[Notas
sobre (hacia) Roman
Ramón Ramún Katari]
Este artículo bien puede y debe leerse como una continuación del texto con el que –semanas atrás, en LetraSiete- Alan Castro rescató del olvido a Pablo Iturri Jurado.
Rodolfo Ortiz
El estudio de la génesis de la biblioteca de un
escritor suele ser una puerta favorable para atravesar su universo, no la
única, sin embargo. Borges, en cierto sentido, se ha convertido en paradigma de
una literatura que celebra la babel de las estanterías y su sistema de
remisiones y rastros bajo el apotegma liber
enim librum aperit, que algunos lacanianos se animan a traducir como “el
libro que se abre a otros libros”.
Este circuito abierto que va de los libros a los
libros alcanzó un momento significativo con la publicación Borges, libros y lecturas (2010), libro que recomendaría y en el
cual dos bibliotecarios del Tesoro y Archivo de la Biblioteca Nacional de
Buenos Aires lograron reunir 496 libros de un total de 1.000 que Borges, tras
su renuncia como director de aquella institución en 1973, había abandonado con innumerables
anotaciones marginales y un sistema singular de referencias. Pero no solo
lograron transcribir y articular este acervo de manuscritos despachados en
cubiertas, portadillas, solapas y hojas diversas, sino que se esforzaron en reconocerlos
en el piélago de la obra de este refinado escritor. Valga mencionar que este
minucioso afán puso en cuestión una
serie de textos redundantes que promueven el absurdo metalenguaje solo
complaciente a los miembros de una cofradía crítica en torno a una obra. Una
esperable lección de los grandes hacedores, dicho sea.
Sin embargo, la celebración de este mundo de
referencias y “naderías” -la palabra es de Borges- no es lo que habrá de
ocuparme en lo que sigue. En todo caso, en casa boliviana también existen
historias inolvidables de bibliotecas perdidas. La biblioteca cercenada de
Saenz, por ejemplo; o el oscuro destino de Ismael Sotomayor, cuyos huesos,
cuerpo y todo, aparecieron un día junto a su biblioteca, que era su propia
habitación; un día misterioso en
que la puerta estaba cerrada con candado y por fuera.
Según testimonio de
Anita Rivera Sotomayor, su sobrina, poeta ella misma y custodia última de su
memoria, Ismael Sotomayor murió el año 1961 en la calle Madidi de San Pedro,
dejando una -infiero a contrapelo- gigantesca cantidad de
incunables, cunables, nables y demás maravillas, que rápidamente fueron saqueados en su totalidad por funcionarios del
Ministerio de Educación, y donde obraban, dicho sea, Llanos Aparicio, Gastón
Velasco y otros cómplices movimientistas que seguían órdenes del ministro de
turno, José Fellman Velarde.
Ojalá el lector consienta el rodeo, pero tampoco habré
de perderme en este bosque literario que va de los libros a los libros. Pienso,
en todo caso, que si la génesis de una biblioteca llega a ser una puerta, la
puerta cerrada de Sotomayor sugiere una zona quizás más aterradora, un real
empujado de los libros que oscila entre la dicha de la calle y los huesos de un
lector.
Estas cavilaciones no son del todo arbitrarias, eso
espero, pues me conducen inevitablemente hacia la puerta de la calle Eduardo
Caba, cuyas escuetas referencias
geográficas (“tipo callejón cerca de los pescaditos”) me fueron
referidas hace meses por un generoso amigo descubridor.
Empero, aquí me interesa resaltar que el autor de
esta puerta-poema-mural-inconcluso, Pablo Iturri Jurado, fue antes bien él
mismo una bisagra secreta que vinculó literaturas de vanguardia y retaguardia como
nadie lo había hecho en Bolivia. Además de haber participado como director y
grabadista en la revista Inti
(1925-1926), Iturri colaboró en 1923 en la revista Argos de Oruro, donde firma como “Pablo Iturri Jurado (Roman Latino)”.
