Habrá ojos y habrá trazos
Una aproximación de la crítica y poeta Mónica Velásquez a Cámara de niebla de Gabriel Chávez Casazola, antología recientemente publicada por Plural Editores.
Mónica
Velásquez Guzmán
Las
palabras de Gabriel son hilos que, invisiblemente, iluminan la cotidianidad por
medio de la ternura lúcida, la mirada, la memoria. El
mundo de las cosas a la mano, de los enseres inmediatos, se abre a la
comprensión cuando un idioma olvidado, “arcano” se deja entrever entre los
objetos (marraquetas inexpresables, lápices, patios mojados de lluvia, etc.).
Esa lengua, esa tenue “piel de las cosas simples” es acariciada por un nominar
que, renunciando a sus escaños, sabe que el sentido se hace de a pasos, de a
fragmentos, de a instantáneas.
Si
“la memoria es el tenue envejecer de la verdad”, esta poesía es el sitio de las
apariciones donde los viejos fantasmas adquieren forma. Y aparecen en la mirada
fascinada ante las pantallas (la del cine, la de las fotografías, las virtuales
que nos asedian). Y aparecen cuando los hijos veneran a los muertos. Y aparecen
cuando las casas (de mesas siempre grandes, de abuelos siempre vivos) se
apalabran, se cierran “a su amor o a su tedio”. Lo vital es, en esta poética,
la tenue persistencia de una luz.
Habrá
ojos para el cielo y ojos para lo terreno; palabras que se cifran en la oración
y la ofrenda o palabras que se balbucean en canto, en conversación. Nuestros
poetas van y vienen entre ambas posibilidades y, a veces, como en el caso de
Gabriel Chávez, nos dejan ver cómo el cielo está en la sopa que ya nadie
comparte o en el patio siendo para la lluvia… nos advierten que los dioses
bajaron a terreno pero también que en todo objeto hay un dios esperando
realizar su grandeza. Una poesía que nos recuerda a Girondo, o más cercanamente
a Mitre, en su manera de posar la mirada en lo cotidiano hasta sacarle brillo y
significación.
Frecuentemente,
esos nimios objetos o esas irrelevantes situaciones adquieren un sentido vital
fuerte y celebratorio aunque a la vez melancólico y prematuramente avejentado.
Una poética que, cifrada en lo cercano, apuesta a hallar el sentido no haciéndonos
extrañas las costumbres o los objetos, ni siquiera las situaciones, sino que
poniéndonos lo familiar bajo la lupa del tiempo, nos deja pensar y experimentar
otra vida en esta vida, por decirlo de algún modo. Mirar así el día a día
instaura una actitud atenta al mundo del aquí y del ahora, atención que nos
marca como seres encarnados, sujetos a la mortalidad y al asombro del mientras
duremos.
Alguien,
el que mira, echa de menos en la forma que alcanza otra anterior, otra dada por
la edad y la memoria. Nutrida por el cine, la música, los libros y los amigos,
el mirante recorre el diario vivir con cierto aire de inocencia, de natural
asombro ante las cosas siendo. Pero en ese mirar niño late un mirar adulto que
(se) extraña, tal vez el que no sabe cómo caber, cómo testimoniar su tiempo.
Una ternura o una inocencia que “aterida, expulsada, despierta” mira la
realidad con un guiño de sospecha y mucha compasión. Es decir que es en los
poemas escritos, mientras se mira, donde aparece el mirante. Éste nuevo voyeur
no pre-existe a la escena, más bien al mirarla aparece él mismo situado,
digamos, frente al objeto. Además, mirar es en esta poética, hacer nacer la
belleza:
La belleza
está en los ojos del que mira, / en el preciso y precioso jaspeado del iris de
sus ojos, / en el corazón de su pupila, / en las líneas nerviosas diminutas que
conectan el ojo
con la
mente. // La belleza no está en el mundo
por sí misma y para sí./ La belleza del mundo está en los ojos de los habitantes
del mundo, / en la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos de
los habitantes del mundo / pues no hay olor sabor textura ni trinos de gorrión
ni cálices de nieve /sino aquél que puede maravillarse en ellos.
Si
mirar atentamente es una demanda para sostener lo vital, recordar lo visto
parece un reclamo dado desde la certeza de muerte. Es decir, la vida se
sostiene de un hilo, literal, y habrá que vivir atentos a esa sutileza para
poder nombrarla, guardarla y reírla. Si lo bello no está de antemano instalado
aguardando su registro, el mirante tampoco antecede al encuentro con lo mirado,
es su asombro, su capacidad de maravillarse lo que lo trae al existir, lo que
le deja mirar-se y con ello lo deja vivir. Pero los muertos, llenos de inventos,
también son y están entre nosotros cuando justamente los retenemos en una
imagen. Si bien el trazo es traicionero cuando lo dicta la memoria, / esa desmemoriada, esa
acomodaticia;
no
queda más que seguir trazando, como si la mano -extensión del ojo- debiera
testimoniar lo que ve para que esto siga existiendo.
Así,
la voz poética afirma que cuando muera, cuando muramos todos, y se entre a la
muerte con irreverente gesto y con ternura para los amados, “hacia el todo o la nada/ (…) nada ni nadie registra(rá) en las imágenes/ ese
momento / triunfal”. El lamento no radica en el dejar de vivir, sino en que no
habrá un ojo testigo, uno que, trazando versos tramposos o no, deje constancia
de un único triunfo, haber muerto de muerte propia. Si en la muerte ya no somos
experimentadores de nuestro morir es, entre otras razones, añade Chávez, porque
ninguna mirada puede devolvernos nuestro paso, nuestro gesto que, triunfal o
no, entra a lo desconocido y lo hace sin imágenes.
De ahí que sea una urgencia llenar páginas
de signos / que más aprisa que la carcoma / que más aprisa que el tumor puedan
acusar / recibo / de que existió el verano y existieron las cucharas y los
guisos / y la cama de lino feliz y el agua en la regadera / y los libros en la
mesa de noche / y este que escribe / y este que escribe.
Finalmente
y tal vez lo que explica cierta convivencia de la melancolía y la celebración
en esta poesía es que se aspira a la comunidad de los que miran y trazan. Se forma
alianza no solo con los nacidos en su año y en su era; también con los poetas
de todas las edades que acuden a sus versos como los jardineros a las ramas
podadas, para renacer, para seguir significando. Grupo al que nada reúne, ni la
asiduidad de los cumpleaños ni la conversa dominguera, ni las confesiones ni
los intereses; esta otra comunidad imposible se sostiene de puntas en la cuerda
equilibrista de no cejar en el trazo, de no renunciar a ver en el nombre más
que el nominar, a ver en las piedras el mármol y a darse cabida uno mismo entre
las palabras que escribe.
Poeta
que recibe su tradición y la celebra; poeta que asiste a su tiempo y a sus
semejantes, poeta que, a tiempo, lanza la cima y vuelve a la calle para mirar
atento cualquier cosilla que alimentará el poema y los días y la memoria de sus
seres queridos cuando, en su ausencia, lo lean y recuerden a alguien que una
vez anhelaba los cines de antes, y recogía piedritas y cantaba. Ni cámara ni
niebla -intriga el título para esta antología personal- más bien poesía de
patios y de claridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario