jueves, 27 de noviembre de 2014

Sombras nada más

Un atardecer en Coyoacán



El autor narra las experiencias vividas en un reciente encuentro poético internacional realizado en México.


Gabriel Chávez Casazola

Se esfuma la tarde de domingo en el Jardín Centenario, amplia y concurrida plaza en Coyoacán, y van cayendo -o elevándose, según su gravedad o sutileza- las palabras, en distintas lenguas, de hombres y mujeres llegados de los cinco continentes: el sirio Adonis, el chino Bei Dao, Sujata Bhatt de la India, Hugo Mujica de Argentina, el poeta ghanés-jamaiquino Kwame Dawes, los españoles Luis García Montero, Antoni Marí y Raquel Lanseros; la rusa Vera Pavlova, la australiana Sarah Holland-Batt, Waldo Leyva de Cuba, el macedonio Nikola Mazdirov y los anfitriones mexicanos Marco Antonio Campos, Eduardo Langagne y Efraín Bartolomé.
Ellos son algunos de los 52 poetas -número sagrado para la cultura náhuatl- reunidos estos días en Ciudad de México, en un encuentro de autores de 31 países y 15 idiomas diferentes.
Encima de sus cabezas, una pancarta que acompañó todas las lecturas nos recuerda el clamor que estuvo entreverado en todas las palabras y silencios de este encuentro: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, memoria ardiente de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, la herida que estos días supura en México, gota que rebalsó un vaso largamente colmado.
Cuando los poetas terminan de compartir sus textos con el millar y medio de personas reunidas para escucharlos (rara vez pueden encontrarse auditorios así para oír poesía, y en este encuentro han sido una constante), se inicia el concierto de cierre: Jugar con fuego, del cantaor Juan Pinilla con textos del poeta granadino Fernando Valverde.
Y como el flamenco y el dolor suelen hablar la misma lengua, en el momento en que arranca la musicalización del poema La boca de los tristes, otra multitud silenciosa invade la plaza de Coyoacán, con velas en la mano y globos iluminados con un número: 43, que no fue sagrado para los náhuatl pero sí es emblemático para los mexicanos de este tiempo aciago para esa tierra.    
No es una manifestación trepidante, como las bolivianas, sino más bien pareciera una procesión de Viernes Santo en cualquier pueblo de América. Aunque hay algo de pólvora y murmullos, el concierto de flamenco y poesía no se interrumpe: antes bien, dialoga secretamente en el dolor con la multitud que pasa y que se reconoce en esa otra multitud que escucha. Ambas, tal vez, buscan respuestas. 
¿Puede ofrecerlas la poesía? Finalmente, nada de lo humano le es ajeno. Y así como, veinte años atrás, algunos éramos universitarios y entre entusiasmos posmodernos abrazábamos la idea de que la poesía debía ser pura, un ejercicio verbal alejado de todo realismo, hoy debemos desandar camino, pues la propia realidad se mete, se ha metido, en los entresijos de la poesía y, como en este encuentro en México, como en ese concierto de flamenco, nos ha echado en cara que no se puede escribir de espaldas a ella, porque incluso cuando hacemos poesía mística o de un hondo sentido ontológico, como la de Hugo Mujica, de todas formas somos seres humanos hablando de cosas humanas al oído de otros seres humanos.
Y así, toca a veces hablar de la muerte o del dolor no en abstracto, sino concretamente, pues la muerte y el dolor y el mal adquieren rostro y se hacen carne entre nosotros.  
Dos días antes, en una conferencia para los poetas invitados a este encuentro convocado y organizado por Círculo de Poesía, Miguel León Portilla nos decía que, según atestigua un manuscrito en lengua náhuatl conservado en la Biblioteca Nacional de México, el señor Tecayehuatzin, príncipe de Huexotzinco, reunió a poetas y sabios circa 1490 y les expresó su deseo de conocer el significado más hondo de “la flor y el canto”, es decir, de la poesía y el arte.
“¿Es posible decir en la tierra palabras verdaderas? ¿O es destino del hombre emprender búsquedas sin fin, pensar que alguna vez ha encontrado lo que anhela y luego tener que marcharse, dejando aquí solo el recuerdo de sus cantos?”, se preguntaba el joven príncipe inquieto, parafraseado por León Portilla
En la reunión, entre tabaco y “jícaras de espumoso chocolate”, se propusieron varios puntos de vista: la flor y el canto, la poesía y el arte, son don de la divinidad y camino hacia ella; o bien son un hongo alucinante que embriaga los corazones y disipa las tristezas; o al menos, convinieron todos, algo que hace posible la reunión de los amigos.
Pero, señala León Portilla, Tecayehuatzin quedó convencido de que la poesía es “la única manera de decir palabras verdaderas en la tierra”. 

Creo que muchos de quienes participamos, como lectores o como oyentes, en el Encuentro Internacional de Poesía en México este mes de noviembre, hemos sentido -no de manera racional, sino allí donde las emociones se realizan- la misma inquietud que el joven príncipe, y acaso hemos arribado a la misma sospecha en ese justo momento en que esas dos multitudes, la que escuchaba poesía y la que se manifestaba, cruzaron las miradas. Una de ellas, esa noche, al menos una de ellas, había encontrado las respuestas que buscaba. 

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