domingo, 1 de noviembre de 2015

Patio interior

Pura música


De cuando música y poesía se tomaron de la mano. Y, de paso, una breve recomendación de lo mejor de lo mejor del romanticismo musical alemán.



Juan Cristóbal Mac Lean E. 

En la anterior entrega de esta ya larga serie habíamos tocado, y muy por apenas, los casos de Schubert, Schumann, Clara Wieck y Brahms. Antes de que sigamos hablando del enlace entre música y poesía, que se dio por primera vez y tan contundentemente durante el romanticismo alemán, permítasenos sugerir, a los eventuales interesados en estas páginas, algunas composiciones esenciales de cada uno de ellos y que hoy, gracias a internet, son tan fáciles de encontrar y grabar.
Para que la lista no sea larga, nos limitaremos a señalar solo algunas pocas composiciones que, nos parece (muy subjetivamente, por cierto), son claves dentro del stimmung de aquellos tiempos, en esos pueblos o ciudades alemanas y que luego se hicieron de todos, es decir de todos los hombres y mujeres del planeta. Esta es la pequeña lista:

- Schubert: Quinteto en do mayor Trío No. 2. Todos o cualquiera de sus cuartetos, sobre todo los últimos. Para piano, los conocidos Momentos musicales, los Improntus y las últimas sonatas.
- Schuman: Sus tres cuartetos para cuerdas y, para piano: Children´scorner, Papillons y las Fantasistücke. Como Concierto para piano, la Kreisleriana.
- Clara Wieck: El Cuarteto para cuerdas.
- Brahms: Sus cuartetos y sextetos para cuerdas, el Concierto para Clarinete, la Segunda Sinfonía, el Doble concierto para violín y chelo. Para piano, sus Improntus.

Quien se dé el trabajo de escuchar siquiera una parte de esa lista, fuertemente recomendada, estará en perfectas condiciones para todo lo que se ha venido diciendo hasta aquí y lo que seguirá.
Y si nos parece necesario detenernos en cuanto ocurrió con la música entonces, aparte de porque se hizo más patente y audible que nunca, (en un radio algo más amplio que el de los músicos arriba mencionados) es porque la música llegó a liberarse de cualquier función mimética o meramente ilustrativa, llegando a imponerse como tal, como pura música, sonidos desprendidos y entregados a su propio juego, en escucha de sí mismos, en escucha incluso crítica de sí mismos.
Esto se dio en un movimiento a su manera similar, recordemos, al que había agitado otros papeles, al crearse o vislumbrarse paralelamente, un campo literario específico, en el centro del cual el poema o la novela soñada y hasta la crítica misma, ocupan un primer plano irradiante -por sí solos, exaltados. En cualquiera de los casos, a ellos, a esos poetas, músicos y escritores románticos se les debe la libertad del arte y del artista tal como las conocemos hoy, y también ellos fundaron esa voluntad, a veces militantemente comprometida, por alcanzar riberas insospechadas entre la naturaleza y el yo, al filo de nuevas mitologías o palabras arrancadas a las entrañas del lenguaje, procurando apresar lo inapresable.
En tales escenarios, ¡cómo la música no habría de desplegarse en su mayor plenitud y siendo más sí misma que nunca antes!  Para Wackenroder, en 1790: la música “expresa todos los movimientos del alma incorpórea”, o más tarde para Schopenhauer: “el compositor nos revela las esencia más íntima del mundo; él es el intérprete de la más profunda sabiduría, y nos habla con un lenguaje que la razón no puede comprender”.
En todo caso, esas vidas jóvenes, como las que habíamos visto, sembraron un incalculable remezón con sus notas en el mundo musical de entonces y para siempre, cruzando la Europa entonces vibrante entre la revolución francesa y los cañones napoleónicos, muy a salto de mata, ofreciéndose enteros.
Ya sea para los músicos o los otros, seguramente valen por igual estas palabras o retrato de, quién iba a decirlo, Isaiah Berlin: “eran pobres, tímidos, pedantescos y básicamente inadaptados a la sociedad”. Sin embargo, desde el fondo de tan anecdótico, quizá justo y hasta divertido retrato, sí llegaron a moldear gran parte de lo que sería arte o considerado como arte a partir de ellos.
En cuanto a la música, también convendría matizar quizá un tanto ese su aspecto tan definitivo y total que en ellos tantas veces ésta pareciera asumir, presta y sin reparos. O así lo hace, más bien dando pistas de sus reparos, por lo menos una gran figura como la de Vladimir Jankélévitch, él mismo pianista eximio e incomparable filósofo francés (1903-1985) con varios libros sobre música y músicos en su haber.
Llegaba a decir, Jankélévitch, que no le gustaba del todo la música alemana, que la sentía demasiado confiscada por la muerte y el amor y que olvidaba, esencialmente, el susurro del viento en los follajes (algo que tan bien se sentiría al escuchar, por ejemplo, a Debussy o Ravel). Le parecía, en fin, que en la música romántica había un “exceso de elocuencia”. 
Casero intérprete e inmenso filósofo, se lamentaba en estos términos: “una generación de filósofos, de poetas, de músicos, de alquimistas y humoristas basta para deshacer lo que la crítica hizo (las citas vienen de La musique et les heures, Seuil 1988)”. Ya sabemos a quienes se refería en última instancia -justamente nos hemos estado ocupando de ellos. Asimila a los románticos, ásperamente y no sin razones, a alquimistas y humoristas, de los que echan al suelo cierto sentido común que se había forjado en alguna crítica.
La descreencia de Jankélevitch va incluso más allá: “La naturaleza misma, la naturaleza de la Naturphilosophie, designa ahora la matriz de esas diferencias, el más allá obscuro en el que aún se confunden el objeto y el yo, lo cómico y lo trágico, la acción y el entendimiento”. ¡Mezclas malsanas!  No llega a saberse, en el fondo, hasta qué punto detesta Jankélevitch el romanticismo, al que, en sus fórmulas siempre deslumbrantes, atribuye “la curiosidad apasionada por el pasaje, por los momentos intermedios entre los extremos y sobre todo por esa hora vespertina que es el régimen ambiguo de la razón declinante y de la intuición en instancia”.
Acaba de hablar de Schumann, lo intuimos como sin querer. En otra frase, sin embargo, Jankélévitch cede al encanto romántico y se suelta, rápido y chispeante: “la noche romántica no tiene nada en común con los espacios negros, mudos y desesperantes de Pascal; es al contrario, una noche infinitamente poblada, una noche en la que circulan todo tipo de presencias, en la que hay chirridos, trinos, tocamientos, risas furtivas y tajadas de valses”.
¿Se refiere aquí a la noche alemana, digamos, o está pensando en los Nocturnos del polaco Chopin y al que tan hermosas páginas le dedica? En todo caso, hay en el romanticismo algo que lo perturba, de la misma forma en que, a través de él, resulta que “hay en la vieja naturaleza un principio de tragedia mal reprimido que amenaza perpetuamente a nuestra civilización interior”.

Y, justamente, no dejaba de ser ese un programa romántico, pues se trataba de “romper con la naturaleza de lo dado”, en palabras de Berlin, y hacerlo imponiendo “un modelo estético a la realidad”. Fracasaron, menos mal, se dice el mismo Berlin. ¿Y en cuanto a ese principio de una tragedia mal reprimida en la vieja naturaleza? Es por cierto en la música donde más patente se hizo tal despertar. Y quien más finamente lo registró, también para siempre y como veremos, fue Schopenhauer, para el que la música era, definitivamente, la más alta de todas las expresiones humanas. 

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