Poética zombie
De la deshumanización como tema favorito e inherente a cierta parte –importante- de la literatura actual, y de la necesidad de miedo a la hora de escribir-crear-vivir… de eso y algunas otras cosas trata este texto que el autor leyó en su participación en Santa Cruz de las Letras.
Christian Vera
Al leer en el título del coloquio la palabra “tendencias”
como antecedente del término “abordajes” pienso aleatoriamente en la crítica
literaria. Presumo, entonces, que me han convocado a esta mesa para presentar
una especie de “balance” o “panorama” de la literatura hispanoamericana, o algo
así.
Como dice Bartleby: “preferiría no hacerlo”, por el
contrario, hablaré, sin pretensión alguna de novedad, de una poética zombie que
creo infectó la cabeza de varios escritores, músicos, poetas y artistas del
cómic. A propósito, hace unos días fue Todos Santos, la fiesta de los muertos
en el mundo de los vivos, también de eso trata este texto.
El punto de partida de mi presentación se ubica en
Paurito, un pueblo típico y un poco tétrico cercano a esta ciudad, donde ocurrió
una historia digna de ser narrada por Mariana Enríquez o Liliana Colanzi.
Unos adolescentes de entre 13 y 16 años empezaron a
convulsionar en plena escuela después de haber jugado güija y de haberse enterado
que sus nombres estaban en la lista de ofrendas a ciertos espíritus malignos. El
pueblo en crisis empezó a generar rumores. La historia que me llamó la atención
cuenta que los albañiles que construyeron la escuela la maldijeron, jugaron
güija y nunca la cerraron; además enterraron la tabla en los cimientos del
edificio escolar, maldiciendo de esa manera al pueblo.
Más allá del amarillismo noticioso, creo que estos
estudiantes, padres, profes y medios se contagiaron el miedo y sobre todo la
fascinación por el miedo, por lo desconocido. Elías Canetti en Masa y poder dice: “Nada teme más el
hombre que ser tocado por lo desconocido”. Pero después de Paurito habría que
modificar la idea de Canetti y plantear que nada deseamos más que aproximarnos a
lo desconocido.
Lovecraft en su importante libro El horror en la literatura dice: “el miedo es una de las emociones
más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es
el temor a lo desconocido”.
Presumo que estos colegiales fueron desbordados por el
horror de lo desconocido (tal vez también por el show, pero en esta mesa este
tema lo dejaré de lado).
Cuando el horror nos sobrepasa ciega todos los canales
del raciocinio. El horror es una extraña forma de conocer que en su reverso
tiene al delirio. El miedo anula a la razón. En otras palabras, para tener
miedo hay que tener discurso, palabra, lenguaje, y, al mismo tiempo, verse
desposeído de todo ello. Y tal vez la carencia de palabra de los adolescentes es
lo que más asustó a los habitantes de Paurito. Verlos convulsionar, vomitar, con
la mirada perdida, sin la posibilidad de emitir una palabra, desató la histeria
colectiva.
La enajenación de los estudiantes, su estado afásico, su
deshumanización es lo que más espanta. Claro, también espantaron esos afásicos
disfrazados de elocuentes, me refiero a los psiquiatras, psicólogos, pastores
evangélicos, párrocos, voceros de la Iglesia Católica que intentaron mitigar el
miedo.
Y de eso trata la poética zombie, del miedo, para ser más
preciso del miedo que tenemos a nosotros mismos, a ese extraño extravío que nos
lleva al horror. Para hablar de esta poética con algo más de cuidado, dejaré
por un momento a la sabrosa historia de la posesión diabólica en Paurito para
hablar de cine y de una novela gráfica.
En 1968, el director neoyorquino, George A. Romero,
estrena La noche de los muertos vivientes,
una película precaria en cuanto a producción, de pésimo maquillaje, pero desde
esa estética grotesca y menor revolucionó el cine de terror y fundó esto que
llamo como poética.
En ese filme irrumpen estos fragmentos de presencia, las
purulentas malformaciones de lo real. A lo largo de la película nunca se explica
por qué hubo tal transformación, es decir, por qué los muertos andan como vivos.
Además los personajes que sufren el asedio de esos ramales podridos de cuerpos
animados por lo sobrenatural no pueden nombrar esa monstruosidad. Y a ese
vacío, a esa presencia que no termina de concretarse, a ese trazo sin figura
que nos obliga a huir de la realidad, se ha bautizado con el nombre de zombie. Los
que aparecen en la obra de Romero inician una de las mitologías más interesantes
del panteón de lo fantástico en la cultura pop.
