sábado, 21 de noviembre de 2015

Lector al sol

Breves apuntes sobre la actual
condición narrativa nacional


Entre tantos índices negativos -escasa lectura, inexistente industria literaria, escasos centros de formación, cero apoyo estatal- una certeza positiva: el gran momento de no pocos narradores bolivianos.



Sebastián Antezana

Un par de rápidas anotaciones sobre las condiciones de producción, y la producción, de la narrativa nacional contemporánea.
En Bolivia no hay instituciones estatales o extra estatales que apoyen la práctica literaria, autores particulares o proyectos de creación narrativa y edición. Todo lo que hay se reduce a unos cuantos premios -algunos muy cuestionables, como el Tamayo, que premia un cuento en lugar de un libro de cuentos- y poco más.
En Bolivia no existe, como en Argentina o  México o incluso Chile, una industria cultural. La cultura siempre ha sido un quehacer artesanal, individual, autogestionado y que casi no genera ganancias.
En Bolivia solo existe una carrera de literatura, en La Paz, aunque valiosa, capaz de producir importantes líneas críticas y de graduar profesionales de alto nivel.
En Bolivia solo existe una universidad que ofrece la especialidad de “escritura creativa”, en Santa Cruz, la ciudad más poblada del país y en la que solo hay tres o cuatro librerías.
En Bolivia nadie vive de la escritura de ficción y la apertura y continuidad de una editorial dedicada a la literatura es muchas veces una proeza.
En Bolivia hay menos de diez editoriales consolidadas que se dedican a publicar literatura -Plural, 3600, El Cuervo, Kipus, La Hoguera, El País, Correveidile, Nuevo Milenio-. Hay, fuera de ello, algunos emprendimiento nuevos y todavía menores -La Perra Gráfica, Género Aburrido-, y un par de editoriales cartoneras. 
A nivel material, la “industria” del libro en Bolivia es una criatura pequeña. Ninguna editorial produce libros de ficción de un tiraje mayor a los mil o mil quinientos ejemplares como mucho. Un best seller boliviano seguramente no pasa de los cinco o seis mil ejemplares vendidos, cuando uno de un país vecino -Colombia, Perú, Brasil, etc.- sobrepasa largamente los 30, 40 o 50 mil ejemplares.
Eso porque en Bolivia -lo muestran las cifras oficiales de la región- la gente no lee literatura y en realidad ni siquiera lee. En el informe El libro en cifras. Boletín estadístico del libro en Iberoamérica, realizado en 2012 por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y El Caribe (CERLAC) se ve que mientras el índice del promedio de libros leídos al año lo encabeza España, seguida de Chile, Argentina, Brasil y México, Bolivia ni siquiera aparece en la lista o aparece con un porcentaje de 0%.
Por otra parte, si pensamos en el papel de las nuevas tecnologías, podríamos decir que apenas afectan el panorama editorial y literario nacional. Su impacto es reducido y poco difundido pues Bolivia es un país en el que buena parte de la población carece de acceso a internet y solo un muy reducido número de personas lo utiliza como medio de lectura.
Lo que sí ha cambiado de forma más significativa nuestro consumo -en realidad, nuestra sensibilidad- literaria, es la cada vez más fuerte influencia de las redes sociales. Ellas nos permiten un conocimiento inmediato de lo que se publica tanto dentro como fuera del país y, por lo tanto, son una buena herramienta de información sobre novedades literarias, académicas, críticas, etc. Lastimosamente, por otra parte, ese desarrollo informativo solo en raras ocasiones se corresponde con un desarrollo del tráfico editorial continental que permita traer al país -y, por lo tanto, que permita al lector boliviano acercarse- a esos libros y autores.
Ahora bien, el hecho responde a un cambio de paradigma global y, por lo tanto, afecta las temáticas de una literatura nacional como la nuestra. En ese sentido, la fijación naturalista de buena parte de la literatura boliviana del siglo XX, que llegó a ser hegemónica pero no excluyente, ha dejado de tener vigencia mucho tiempo.
Es difícil decir si el desarrollo tecnológico de las últimas décadas ha impactado de forma directa las maneras de construir y leer nuestras narrativas más allá de la anécdota, pero sí ha afectado las condiciones de producción de los narradores actuales y, por lo tanto, el tono y forma de sus historias. Por otra parte, lejos de ser algo nuevo, este fenómeno se viene dando por lo menos desde principios del siglo pasado.
El gesto, además, ha profundizado la compartimentalización de temáticas y estilos de la literatura boliviana. Hoy hay pocos grandes temas o líneas visitados con especial frecuencia. Sí hay, por otra parte, una interesante variedad de individualidades, un haz de proyectos que siguen cada uno caminos distintos y a veces coincidentes.
Lo único que podría considerarse denominador común de ciertos autores, en la actualidad destacados en el panorama nacional e internacional, es un abandono compartido de la óptica sociológica y la militancia política -grandes personajes de buena parte de la narrativa boliviana del siglo XX- y una especial atención, en su lugar, en un espacio todavía atravesado por la política pero no definido por ella, un centro neurálgico en el que intervienen por igual pulsiones afectivas e ideológicas: las relaciones sociales.
A grosso modo, podemos ver el cambio de milenio como una marca –arbitraria- de esta transición. En ese giro, se ha dejado de lado también cierta obsesión de literaturas anteriores por querer explicar el país desde la ficción, por pretender desentrañar mediante la narrativa una historia política y social que nos explicaría, por hacer de la literatura un laboratorio mediante el cual comprender nuestra coyuntura, nuestras glorias y miserias cotidianas. La preocupación política siempre está allí, lo que se ha dejado de lado es la idea que la política, y la negación de la política, son los únicos caminos para entendernos.
La narrativa contemporánea no obedece a una pulsión parricida ni considera ningún tema superado. Sí presenta aristas que -debido a los distintos climas políticos y económicos de nuestra historia reciente- interesan más y menos que en el pasado, líneas que se han vuelto centrales y otras que han dejado de ocupar un lugar de preponderancia. Pero esta es una cuestión cíclica y en la que a veces intervienen criterios distintos a los literarios -no hay nada puramente literario, por otra parte, sino solo el ejercicio narrativo de poner en tensión otros discursos como el político, el económico, el cultural el afectivo, etc.

De la misma forma en que la literatura boliviana no es solo una, los imaginarios que crea son también múltiples. Así -terminemos optimistas-, múltiple y actualmente saludable, pese a todos sus inconvenientes y a la situación del país, la narrativa boliviana actual es rica, variada y merecedora de atención dentro y fuera del país.

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