jueves, 6 de noviembre de 2014

Artículo

Si una noche de invierno decides leer a Dostoievski


Qué mejor, recomienda el autor, que leer a los clásicos de los clásicos, a los que influyeron y fascinaron a los que nos influyen y fascinan; y se detiene en especial en Dostoievski.



Christian Jiménez Kanahuaty

Una conversación
- ¿Qué estás leyendo?
- Crimen y castigo.
- ¡No¡ ¿Por qué lo lees, habiendo otras cosas más nuevas y mejores?
-…
-En serio, leerlo es una pérdida de tiempo. 

Inicio
Supongo que leer a Fiódor Dostoievski a estas alturas del siglo resulta un acto que puede parecer presuntuoso, pero también, puede ser el producto de que alguien necesita pasar un examen en la asignatura de “literatura rusa” de alguna universidad que se precia de sostener una tradición clasicista.
Quizá se debe a que hay una deformación por dentro, que los artículos han sido suprimidos del lenguaje y que todo parece ser más brutal y directo. Puede ser, que existan ocasiones en que la mente afiebrada del escritor ruso se parezca a lo peor de nosotros mismos. A aquello que no necesariamente decimos con palabras porque ya nadie tiene tiempo de escucharnos. 
Con Dostoievski pasa eso, demanda tu tiempo, tu entrega, casi absoluta, casi a ciegas. Una entrega que sólo puede ser íntegra y con miedo, porque hay que ser sincero; Dostoievski da miedo.
Uno no se devora un libro de 900 páginas así nomás. Tiene que estar predispuesto, formateado en la vieja escuela donde las cosas apresuradas no funcionan. Donde todo debe ser difícil para que valga la pena. Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, Memorias del subsuelo y El idiota son novelas en el sentido amplio de la palabra. Novela: ficciones que narran la vida, pasión y muerte de unos seres de ficción que llegan a ser reales pero inmortales. 
Quizá se deba a que la tecnología era tan precaria, que la imprenta mecánica era ya una revolución en sí misma. Artefactos como el Facebook, el Twitter, el blog o las revistas virtuales no sólo no existían, eran inimaginables.
Eran un futuro que él, y toda su generación -esa gran estirpe de escritores- jamás podrían conocer ni padecer. No es posible imaginar a Dostoievski posteando sus impresiones de Gogol o de la lectura de ciertos capítulos de la Biblia. De ahí que el silencio y la meditación, aquello que hoy se llama “monólogo interior” sean tan importantes y decisivos en las obras de este escritor.

La tristeza
Su compromiso social si bien no es comparable al que tuvo Tolstoi, por ejemplo, sí es mucho más potente, porque Dostoievski incorpora algo a lo cual Tolstoi más allá de su misticismo final, siempre evitó tratar en sus escritos.
Esa gran diferencia se llama “tristeza”. En novelas como Ana Karenina o La guerra y la paz, uno siente que hay una luz muy fuerte que resplandece y logra la expiación de los personajes y que ellos pueden vivir tras la superación de sus tribulaciones. Que ellos están en la tierra para aprender de sus errores y ser, finalmente felices, porque incluso en la muerte encuentran su satisfacción.
En cambio, en Dostoievski esto no es posible. El sufrimiento, la depresión y la insondable tristeza marcan el paso de casi todos los personajes y aquellos que no tienen este padecimiento mueren muy tempranamente.
La muerte es el reverso de la tristeza. Si no vives capturado por la tristeza, estás muerto. Y esa es la enseñanza que escritores como Julio Ramón Riberyro o José María Arguedas aprendieron de la lectura de sus libros.

Las imágenes
Algo que es también muy llamativo en Dostoievski tiene que ver con las sensaciones que provocan ciertas imágenes.
No es como Flaubert, que puede pasarse mucho tiempo detallando (como los impresionistas en sus cuadros) los vestidos, el movimiento de las hojas de los árboles o el mobiliario donde los amantes se entregan a su amor clandestino mientras, afuera, en la calle, tiene lugar una contienda electoral.
No, no va por ese lado. Va por una imagen sonora y ligera al mismo tiempo. No está saturada de impresiones, pero porta el germen para que luego el lector las procese dentro y sean entonces cortas detonaciones con las cuales la lectura proseguirá de un capitulo al otro. Estallidos de tristeza, de texturas, de sonidos en los pasillos.
Esa cualidad me parece que era la que José Donoso evocaba cuando les recomendaba la lectura de Dostoievski a sus estudiantes en sus talleres de escritura. Les decía que el ruso era el escritor que mejor había construido arquitecturas monumentales.
Nunca se supo muy bien a qué se refería cuando decía esto. Pero, apunta a dos aspectos. El primero tiene que ver justamente con la arquitectura: las casas, mansiones, tabernas, iglesias, conventos y castillos y algunas librerías, tienen no solamente una fuerte presencia en la narración, sino que se convierten en personajes de esas tramas endiabladas que él construía a golpes interminables de picapedrero. La otra arquitectura es el programa narrativo que se planteaba; la novela total tan evocativa en la generación del boom latinoamericano tiene sus antecedentes en esa forma de encarar la escritura.
Para nadie es desconocido que Víctor Hugo y Flaubert sean los escritores que Vargas Llosa admira hasta el delirio, que Faulkner y Hemingway hayan marcado a fuego y sal la narrativa de García Márquez y, en el caso de Donoso está claro que Dostoievski es el escritor que define su estilo.
En la novela total de estos autores está la resonancia de los escritores que hoy decimos que son clásicos. Y esa es la definición de clásico: que no ha muerto con el tiempo, que se sigue revisitando hasta hoy y que despierta aún en esta latitud impresiones indelebles e imperceptibles que generan su emulación, en clave latinoamericana, claro.

Fin
Si una noche cualquiera, uno de nosotros toma uno de los libros de Dostoievski se encontrará con las primeras 30 páginas más áridas de la historia de la literatura. Pero, como decía el inquebrantable Lawrence de Arabia cuando un soldado británico le pregunto:
-¿Por qué te gusta el desierto?-. Lawrence respondió:  
-Me gusta porque es limpio.

Así es la literatura del ruso. Esa literatura, que para muchos está escrita con mayúsculas, es limpia, tersa, pero aterradora. Todo lo presenta tal y como es. Sin florituras, sin ambigüedades. Terrible y al mismo tiempo seductora.

Y no tiene que ver con que el placer venga a causa del dolor. No es así. Es la forma de entregarnos a algo más grande que nosotros mismos. Es enfrentarnos a nuestras limitaciones como lectores y escritores, es decirnos a nosotros mismos que no hay otra forma que seguir adelante por más agotador que sea el camino. Porque al final, lo que nos llevaremos de ese camino, no será sólo una historia, sino una manera de mirar las cosas terrenales y una forma de oír aquél ruido que nos indica la sinfonía de nuestra verdadera identidad. 

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