A partir del filme La
noche de los muertos vivientes el
zombie nos despierta el miedo hacia nosotros mismos, hacia nuestros instintos más
temibles, a ese otro que nos habita y al cual reprimimos. Gracias a películas
como el Despertar de los muertos se
hizo terror a partir del miedo grupal, a la masa descontrolada y hambrienta. La
paranoia entró en escena. También se hizo palpable el miedo a la putrefacción,
a las formas de la muerte, a la deformidad del cuerpo. Y el punto más
importante es que en el caos apocalíptico zombie romereano, la humanidad ha
perdido el discurso sobre lo que ella misma es, será o podría llegar a ser.
Como dice Jorge Fernández en su libro Filosofía zombie, los sobrevivientes al
apocalipsis “no tienen lenguaje para dar cerco, confines, a las extensiones de
lo que es humano”. A esta lectura el gran poeta Jaime Saenz, que nunca habla de
los zombies pero no deja de escribir sobre ellos, añadiría: “Todos conspiran
contra todos y se muerden y se despedazan los unos a los otros; jamás se mueren
de hambre (...) se ríen del género humano”.
La simbología del zombie constituye esa humanidad
desconocedora de sí misma, errante, peligrosa. En síntesis, el zombie, desde un
registro gore y anárquico, toca el
tema favorito de la literatura: la deshumanización.
Un detalle a resaltar de la poética zombie es que buena
parte de sus cultores no sólo se “alfabetizaron” en el género a partir de la
lectura de las grandes obras literarias sobre el tema (que probablemente no
existen), sino que también se acercaron a las dimensiones oscuras de lo
desconocido a través del cine bizarro de terror, el rock, los cómics, las
series y la televisión.
Una muestra de ello se puede ver en el cómic Cuentos de Cuculis de Álvaro Ruilova quien,
evidentemente influenciado por el poderoso cine de terror de los 80 como el de
John Carpenter y Wes Craven y la literatura de Stephen King, retoma leyendas muy
paceñas para construir situaciones en las que se explorará lo desconocido,
lugar desde el cual surgirá lo inhumano, lo monstruoso.
En uno de estos cuentos, Noche de mercado, Ruilova narra en escenas, en cuadros
asombrosamente dibujados, situaciones muy cotidianas de la vida contemporánea en
las que irrumpe el horror. En el cómic mencionado, lo horroroso está todo el
tiempo en el aire, a punto de ser explícito.
El escenario es el famoso mercado Rodríguez de La Paz,
lugar donde la verdura se descompone sin razón alguna, empieza a oler a muerto.
Las ancianas saben que esto se debe a un fantasma que anda por el altiplano y
que por alguna razón llega a la ciudad y se instala en el hermoso mercado
popular de San Pedro.
Se trata de la Miqala una criatura que, como dice el
narrador de la novela gráfica, “se orina en la lógica y la ciencia”, un ser
cuyo único propósito es atormentar y destruir. La monstruosidad de la Miqala es
dibujada a detalle: se trata de una chola transfigurada en monstruo, una figura
horrorosa y, a su vez, algo paródica. Pero lo más interesante es que el horror
en las historias de Ruilova no se encuentra en los engendros diabólicos que
irrumpen en lo cotidiano. Por el contrario, el terror radica en esos personajes
vivos, personajes simples, seres desnudos de cualidades, tocados por lo
desconocido, atormentados por la ausencia de los padres. Personajes que por el
abandono y la melancolía andan sometidos a las dificultades de aprender a
sobrevivir en la calle, en medio del alcohol y de un día a otro cambian
radicalmente. Una energía monstruosa los invade y se vuelven desconocidos
incluso para sí mismos. Viven un proceso de zombificación, algo irrumpe en
ellos, un otro. Ellos son los que nos hacen sentir ese sudor frío en la espalda
porque de algún modo nos parecemos demasiado.
En torno al miedo que sienten los personajes de Ruilova giran
las canciones de Él mató a un policía motorizado, una banda punk rioplatense absorbida
por el cine de terror. Una de las letras más potentes que alimentan esta
poética zombie pertenece al tema Mi
próximo movimiento que dice: “Voy a subir al techo/ a mirar el desastre
(...) Tuve miedo pero ya se fue. Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle”.
Algo hay en la simpleza del fragmento que nos lleva a ese
momento sublime cuando el sobreviviente, el personaje de la película el Amanecer de los muertos de Romero, desde
la azotea de una casa, completamente deshumanizado dispara sus últimos cartuchos a esa turba temible y endemoniada de
zombies que quieren despedazarlo. Los últimos disparos antes de morir,
desposeído y al mismo tiempo vital. Como si el gesto del disparo dotara de vida
en la muerte.
Volviendo a los sucesos de Paurito, me estremece pensar
sobre cuánto necesitamos del miedo para conocernos. Y de eso trata la poética
zombie, una herramienta putrefacta, que nos ofrece, a modo de un experimento, llevarnos
a un extremo para desde allí mirar al monstruo que vive latente en nosotros.
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