Un atardecer en Coyoacán
El autor narra las experiencias vividas en un reciente encuentro poético internacional realizado en México.
Gabriel Chávez Casazola
Se esfuma la tarde de domingo en el Jardín Centenario,
amplia y concurrida plaza en Coyoacán, y van cayendo -o elevándose, según su
gravedad o sutileza- las palabras, en distintas lenguas, de hombres y mujeres
llegados de los cinco continentes: el sirio Adonis, el chino Bei Dao, Sujata
Bhatt de la India, Hugo Mujica de Argentina, el poeta ghanés-jamaiquino Kwame
Dawes, los españoles Luis García Montero, Antoni Marí y Raquel Lanseros; la
rusa Vera Pavlova, la australiana Sarah Holland-Batt, Waldo Leyva de Cuba, el macedonio
Nikola Mazdirov y los anfitriones mexicanos Marco Antonio Campos, Eduardo
Langagne y Efraín Bartolomé.
Ellos son algunos de los 52 poetas -número sagrado para
la cultura náhuatl- reunidos estos días en Ciudad de México, en un encuentro de
autores de 31 países y 15 idiomas diferentes.
Encima de sus cabezas, una pancarta que acompañó todas
las lecturas nos recuerda el clamor que estuvo entreverado en todas las
palabras y silencios de este encuentro: “Vivos se los llevaron, vivos los
queremos”, memoria ardiente de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, la herida
que estos días supura en México, gota que rebalsó un vaso largamente colmado.
Cuando los poetas terminan de compartir sus textos con el
millar y medio de personas reunidas para escucharlos (rara vez pueden encontrarse
auditorios así para oír poesía, y en este encuentro han sido una constante), se
inicia el concierto de cierre: Jugar con fuego, del cantaor Juan Pinilla con
textos del poeta granadino Fernando Valverde.
Y como el flamenco y el dolor suelen hablar la misma
lengua, en el momento en que arranca la musicalización del poema La boca de los tristes, otra multitud
silenciosa invade la plaza de Coyoacán, con velas en la mano y globos
iluminados con un número: 43, que no fue sagrado para los náhuatl pero sí es
emblemático para los mexicanos de este tiempo aciago para esa tierra.
No es una manifestación trepidante, como las bolivianas,
sino más bien pareciera una procesión de Viernes Santo en cualquier pueblo de
América. Aunque hay algo de pólvora y murmullos, el concierto de flamenco y
poesía no se interrumpe: antes bien, dialoga secretamente en el dolor con la
multitud que pasa y que se reconoce en esa otra multitud que escucha. Ambas,
tal vez, buscan respuestas.
¿Puede ofrecerlas la poesía? Finalmente, nada de lo
humano le es ajeno. Y así como, veinte años atrás, algunos éramos
universitarios y entre entusiasmos posmodernos abrazábamos la idea de que la
poesía debía ser pura, un ejercicio verbal alejado de todo realismo, hoy
debemos desandar camino, pues la propia realidad se mete, se ha metido, en los
entresijos de la poesía y, como en este encuentro en México, como en ese
concierto de flamenco, nos ha echado en cara que no se puede escribir de
espaldas a ella, porque incluso cuando hacemos poesía mística o de un hondo
sentido ontológico, como la de Hugo Mujica, de todas formas somos seres humanos
hablando de cosas humanas al oído de otros seres humanos.
Y así, toca a veces hablar de la muerte o del dolor no en
abstracto, sino concretamente, pues la muerte y el dolor y el mal adquieren
rostro y se hacen carne entre nosotros.
Dos días antes, en una conferencia para los poetas
invitados a este encuentro convocado y organizado por Círculo de Poesía, Miguel
León Portilla nos decía que, según atestigua un manuscrito en lengua náhuatl
conservado en la Biblioteca Nacional de México, el señor Tecayehuatzin,
príncipe de Huexotzinco, reunió a poetas y sabios circa 1490 y les expresó su deseo de conocer el significado más
hondo de “la flor y el canto”, es decir, de la poesía y el arte.
“¿Es posible decir en la tierra palabras verdaderas? ¿O
es destino del hombre emprender búsquedas sin fin, pensar que alguna vez ha
encontrado lo que anhela y luego tener que marcharse, dejando aquí solo el
recuerdo de sus cantos?”, se preguntaba el joven príncipe inquieto,
parafraseado por León Portilla
En la reunión, entre tabaco y “jícaras de espumoso
chocolate”, se propusieron varios puntos de vista: la flor y el canto, la
poesía y el arte, son don de la divinidad y camino hacia ella; o bien son un
hongo alucinante que embriaga los corazones y disipa las tristezas; o al menos,
convinieron todos, algo que hace posible la reunión de los amigos.
Pero, señala León Portilla, Tecayehuatzin quedó
convencido de que la poesía es “la única manera de decir palabras verdaderas en
la tierra”.
Creo que muchos de quienes participamos, como lectores o
como oyentes, en el Encuentro Internacional de Poesía en México este mes de
noviembre, hemos sentido -no de manera racional, sino allí donde las emociones
se realizan- la misma inquietud que el joven príncipe, y acaso hemos arribado a
la misma sospecha en ese justo momento en que esas dos multitudes, la que
escuchaba poesía y la que se manifestaba, cruzaron las miradas. Una de ellas,
esa noche, al menos una de ellas, había encontrado las respuestas que buscaba.
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