La relevancia del nombre parentético que aparece en el frontis o puerta de Argos, destella cinco años después,
cuando Roman Latino (a secas) forjó en 1928 un punto de articulación clave entre
Arturo Borda y Gamaliel Churata, dicho sea, dos iluminados que se conocieron
sin haberse conocido nunca.
Quizás por única vez Churata menciona a Borda como
pintor en una columna que escribió en los años 50 bajo su habitual pseudónimo
de “El Hombre de la calle”. Borda, por su parte, menciona a Churata por única
vez en una carta de 1937 que escribe a Carlos Medinaceli, nombrándolo, quizás a
guiño irónico, como “Gamanil” Churata. Pero el lazo temprano y redivivo entre
ambos se lo debemos a Roman Latino, justamente, cuando editó en un periódico
paceño la olvidada “Columna de ambos lados (Páginas de arte y letras)”, una
publicación de indudable magma vanguardista que a principios de 1928 difundía textos
de Borda, Borges, Cerruto, Churata, Alejandro Peralta, Magda Portal, Uriel
García, Gómez de la Serna, Villaurrutia, Oliverio Girondo, Viscarra Fabre y varios
otros que sistemáticamente se importaban del Boletin Titikaka desde Puno. Detrás de Roman Latino, entonces, se
escondía la mirada de un editor que buscaba una confluencia cosmopolita, pero
también la vitalidad de una retaguardia -quizás hoy ya no tan invisible- que
urdía la creación de un arte “único e inapetecible”, para usar palabras de
Borda. No es casual que el epíteto “de ambos lados” emerja como trasunto mismo
de esta mirada -diría una constante en la obra de Iturri-, y no es casual que
en casi todos los números de esta “Columna de ambos lados” se publique a Borda
a manera de folletín, junto a eventuales poemas de Churata y los desconcertantes
grabados del editor que variaban a una velocidad mayor que la de sus nombres.
Roman Latino murió junto a su valiosa publicación en
medio de un millar de crepúsculos que algo tendrán que ver con los huesos de
Ismael Sotomayor detrás de una puerta sin expediente. Sin embargo, tres años después
se produjo una “mudanza de oficio” imprevisible, pues de esos restos emerge un
día en pampapata ccollavina Ramón
Katari autor de Hathawi (1931). Pampapata es el bellísimo nombre
ancestral del altiplano y para el autor de Hathawi
será también una gran mesa tendida para el banquete a venir. En esa mesa habrá
intercambio y transmutación. La palabra “catari”, por ejemplo, se revela como
“víbora”, al cabo, mutante en
mudanza y perpetua en oleaje y memoria, cuando a la par su traductor sin
amarras, Katari, comenzaba a mutar ahí mismo como Luratap Jari, un nombre que
Iturri Jurado solo deja circular en Amawtta
(1944), donde finalmente se reautobautiza como Ramún.
Ramón Ramún Katari es un ente poliformo y politesta,
tenebroso y mutante, con aire de inabarcable raíz. La primera voz en Hathawi, que significa “génesis”,
prevenía declarando un estilo, que es una clara manera de zanjar los lugares
inimitables y auténticos en una mesa tan vasta como la pampapata misma: “Mi estilo es un ir y venir de nuevas formas,
múltiples, vocálicas, geométricas, de un real subjetivismo que vale tanto más
que un objeto de táctica”. Y en una línea que a pocos pasos le sigue, a pulmón
de conjunta en lengua y saliva, otra voz advierte para fatal perdición del
lector: uca qis, uca qis (ni es eso, ni es eso).
Roman Ramón Ramún Katari, más allá siendo será y habiendo
sido en sacudón de los
crepúsculos y de los libros, unas veces de huesos y otras veces de bisagra,
grandemente, a la sazón de la puerta en la calle Eduardo Caba y de la imagen de
una mujer “de ambos lados” fecundada en el umbral de la puerta del sol. De “ambos
lados” también el grabado de aquella mujer y el poema “hathawi” que en
fragmento dice así:
Un lado del vientre
mira el mundo y el
otro lado el Ande.
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