1926), Iturri colaboró en 1923 en la revista Argos de Oruro, donde firma como “Pablo Iturri Jurado (Roman Latino)”. La relevancia del nombre parentético que aparece en el frontis o puerta de Argos, destella cinco años después, cuando Roman Latino (a secas) forjó en 1928 un punto de articulación clave entre Arturo Borda y Gamaliel Churata, dicho sea, dos iluminados que se conocieron sin haberse conocido nunca.
Quizás por única vez Churata menciona a Borda como pintor en una columna que escribió en los años 50 bajo su habitual pseudónimo de “El Hombre de la calle”. Borda, por su parte, menciona a Churata por única vez en una carta de 1937 que escribe a Carlos Medinaceli, nombrándolo, quizás a guiño irónico, como “Gamanil” Churata. Pero el lazo temprano y redivivo entre ambos se lo debemos a Roman Latino, justamente, cuando editó en un periódico paceño la olvidada “Columna de ambos lados (Páginas de arte y letras)”, una publicación de indudable magma vanguardista que a principios de 1928 difundía textos de Borda, Borges, Cerruto, Churata, Alejandro Peralta, Magda Portal, Uriel García, Gómez de la Serna, Villaurrutia, Oliverio Girondo, Viscarra Fabre y varios otros que sistemáticamente se importaban del Boletin Titikaka desde Puno. Detrás de Roman Latino, entonces, se escondía la mirada de un editor que buscaba una confluencia cosmopolita, pero también la vitalidad de una retaguardia -quizás hoy ya no tan invisible- que urdía la creación de un arte “único e inapetecible”, para usar palabras de Borda. No es casual que el epíteto “de ambos lados” emerja como trasunto mismo de esta mirada -diría una constante en la obra de Iturri-, y no es casual que en casi todos los números de esta “Columna de ambos lados” se publique a Borda a manera de folletín, junto a eventuales poemas de Churata y los desconcertantes grabados del editor que variaban a una velocidad mayor que la de sus nombres.
Roman Latino murió junto a su valiosa publicación en medio de un millar de crepúsculos que algo tendrán que ver con los huesos de Ismael Sotomayor detrás de una puerta sin expediente. Sin embargo, tres años después se produjo una “mudanza de oficio” imprevisible, pues de esos restos emerge un día en pampapata ccollavina Ramón Katari autor de Hathawi (1931). Pampapata es el bellísimo nombre ancestral del altiplano y para el autor de Hathawi será también una gran mesa tendida para el banquete a venir. En esa mesa habrá intercambio y transmutación. La palabra “catari”, por ejemplo, se revela como “víbora”, al cabo, mutante en mudanza y perpetua en oleaje y memoria, cuando a la par su traductor sin amarras, Katari, comenzaba a mutar ahí mismo como Luratap Jari, un nombre que Iturri Jurado solo deja circular en Amawtta (1944), donde finalmente se reautobautiza como Ramún.
Ramón Ramún Katari es un ente poliformo y politesta, tenebroso y mutante, con aire de inabarcable raíz. La primera voz en Hathawi, que significa “génesis”, prevenía declarando un estilo, que es una clara manera de zanjar los lugares inimitables y auténticos en una mesa tan vasta como la pampapata misma: “Mi estilo es un ir y venir de nuevas formas, múltiples, vocálicas, geométricas, de un real subjetivismo que vale tanto más que un objeto de táctica”. Y en una línea que a pocos pasos le sigue, a pulmón de conjunta en lengua y saliva, otra voz advierte para fatal perdición del lector: uca qis, uca qis (ni es eso, ni es eso).
Roman Ramón Ramún Katari, más allá siendo será y habiendo sido en sacudón de los crepúsculos y de los libros, unas veces de huesos y otras veces de bisagra, grandemente, a la sazón de la puerta en la calle Eduardo Caba y de la imagen de una mujer “de ambos lados” fecundada en el umbral de la puerta del sol. De “ambos lados” también el grabado de aquella mujer y el poema “hathawi” que en fragmento dice así:

Un lado del vientre
mira el mundo y el otro lado el Ande.


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