De cómo el poeta que nace, se hace
“El poeta se hace desde que nace…”. “El poeta que nace se hace contra el sentido común”. Una reflexión –desde dentro, imparcial- sobre la condición del poeta.
Edwin
Guzmán Ortiz
El
poeta es la más imprevisible de las criaturas. Para muchos, una de las más
prescindibles; para pocos, una de las más esenciales. En realidad es una
aparición, un golpe de dados, una condición azarosa que revela lo insólito de
lo gravitante, lo real de lo virtual y el espíritu de la materia.
Tangencial
al pragmatismo, excentrado del mercado y del mundo lineal, el poeta habita los
intersticios de una sociedad inducida a desoírse, y serializarse hasta el
hartazgo. Discurre en la periferia y allí se funde en un caldo balbuciente
donde chapalean otros marginales, por lo mismo Borges decía “Jesús se codeó con
rameras y con poetas, …y hasta con gente peor”.
Entre
la conciencia y la inconciencia se agita ese don profético que lo soporta, esa
turbadora facultad de proferir palabras inauditas que, acaso mágicamente,
trazan las coordenadas para múltiples juegos de verdad, con el poder de tocar
enigmáticamente el corazón de los seres humanos a través del soplo ligero de un
efluvio verbal.
El
verdadero poder del poeta es el ver. Ser el puerto de revelaciones que abrazan
a palabras en pugna por transmitir el cauce de esas visiones. En trance de fuga,
tras esa frase, esa sentencia, esa imagen, ese tejido que atrapa formas de la
certidumbre, ese más allá en que se extravía el instante, el poeta vaga y
divaga.
En
medio de la barahunda cotidiana, el poeta no es el ángel con una estrella en la
frente que pretendía Sabines, ni aquel otro cuyas gigantescas alas le impiden
caminar, como creía Baudelaire, ni siquiera ese mortal que se da el lujo de no
estar en sus cabales como pregonaba Ricardo Palma. “El poeta es un hombre al
que a veces agobian la incomprensión, el barro, el alquiler, la luna”, en la
certeza de Raúl Gonzales.
El
poeta que nace se hace contra el sentido común. Se hace a pesar de su condición
inaudita de impenitente errabundo, desde esa turbadora facultad de hablar al
centro de la torre de Babel, de reciclar los sentidos que abrazan las cosas del
mundo. Se hace rehaciéndose entre las hablas cotidianas, obligando a las
palabras a decir lo indecible, extenuándolas hasta su acabamiento y su resurrección.
Forjar
la iluminación, destilar la alucinación, revelar verdades trascendentes a
través del artilugio de la mentira, faenas en las que el poeta se hace.
Maquinar tras las palabras, satinar una materia ardua que diga a los hombres lo
que los hombres desconocen de sí, roer
la ignominia, desnudar el mundo, trajines del poeta que se hace.
El
poeta se hace desde que nace. En su afán cada palabra tiene una historia y una
pulsión de verdad. El que nace jamás termina de hacerse, ciclos de nacimientos,
muertes y resurrecciones lo acompañan, incluso más allá de sus días. La rueda
del samsara en la lengua, el crótalo que expulsa y brota su piel en la penumbra.
Las experiencias vividas lo alimentan más que los meros sentimientos, cada poema
se escribe desde la materia del tiempo, cada poema entraña todos los días del
poeta. Suma de nacimientos, ser poeta. Suma de muertes y renacimientos, ser
poeta.
En
medio del mundanal rugido, junto a los otros mortales vive los devaneos de su
tiempo. Junto a ellos interpela, se agita, empuja el carro de la justicia
contra la injusticia. El poeta se confunde en la historia y se descubre en
batallas múltiples. Mas, a su vez, siente nostalgia de sí mismo como ser
pasajero, inmerso en el tiempo.
El
poeta se hace a través de sus máscaras, sus heterónimos, su inveterada
negación. Cara de científico, rictus de
licenciado, perfil de dandy, traza de funcionario, polizón, profesor, pinche
oficinista, vagabundo. Jugando a ser el otro y el mismo. Se hace, en medio de
ese desprecio olímpico a la poesía, desde ese empleo raído, en medio de la
inflación verbal de la algazara política y el cazabobos de la publicidad.
Porque se nace, hacerse tiene un costo. “Cantamos para darnos valor en la
oscuridad”, decía Cocteau.
Se
hace con la música y la filosofía cotidianas. Ritmando el pensamiento,
ordeñándole sus más conspicuos productos. No es casual que siempre y hoy, la
filosofía haya estado teñida de poesía. Los escritos de Foucault, Lacan,
Derrida y Deleuze están saturados de textos y referencias literarias. La
filosofía también habla por boca de la poesía.
El
trabajo de la creación requiere aislamiento, concentración y permanencia. De
ahí es que a su vez el poeta habite esa soledad congénita, soledad plena de
voces, sinfonías y silencios. Silencio y soledad, el templo interior del poeta.
Pasión
sigilosa, rigor ilímite. ¿Tramar?, ¿domesticar?, pulsar la cuerda íntima de los
sentidos. Hacer que la fluorescencia terrible de las palabras consagre la
ventura fina de lo preciso. Tallar el resplandor, hacer que el sinuoso cuerpo
del morfema toque la luz. Tejer. Forjar lo imposible: provocar que las palabras
se encuentren por primera vez y su cópula inaugure destellos inéditos. Urdir
una suma de efectos, olas que golpean el acantilado de la página, agua que se
disuelve y se sumerge en sí. Oblación y plegaria, naufragio y acabamiento.
Hacerse
poeta supone haber penetrado el otro lado del lenguaje. Tocar sus vísceras,
descubrir el hálito que lo sustenta, las fuerzas que lo impelen a decir y
proferir. Es sentir cómo las palabras se desprenden del cuerpo, orladas de fe,
esquivas, mojadas de saliva, bautizadas
con sangre, transmutadas en semen, con olor a oscuridad, atravesadas de
historia, tocadas por la luz de alguna herida, relampagueantes, desolladas,
vivisectas, exangües. O, de pronto altivas, irrebatibles, arrastrando a dioses
y naciones en su entraña, inventando verdades y juegos de artificio,
consagrando el amor, cifrando los signos de los tiempos
Se hace y renace
leyendo a otros poetas, sorbiéndoles el tuétano, p´ijchando sus palabras en
aquel rincón de la memoria, calcándoles el hálito, haciendo de sus versos el
rinornello que limpie la escoria de lo efímero, sumando los acordes de la
exultación, respirando ese hondo y cálido néctar de lo perdurable.
En fin, quien
nace poeta está ahí, parapetado, fiel a la deriva, propiciando los
alumbramientos. Escribiendo, escribiéndose, borroneándose, escribiendo y
viviendo en medio de la comarca. Nacer y hacerse es un destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario