El cine de los desempleados
Germán Busch y Alcides Arguedas. Desempleados, evadidos del colegio y un cine de barrio paceño. Otra aventura del chicuelo.
Wilmer Urrelo
Prólogo. Miren que aún ahora, pese a todos los
años que transcurrieron, el nombre sigue vigente y me embute en recuerdos
extraños: el cine Busch.
Capítulo 1. Si acaso escuchas la publicidad del boliche
que funciona ahora en esas instalaciones, siempre lo mencionan como punto de
referencia: “…en el ex cine Busch”. Para comenzar este martirio estúpido,
Chicuelo Infernal, recordemos primero a Germán Busch Becerra, nuestro
presidente suicida. ¿El que le metió tremendo bofetón a Alcides Arguedas en
Palacio de Gobierno? El mismísimo.
Dicho evento, Chicuelo, aparece retratado
de esta manera en el libro Etapas de la
vida de un escritor: “Entonces llegó a mí [Busch] y con gesto rápido me
cogió por la solapa, me atrajo hacia sí y me dio un golpe violento sobre la
ceja derecha con la mano cerrada y armada de un enorme anillo de oro… Repitió
el golpe sobre el otro lado de la cara…”.
Ese era Busch. Y el Chicuelo Infernal
diciendo: mejor le hubiera dado su besote y así limaban asperezas, ¿qué es eso
de tanta violencia? A mí me gustaría mejor imaginar cómo habría quedado grabado
en las memorias del don Alcides ese altercado palaciego: “Entonces llegó a mí
[Busch] y con gesto rápido me cogió por la solapa, me atrajo hacia sí. Me lanzó
una mirada de ternura imposible de rehuir y (¡ay, Dios mío!) me dio un beso
húmedo sobre mis delgados labios… Repitió el beso (me desmayo, me desmayo,
pensé) sobre mi avejentado cuello…”.
Nota al pie. Como siempre vos hablando burreras,
Chicuelo. ¿Cómo Busch va a estar dándole de besitos a gente de su mismo género?
¿Y por qué no? Si Busch daba el primer paso y el ejemplo en aquella época,
seguro que ahora cualquier militarote de esta patria también lo haría. Y así
nos habríamos librado de tanto golpe de Estado… aunque tendríamos que
soportarlos todos los años en el Desfile del Orgullo Gay imitando a la inigualable
cantante mexicana Yuri.
Capítulo 2. Mirá baboso, mejor te sigo contando la
historia oficial: en otras palabras, Busch era el camba machote o el machote camba
(no hay diferencia), ese que no le tenía miedo a nadie porque era camba y
milico y suicida. También le decían el Tigre Rubio. Y ahora me pregunto: ¿quién
habrá pensado en ese nombre? En qué nombre. ¿Por qué bautizar al cine Busch
como cine Busch? No sé, qué preguntas más idiotas haces, con razón escribes en
este periódico. ¿Por qué no bautizar al cine como Tigre Rubio, por ejemplo? ¿O
cine Villa Fátima? ¿O cine La Paz? ¿O cine Illimani? ¿O cine Abran Paso Que
Vengo Acompañado?
No tengo respuestas a tan “inteligentes”
preguntas. Bueno, eso no importa, Chicuelo, lo relevante es que el cine Busch era
un auténtico cine de barrio, cuando Villa Fátima [barrio desastroso como pocos]
era un barrio en sí y no para sí, y no lo que es ahora: un mega barrio para sí
o algo por el estilo o algo peor que el estilo.
Capítulo 3. Ahí estamos, míranos. El de la derecha es
mi hermano y el otro, qué obviedad, soy yo: ahí estamos escapándonos del
colegio para acudir a la matinal del cine Busch. Míranos entrar así nomás, con
el uniforme verde del colegio y las mochilas al hombro. Nadie nos decía nada. Comprábamos
las entradas y minutos después, ¡plaf!, ocurría la magia. La magia de la pantalla
gigantesca y su frágil aliado: la penumbra. La magia de las historias que no podrías
vivir nunca jamás por, precisamente, estar estancado en un barrio llamado Villa
Fátima.
Atrás, muy atrás, Chicuelo Infernal, quedaban
nuestras pobrezas espirituales y económicas y físicas y renacíamos como si
fuéramos dos verdaderos seres humanos en las butacas rojas y de madera del
viejo cine Busch. No comíamos nada, solo nos sentábamos a ver cómo, con qué técnica
más elaborada y con qué cariño a la humanidad Jason Voorhees de Viernes
13 mataba de manera exquisita a adolecentes gringos y pecosos. O bien éramos
testigos de cómo Freddy Krueger se metía en los sueños de los otros para escabechárselos
desde ahí.
De pasar eso ahora nos preguntaríamos:
¿dónde está la seguridad ciudadana, presidente?, ¿y dónde la policía, señor
ministro? O bien (mi preferido), nos deleitábamos hasta el éxtasis con el pequeño
Chucky, el muñeco diabólico. El pequeñín que aparentaba inocencia y que era
todo lo contario. Para mí, Chicuelito, el tal Chucky no es más que una metáfora
del paceño o del habitante de Sopocachi, para ser más exacto.
Los dos estábamos ahí, también, por el
ambiente: cero comida, cero ruidos, cero todo, solo la pantalla blanca y las
historias sangrientas. Al otro lado, al otro margen, se encontraban los cines
del centro de la ciudad y sus pipocas y sus películas y su gente insoportable (subrayo
lo de su gente insoportable).
En fin, el ambiente del Busch era
espectacular, siempre estaba lleno o casi lleno. Era gente algo mayor que
nosotros y que, según la lógica del periodismo boliviano, en ese momento debería
estar en su “fuente laboral”, sin embargo no estaba. Se hallaba en un lugar más
bonito y por lo tanto más productivo: el cine. Y lo hacía por una simple razón:
por el desempleo. Y eso era culpa de una cifra: el 21060. Y esa cifra tenía que
ver con que… ya, ya, mejor seguí contando qué más pasaba en el cine Busch. Okey.
Ahí va.
Capítulo 4. Bueno, era gente que no tenía otra cosa
mejor que hacer (además, la entrada era barata). No recurriré en este momento
al romanticismo, Chicuelo, ese romanticismo barato al que pueden llevarte las historias
de los cines de barrio ya desaparecidos estilo Cinema Paradiso. No, eso no existía en el Busch. Eso estaba bien
para una película. La realidad del Busch y de Villa Fátima era otra cosa, era
el cine de los desempleados, de los evadidos del colegio, del fantasma de Alcides
Arguedas aún rencoroso por las caricias que le dio el presidente suicida: “Esto
que ha hecho usted es inicuo. Me hace llamar a su casa, a Palacio, y usted,
joven de 34 años de edad, fuerte, pega a un hombre de 60 y desarmado… Esto le
ha de pesar siempre”.
¿Se habrán cumplido las amenazas de don
Alcides? Quién sabe. Aunque a lo mejor al fantasma de Busch sí le pesa hasta
ahora saber que un cine lleva su apellido y que… calla, baboso, que ahí viene
don Busch para que le rindas cuentas.
¿Quién anda diciendo por ahí que cuando
estaba vivo me la pasaba besando a Alcides Arguedas? Y yo, para que este bruto
no me agarre a trompadas, acuso: el Chicuelo, señor presidente, este siempre
anda levantando falsos a la gente; pídele perdón al caballero, sonso. Y como
Busch es un alma generosa le da una trompada y luego le dice: sépanse los dos
que nunca me besé con Alcides Arguedas, que nunca le “di sus caricias” como me
acusan ustedes y que nunca, jamás en la vida, imitaría a la cantante Yuri.
Los dos nos quedamos callados. Ah, qué
camba más rayón, si chiste no más era. Y luego nos sale con que a él le aterra
y le da bronca que un desubicado [un carajo, dice] haya bautizado con su
apellido este cine. ¿Por qué esa gente que iba al cine mejor no se buscaba un
trabajo? ¿Por qué se la pasaba viendo películas tan estúpidas? Luego nos dice:
una falta de respeto, una ignominia, una sinrazón, una bajeza propia de la
gente del arte. ¿No son todos unos maricones, ah? Y luego, contradiciéndose,
saca el libro Sariri, de Fernando Diez
de Medina. Pasa algunas páginas y dice: acá les va unas líneas que hizo de mí este
señor, un escrito llamado “Retrato de un héroe”.
Escuchen, par de imbéciles: “Un día que se
acerca habrá que rendir a Busch un homenaje del mármol y del bronce; aún
esperamos al homérida que cante sus hazañas”. Y esta que es la que más me
gusta: “Esa altitud de árbol y de mástil. Esos ojos firmes y serenos…”. ¿Ahora
les quedó claro quién soy yo? Eso que dice Diez de Medina parece más una declaración
de amor que otra cosa, sobre todo por lo del “mástil”, se le sale al Chicuelo,
y cuando Busch está a punto de hacerle la arguediana una vez más, ¡plaf!,
despierto.
Arguedas. Busch. El cine Busch y la gente
desempleada. Villa Fátima como un barrio para sí.
Epílogo. Era eso o un besote húmedo, don Alcides.
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