jueves, 13 de noviembre de 2014

Ensayo

Poética zombie

De la deshumanización como tema favorito e inherente a cierta parte –importante- de la literatura actual, y de la necesidad de miedo a la hora de escribir-crear-vivir… de eso y algunas otras cosas trata este texto que el autor leyó en su participación en Santa Cruz de las Letras.

 
Vera (segundo de la derecha) en la mesa de diálogo
en la que participó. (Fotos: APAC- CCP)
Christian Vera

Al leer en el título del coloquio la palabra “tendencias” como antecedente del término “abordajes” pienso aleatoriamente en la crítica literaria. Presumo, entonces, que me han convocado a esta mesa para presentar una especie de “balance” o “panorama” de la literatura hispanoamericana, o algo así.
Como dice Bartleby: “preferiría no hacerlo”, por el contrario, hablaré, sin pretensión alguna de novedad, de una poética zombie que creo infectó la cabeza de varios escritores, músicos, poetas y artistas del cómic. A propósito, hace unos días fue Todos Santos, la fiesta de los muertos en el mundo de los vivos, también de eso trata este texto.
El punto de partida de mi presentación se ubica en Paurito, un pueblo típico y un poco tétrico cercano a esta ciudad, donde ocurrió una historia digna de ser narrada por Mariana Enríquez o Liliana Colanzi.
Unos adolescentes de entre 13 y 16 años empezaron a convulsionar en plena escuela después de haber jugado güija y de haberse enterado que sus nombres estaban en la lista de ofrendas a ciertos espíritus malignos. El pueblo en crisis empezó a generar rumores. La historia que me llamó la atención cuenta que los albañiles que construyeron la escuela la maldijeron, jugaron güija y nunca la cerraron; además enterraron la tabla en los cimientos del edificio escolar, maldiciendo de esa manera al pueblo.
Más allá del amarillismo noticioso, creo que estos estudiantes, padres, profes y medios se contagiaron el miedo y sobre todo la fascinación por el miedo, por lo desconocido. Elías Canetti en Masa y poder dice: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”. Pero después de Paurito habría que modificar la idea de Canetti y plantear que nada deseamos más que aproximarnos a lo desconocido.
Lovecraft en su importante libro El horror en la literatura dice: “el miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido”.
Presumo que estos colegiales fueron desbordados por el horror de lo desconocido (tal vez también por el show, pero en esta mesa este tema lo dejaré de lado).
Cuando el horror nos sobrepasa ciega todos los canales del raciocinio. El horror es una extraña forma de conocer que en su reverso tiene al delirio. El miedo anula a la razón. En otras palabras, para tener miedo hay que tener discurso, palabra, lenguaje, y, al mismo tiempo, verse desposeído de todo ello. Y tal vez la carencia de palabra de los adolescentes es lo que más asustó a los habitantes de Paurito. Verlos convulsionar, vomitar, con la mirada perdida, sin la posibilidad de emitir una palabra, desató la histeria colectiva.
La enajenación de los estudiantes, su estado afásico, su deshumanización es lo que más espanta. Claro, también espantaron esos afásicos disfrazados de elocuentes, me refiero a los psiquiatras, psicólogos, pastores evangélicos, párrocos, voceros de la Iglesia Católica que intentaron mitigar el miedo.
Y de eso trata la poética zombie, del miedo, para ser más preciso del miedo que tenemos a nosotros mismos, a ese extraño extravío que nos lleva al horror. Para hablar de esta poética con algo más de cuidado, dejaré por un momento a la sabrosa historia de la posesión diabólica en Paurito para hablar de cine y de una novela gráfica.
En 1968, el director neoyorquino, George A. Romero, estrena La noche de los muertos vivientes, una película precaria en cuanto a producción, de pésimo maquillaje, pero desde esa estética grotesca y menor revolucionó el cine de terror y fundó esto que llamo como poética.
En ese filme irrumpen estos fragmentos de presencia, las purulentas malformaciones de lo real. A lo largo de la película nunca se explica por qué hubo tal transformación, es decir, por qué los muertos andan como vivos. Además los personajes que sufren el asedio de esos ramales podridos de cuerpos animados por lo sobrenatural no pueden nombrar esa monstruosidad. Y a ese vacío, a esa presencia que no termina de concretarse, a ese trazo sin figura que nos obliga a huir de la realidad, se ha bautizado con el nombre de zombie. Los que aparecen en la obra de Romero inician una de las mitologías más interesantes del panteón de lo fantástico en la cultura pop.
