Guerra y paz: Boquerón
Una crítica a Boquerón, la película que Tonchy Antezana estrenó hace algunas semanas.
Bernardo Prieto
El cine boliviano actual (no todo) parece ser una torpe
producción televisiva de la que, por ejemplo, un reciente capitulo podría ser Olvidados, una comedia melodramática sobre
el Plan Cóndor. En ese caso, con el reciente estreno de Boquerón, de Tonchy Antezana, tendríamos la anticipación de una
telenovela llamada “Historia nacional”.
Con todo, la telenovela (el melodrama) no es una forma mala
en sí misma, ya que al menos exige un guion
bien escrito, profundidad psicológica en los personajes y algo de verosimilitud
dramática para poder producir en los espectadores -como escribe Aristóteles- un
poco de compasión y no solo temor (de volver ir al cine, claro). Lastimosamente,
este no es el caso.
Y es que uno piensa -inocentemente- que con Boquerón podrá ver algo así como la
“gran película boliviana”; sin embargo, a mitad de la cinta, uno se pregunta si
acaso estaría mejor en la sala contigua, viendo alguna saga de los infaltables
superhéroes de turno.
Boquerón comienza
con unas bellas imágenes: fotografías de la Guerra de Chaco, y continúa con un
violento asesinato de un viejo excombatiente. Posteriormente, y después del
velorio, Joaquín (el nieto preferido) recibe como herencia un diario de guerra
escrito por su abuelo. Lo que resta de la película reconstruye el famoso asedio
y la resistencia de Boquerón por parte del ejército boliviano en 1932 (todo,
claro, leído por Joaquín en el diario).
La trama se cuenta a través de la amistad de cuatro soldados
bolivianos, de los que conocemos sus historias particulares mediante flashbacks
en blanco y negro. A pesar de este recurso, que podría resultar interesante, la
realización estética es tremendamente descuidada pero, sobre todo, la
perspectiva histórica y la propuesta ética resultan pobres: la mitología básica
del 52 reproducida hasta el cansancio.
De esta manera, Boquerón
se convierte en un triste afán patriótico, falsamente épico, que puede
considerarse el peor (¿o el mejor?) “camp” en la historia cinematográfica de
Bolivia.
Se dice que es casi imposible lograr una buena
interpretación cuando se parte de un guion estereotipado, y tal parece. Los
actores en Boquerón brindan un
trabajo exagerado y falso. La prostituta -que podría ser una mujer sensual y
misteriosa- parece en realidad una mujer con serias limitaciones mentales. El
comandante en jefe, encargado de la defensa de Boquerón, del que se espera un militar
valiente, sagaz y estricto, resulta ser un torpe con cara de enojado (un
registro actoral limitado). Tomás, el soldado aymara, no tiene registros, y tal
vez por esto es el personaje más interesante de la película: desprende el
misterio de un Clint Eastwood joven, que apenas escupe las palabras.
Y es que el gran cine melodramático -por ejemplo: Almodóvar,
Sirk, o Chaplin- exige de un trabajo actoral preciso, intenso y bien temperado.
A pesar de las manidas historias que se cuentan, los actores deben transformar
las pequeñas tragedias y las mentiras, los amores y desamores, en pasajes verosímiles
e intensos.
La música en Boquerón
se convierte en una forma sofocante de direccionar los sentimientos y
pensamientos del espectador. Lo terrible es que en toda la película nunca se
oye nada de la riqueza musical que produjo la guerra. Ningún bolero de
caballería, ningún huayño, ninguna cueca o fox-trot.
¿Por qué entonces un director que se empeña tanto en
“hablar” de Bolivia, ignora deliberadamente uno de los frutos más ricos que
produjo la tradición artística nacional?
(No es que una película debe ser naturalista en su propuesta estética.
Sofía Coppola acompañó de manera certera la frivolidad de María Antonieta con
música que no tiene ninguna relación con el periódico histórico de Luis XVI).
¿Y qué decir de los diálogos? ¿Será que cuando uno está
muriendo de hambre o sed se pone a reflexionar interminablemente sobre la
muerte, la vida o el destino? (Aquí el Quijote es proverbial: “Metafísico
estáis; -‘Es que no cómo’, responde Rocinante-). De esta manera, oímos largos
discurso filosóficos escritos por algún Amado Nervo medio borracho.
Seguimos. ¿Es posible hacer una película antibélica a la vez
que patriótica? ¿Es posible hablar sobre las injusticias del presente cuando la
imagen que se muestra de nuestro pasado se convierte en una alegre mitología?
¿Se puede ser entretenido sin tomar al público por idiota?
Sería un despropósito asociar la película con ciertos hitos
del cine bélico o de acción. La humanidad de Paths of Glory de Kubrick, el misterio y fervor de The Red Thin Line de Malick, o la locura
manifiesta en Apocalipsis Now de
Coppola son desmesuradas fantasías llenas de intriga y de vida. Y es que incluso
algunas de las mejores películas del nuevo Hollywood: American Sniper o The Hurt
Locker, nos muestran que no es necesario producir grandes batallas o
violencia desmedida; el miedo o el sentimiento épico pueden simplemente
sugerirse.
Entonces, si las batallas le dejaron con sabor a poco, si tiene
hijos o conocidos jóvenes, intente con Call
of Duty o GTA. No solo los
gráficos lo sorprenderán por su precisión y calidad (claro, en comparación con
los de Boquerón…), sobre todo podrá percibir
ese extraño sentimiento épico (el sabor de la guerra) del que ya nos habla
Homero y del que Boquerón, como un
buen político, nos promete pero olvida.
Y es que al eludir la pregunta fundamental sobre la
violencia, la seriedad y el rigor artístico resultan inexistentes ¿Cómo
entendemos la historia nacional? La película parecería responder que a través
de los ojos del mito fundacional del Chaco (Nanawa, afirmaría Zavaleta Mercado),
mitología que resulta ser un cúmulo de ideas entre nacionalistas y fascistas.
La Guerra del Chaco se sobrepone sobre nuestra historia
-como el sol a mediodía- e ilumina (aunque no lo haga la película) la miseria y
la injusticia de nuestra tierra. El dolor que sufrieron miles de bolivianos es
profundo; ese mismo dolor que, aun después de ver una parodia cinematográfica,
te permite llorar: “No me pagaras en vida que me des, la muerte que me doy”. Y
aun así, antes de morir, habremos de cantar nuestras miserias. Así también debería
hacerlo el cine boliviano.
Si Aquiles fuese un personaje en Boquerón, su cólera nos habría librado de casi dos horas de tedio y
habría resuelto los problemas a los hermanos paraguayos.
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