domingo, 8 de noviembre de 2015

Música

Los boleros de Jenny

Texto leído por Villalpando en la presentación de la primera edición de Historia de los boleros de caballería, de Jenny Cárdenas. La segunda edición se lanzará este martes 10 en el Musef de La Paz.

 

Alberto Villalpando

Soy músico pero no muy entendido en musicología, y en el presente trabajo se asocian además la antropología y la historia, así que no esperen un comentario académico. Pero claro, la música está presente, sobre todo la historia de la música, la investigación y búsqueda de documentos, el descifrar antiguas grafías musicales con tareas casi de paleógrafo. Y este trabajo, que asocio al de un monje medieval en su celda, ha ocupado por diez años a Jenny Cárdenas.
Para cualquier oyente boliviano, el bolero de caballería es la plasmación de una tristeza, una congoja que emerge, casi siempre, de una pérdida, de una ausencia que nos conduce a la melancolía, melancolía que, en el pensamiento del novelista y ensayista argentino Héctor A. Murena, se encuentra en el origen del arte. Es decir, la pérdida sería el profundo extrañamiento de lo que fue el paraíso, y esa permanente evocación, esa melancolía nos induce, nos lleva al arte.
Estos aires melancólicos bolivianos, expresados mucho tiempo atrás en el yaraví, se hermanan con los ritmos del bolero español para legarnos, en el más ejemplificador de los mestizajes, el bolero de caballería, ese bolero que ha de acompañar nuestras infaustas guerras, con las pérdidas de vidas y de territorios. Ese bolero que acompaña entierros, que acompaña procesiones, que acompaña recordatorios de nuestros héroes ritualizando, como una especie de columna central, todos estos actos.
Eso es el bolero de caballería, un ritual. Este género musical, tan querido por nosotros, tiene en el libro Historia de los boleros de caballería, de Jenny Cárdenas Villanueva uno de sus más justos homenajes.
Es sin duda uno de los estudios musicológicos más significativos volcados hacia un género tan peculiar, que linda entre lo popular y lo erudito y se consolida como una música ritual, de intenso poder evocativo y que, a mi íntima percepción, me sugiere una analogía con el canto gregoriano, disponiendo éste al recogimiento, a la oración, mientras que el bolero de caballería nos dispone a la tristeza.
Pero este libro no se queda en el mero estudio, ya muy valioso de por sí, sino que va acompañado de un segundo tomo que es, para los músicos, un extraordinario aporte a la historia de nuestra música. Se trata de una compilación de partituras que colman toda expectativa. Tiene dos partes. La primera consiga 30 boleros de caballería escritos para bandas militares y la segunda 52 boleros escritos para piano.
Sin duda, hay duplicidad en algunos de los boleros, pues muchos de aquellos, escritos originalmente para piano, han sido arreglados para banda militar. Pero eso no es todo, a estos dos libros le acompaña un valioso “premio”, digamos, de tres discos compactos: uno que recopila viejas grabaciones en discos de 78 revoluciones y de vinilo, otro CD con el audio emergente de la transcripción digital de las partituras y, finalmente, un tercer CD en el que se consigna el audio de las obras citadas en el libro. En verdad, una verdadera fiesta.
Y ya que hablamos de fiesta, me voy a permitir contarles una anécdota, claro, ligada a lo festivo y también al bolero de caballería. A mediados de los años 70, habíamos venido de La Paz a Cochabamba un grupo de músicos para presentar un concierto para dos pianos y percusión. Era el dúo de pianos conformado por Camila Nicolini y Adela Lea Plaza y como percusionistas Willy Pozadas, Juan Antonio Maldonado y Nicolás Suárez. Yo venía en calidad de compositor, pues en el programa se incluía una obra mía, escrita para este elenco.
Después del concierto vino a nosotros el doctor Wálter Ponce, padre del notable pianista cochabambino, del mismo nombre, y nos invitó a compartir al día siguiente un paseo a Sipe Sipe.
Esta visita a esa preciosa región del valle cochabambino se convirtió en una fiesta. Bebimos ambrosía y comimos habas p'ejtu. A cierta altura de la tarde fuimos a visitar el pueblo y, como es natural, visitamos la iglesia. Allí había un viejo armonio, con las teclas ahuecadas por el sostenido uso.
A una invitación del doctor Ponce, apareció el músico de la iglesia. No recuerdo el nombre, pero sí su estampa. Era un hombre delgado, encorvado por los años y extremadamente gentil y respetuoso. Pronto nos contó que, siendo él niño, conoció al compositor y también músico de la iglesia, Daniel Albornós y que él en persona le había enseñado a tocar su famoso bolero de caballería, El terremoto de Sipe Sipe.
Este sorprendente caballero se acordaba también del mismo terremoto y describía con gestos y onomatopeyas el rugir de la tierra y la caída de las cosas y de las casas. Luego de esta vívida, y por momentos, graciosa descripción, le pedimos que nos tocara el famoso bolero. Se sentó al armonio y nos tocó las dos partes de este entrañable bolero de caballería.
Era, como suelen darse a veces en este tipo de cosas, un momento mágico. Sonaba aquel instrumento, hecho ya de por sí extraordinario porque nosotros no pudimos sacarle ningún sonido. En el recogido recinto de la iglesia la música era realmente sobrecogedora. Fue un hecho inolvidable. Volvimos de Sipe Sipe ya por la noche, alegres, con varios singanis lugareños adentro.
He querido contar esta anécdota no solo por la exaltación de este bello bolero de caballería, sino porque fue algo ocurrido en Cochabamba, semillero, justamente, del bolero de caballería.

Y sin perder este ánimo festivo, agradezcamos a nuestra querida amiga Jenny Cárdenas por este inusual y extraordinario aporte a la cultura musical boliviana.

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