A partir del filme La noche de los muertos vivientes el zombie nos despierta el miedo hacia nosotros mismos, hacia nuestros instintos más temibles, a ese otro que nos habita y al cual reprimimos. Gracias a películas como el Despertar de los muertos se hizo terror a partir del miedo grupal, a la masa descontrolada y hambrienta. La paranoia entró en escena. También se hizo palpable el miedo a la putrefacción, a las formas de la muerte, a la deformidad del cuerpo. Y el punto más importante es que en el caos apocalíptico zombie romereano, la humanidad ha perdido el discurso sobre lo que ella misma es, será o podría llegar a ser.
Como dice Jorge Fernández en su libro Filosofía zombie, los sobrevivientes al apocalipsis “no tienen lenguaje para dar cerco, confines, a las extensiones de lo que es humano”. A esta lectura el gran poeta Jaime Saenz, que nunca habla de los zombies pero no deja de escribir sobre ellos, añadiría: “Todos conspiran contra todos y se muerden y se despedazan los unos a los otros; jamás se mueren de hambre (...) se ríen del género humano”.
La simbología del zombie constituye esa humanidad desconocedora de sí misma, errante, peligrosa. En síntesis, el zombie, desde un registro gore y anárquico, toca el tema favorito de la literatura: la deshumanización.
Un detalle a resaltar de la poética zombie es que buena parte de sus cultores no sólo se “alfabetizaron” en el género a partir de la lectura de las grandes obras literarias sobre el tema (que probablemente no existen), sino que también se acercaron a las dimensiones oscuras de lo desconocido a través del cine bizarro de terror, el rock, los cómics, las series y la televisión.
Una muestra de ello se puede ver en el cómic Cuentos de Cuculis de Álvaro Ruilova quien, evidentemente influenciado por el poderoso cine de terror de los 80 como el de John Carpenter y Wes Craven y la literatura de Stephen King, retoma leyendas muy paceñas para construir situaciones en las que se explorará lo desconocido, lugar desde el cual surgirá lo inhumano, lo monstruoso.
En uno de estos cuentos, Noche de mercado, Ruilova narra en escenas, en cuadros asombrosamente dibujados, situaciones muy cotidianas de la vida contemporánea en las que irrumpe el horror. En el cómic mencionado, lo horroroso está todo el tiempo en el aire, a punto de ser explícito.
El escenario es el famoso mercado Rodríguez de La Paz, lugar donde la verdura se descompone sin razón alguna, empieza a oler a muerto. Las ancianas saben que esto se debe a un fantasma que anda por el altiplano y que por alguna razón llega a la ciudad y se instala en el hermoso mercado popular de San Pedro.
Se trata de la Miqala una criatura que, como dice el narrador de la novela gráfica, “se orina en la lógica y la ciencia”, un ser cuyo único propósito es atormentar y destruir. La monstruosidad de la Miqala es dibujada a detalle: se trata de una chola transfigurada en monstruo, una figura horrorosa y, a su vez, algo paródica. Pero lo más interesante es que el horror en las historias de Ruilova no se encuentra en los engendros diabólicos que irrumpen en lo cotidiano. Por el contrario, el terror radica en esos personajes vivos, personajes simples, seres desnudos de cualidades, tocados por lo desconocido, atormentados por la ausencia de los padres. Personajes que por el abandono y la melancolía andan sometidos a las dificultades de aprender a sobrevivir en la calle, en medio del alcohol y de un día a otro cambian radicalmente. Una energía monstruosa los invade y se vuelven desconocidos incluso para sí mismos. Viven un proceso de zombificación, algo irrumpe en ellos, un otro. Ellos son los que nos hacen sentir ese sudor frío en la espalda porque de algún modo nos parecemos demasiado.
En torno al miedo que sienten los personajes de Ruilova giran las canciones de Él mató a un policía motorizado, una banda punk rioplatense absorbida por el cine de terror. Una de las letras más potentes que alimentan esta poética zombie pertenece al tema Mi próximo movimiento que dice: “Voy a subir al techo/ a mirar el desastre (...) Tuve miedo pero ya se fue. Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle”.
Algo hay en la simpleza del fragmento que nos lleva a ese momento sublime cuando el sobreviviente, el personaje de la película el Amanecer de los muertos de Romero, desde la azotea de una casa, completamente deshumanizado dispara sus últimos cartuchos a esa turba temible y endemoniada de zombies que quieren despedazarlo. Los últimos disparos antes de morir, desposeído y al mismo tiempo vital. Como si el gesto del disparo dotara de vida en la muerte.

Volviendo a los sucesos de Paurito, me estremece pensar sobre cuánto necesitamos del miedo para conocernos. Y de eso trata la poética zombie, una herramienta putrefacta, que nos ofrece, a modo de un experimento, llevarnos a un extremo para desde allí mirar al monstruo que vive latente en nosotros. 

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