sábado, 14 de noviembre de 2015

Sombras nada más

Lo aéreo y lo lejano


Reseña de dos poemarios Lo que aire es, del ecuatoriano Xavier Oquendo, y Lo lejano, del colombiano Santiago Espinosa.



Gabriel Chávez Casazola

En la maleta, en la mesa, rebalsando los estantes, resignificando espacios, los libros. Hoy tomo dos de ellos que me son queridos, para compartir su lectura -mi lectura- con ustedes, a sabiendas quizá de que no es posible encontrarlos en Bolivia.
El primero de ellos, Lo que aire es, del poeta ecuatoriano Xavier Oquendo, se ha publicado en Argentina (El Suri Porfiado), España (Valparaíso Ediciones, que según acabo de ver lo ofrece también en edición digital) y Colombia (Colección Los Torreones) en 2014.
Suspendida entre dos silencios, entre dos edades, entre dos soledades silenciosas, como una servilleta blanca o una sábana puesta al sol: bandera de armisticio con los pequeños y vastos dolores de cada día, y a la par declaración de guerra contra el tiempo que huye (y que nos lleva): así es la palabra de Lo que aire es.
Confesión musitada al oído en medio de la barahúnda de la ciudad o grito en una habitación vacía. Ejercicio de memoria y ejercicio de renuncia a la memoria. Manual de instrucciones para desamar.  Mirada implacable a un espejo trizado y el propio espejo trizado. Y sin embargo, pese a su gesto desencantado, es también un credo en lo (poco) que perdura y arde: algunos rostros perdidos, acaso hollados, y hallados nuevamente; ciertas calles que doblan en la esquina; la misma poesía -soplo, aire- anterior a todo y todos, capaz de fundar y renovar y purificar.
En su engañosa sencillez, parapetados tras su titulación de sabor clásico, estos poemas primero esconden más de lo que revelan, y luego revelan mucho más de lo que habían escondido. Además, una ética los subyace y atraviesa: la de una descarnada honestidad de la voz que poetiza y que es capaz, por ello, de devolvernos la fe en la palabra en un mundo donde ella, como tantas otras cosas esenciales, ha perdido su valor.
Lejos del vano artificio y de tentaciones formales al uso, la poesía de Xavier Oquendo Troncoso se nos propone aquí introspectiva y coloquial, y en tanto tal, capaz de suscitar reflexión y emoción: puente y oriflama. Entre el silencio que la precedía y el que le sigue al cerrar este libro, la sábana blanca del lenguaje brilla con nuevos reverberos.
El segundo libro que he elegido hoy es Lo lejano, del poeta y ensayista colombiano Santiago Espinosa, publicado en Ecuador (El Ángel) este 2015. 
Detrás de lo que escribo / siempre hay lluvia, confiesa Espinosa casi al descuido, como si al decirlo no estuviera aprehendiendo en el aire la flecha de su escritura, dibujando sobre cristal velado (o sobre humo) el paisaje de este libro, hecho del fulgor de las cosas perdidas, ese bostezo de polvo y lumbre que nimba lo lejano.
Poesía es darle la voz a la / llovizna –insiste-, desocupar el espacio /  para que pueda caer. Así, amoroso oficio, su palabra comienza a armar barcos que son, en su ayer, futuros extravíos, o en su ahora apenas fisuras del silencio, de la amnesia, goteras por donde se cuelan pequeñas memorias individuales -piedras rotas, la acidez de las curubas que empaña los bigotes-; y que al fluir o tropezar en el cauce de la memoria compartida de su patria (tres tiros de sombra, la sangre / equivocada), van descubriendo conexiones estrechas y necesarias entre esa voz y las cosas que riega, entre el debe de los ojos y el haber de lo visto, hebras capaces de dar razón o excusa al sinsentido.
El autor sabe que estos poemas son trazos de la ruina. No hay truco posible: solo el encanto perdido y hallado de lo que ya no es -prueba el amor de lo que siempre se despide- o su reverso, el ruido / de las puertas que nunca se abrieron, el sauce en el ojo del vecino, lo que jamás será.

A pesar de todo y gracias a todo, la poesía es un tamborero que  nos mira / con su camisa de fiesta / para hechizar la muerte. Santiago Espinosa, como ese tamborero, nos hechiza también, nos interna, insinuante, en el reino de Lo lejano. Autor y lector nos convertimos, a esas alturas de la neblina, en dos sombras tristes que se juntan en los parques.  / Juegan sus cartas, van al hotel de la avenida.  Pero llueve / adentro. Llueven voces. Y no queda sino dejarse mojar en la encalada habitación de sus páginas. 

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