Cuando Maiakovski descubrió América
Un libro reúne las alucinantes crónicas que escribió en los años 20 el poeta futurista Vladimir Maiakovski, durante su deriva por Cuba, México y Estados Unidos.
Nicolás
G. Recoaro
“Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo
aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros”. Así se confiesa
Vladimir Maiakovski en las primeras líneas de Mi descubrimiento de América (Entropía, 2015). El libro publicado recientemente por la bonaerense editorial Entropía rescata el
alucinante diario de viaje que el padre del futurismo ruso escribió durante su
deriva por el norte del continente americano, en la década de los años 20 del
siglo pasado.
Hombre de la Revolución de Octubre, agitador de
barricada y, fundamentalmente, filoso poeta. En 1925, ya consagrado en la Unión
Soviética, Maiakovski decide cruzar el Atlántico y embarcarse en un viaje
iniciático por América del Norte, para estrechar lazos con el movimiento obrero
local. El viaje duró casi cuatro
meses, de julio a octubre de 1925, e incluyó una breve parada en Cuba, algunas semanas
en México y una larga estadía en varias metrópolis de Estados Unidos.
En sus crónicas, el poeta futuro-bolchevique condimenta con
jugosos detalles sus impresiones: los 18 días en alta mar y la encarnizada
lucha de clases que libran los pasajeros, su fugaz y tórrido paso por La
Habana, la violencia de las corridas de toros y la primavera muralista que
florecen en México, y su entrada no tan triunfal al país del Tío Sam, el verdadero
objetivo del viaje.
El
autor de La flauta vertebral (1915) y
150.000.000 (1920) fue el primer poeta de la Rusia soviética que realizó una visita
“oficial” al nuevo imperio del capitalismo. “Los Estados Unidos de Norteamérica
ni siquiera ocupan toda América del Norte y, sin embargo -fíjense- se han
quedado, apropiado y absorbido los nombres de todas las Américas. Los Estados
Unidos se apoderan del derecho de llamarse América por la fuerza, con sus
acorazados dreadnought y sus dólares”.
En sus crónicas, Maiakovski denuncia el expansionismo
gringo -“una de las palabrotas más fuertes usadas en México”- y sus negocios en
la capital cubana, donde “hay flamencos del color del alba que montan guardia
sobre un pie” mientras los policías locales custodian a sol y sombra a los
estadounidenses y sus inversiones comerciales.
Luego de un corto tour por la Ciudad de México, donde
conoce breve pero definitivamente a Diego Rivera y también los ardientes tacos,
Maiakovski cruza el río Bravo en Laredo y entra a Estados Unidos por Texas. El
flechazo del poeta futurista con Nueva York se da en el mismo instante en que
pone un pie en Pennsylvania Station. Lo deslumbra esa ciudad que emerge desde
el océano con sus sofisticados rascacielos de ¡40 pisos! y sus avances técnicos
sobrecogedores: “Te vistes con luz eléctrica, las calles están iluminadas con
luz eléctrica, los edificios brillan con luz eléctrica, mostrando las ventanas
recortadas con regularidad, como si fueran las ranuras de un esténcil para
carteles publicitarios”.
La
geografía humana neoyorquina no pasa desapercibida al ojo de Maiakovski.
Inmigrantes de todas las nacionalidades que se abren paso en este laberinto de
asfalto, sindicatos, huelgas, conflictos raciales y empresarios cansados de
dilapidar sus dólares completan un fresco de época demoledor.
Finalmente,
al recorrer las industriales Chicago y Detroit, el poeta dedica suculentos
párrafos para retratar el modelo fordista desde las fauces del monstruo y apunta:
“A las cuatro de la tarde estuve en la puerta de la fábrica de Ford observando
al turno que salía de trabajar: la gente subía a tranvías y se dormía al
instante, completamente agotada. Detroit tiene el récord de divorcios. El
sistema de Ford vuelve impotentes a los trabajadores”.
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