La ineficacia de nuestros espejos
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo
Medinaceli
Afirmar
que la mayoría de las escenas en las novelas de Dostoievski poseen la cualidad
de ser infinitas no sería una exageración, o decir que el artista ha logrado
plasmar en cada una de sus secuencias la impronta de la ambigüedad además de
una profunda tensión: las dos manos que se unen hacia el final de Los hermanos Karamazov, los estallidos
de histeria de Catalina Ivanovna en Crimen
y Castigo, o los raptos de generosidad del atribulado personaje en El adolescente.
A
aquello podríamos sumar los diálogos entre Svidrigáilov y Raskólnikov. Los
delirios del doble. El imposible encuentro entre los enamorados de Pobres gentes. El golpe con el hacha. La
taberna de Marmeládov. En fin, queda un extenso etcétera. Pero hoy es tiempo de
recordar una escena que no ha sido suficientemente abordada en libros, ensayos
ni reseñas.
La
novelita breve Niétochka Nezvanova
fue escrita durante la época en que Fiódor Dostoievski fue condenado a muerte
por participar en las reuniones del círculo Petrashévski, un grupo extremista ruso,
a finales de 1849.
Luego
fue terminada en los calabozos donde el escritor transmutó la condena por cuatro
años de trabajos forzados. Debido a eso, Rafael Cansinos Assens -el traductor al
castellano más especializado en la obra del escritor ruso- señala que esta novela
en su parte final “posee la monotonía de los largos corredores y los
interminables días de la vida en prisión”.
Se
trata de la única novela de Dostoievski con un protagonista femenino; más aún, es
la única en la que se narra desde la primera persona con esa voz femenina. En
fin, un esbozo magistral de la vida de esta heroína y de su transición entre la
niñez y su edad adulta.
Algunos
comentaristas aseguran que en sus páginas se describe el complejo psicológico de
Electra, definiendo los matices de la atracción entre padre e hija con sus
correspondientes causas, recelos y perturbaciones. La figura del padre en la
novela se encuentra triplemente dividida: un progenitor a quien nunca se conoce,
un entrañable violinista y -el último- un protector fantasmagórico. Tal como
afirma el traductor Assens: “Niétochka Nezvanova
es un caso freudiano antes de Freud”.
La
escena sucede en la casa del último padrastro. Un lugar que -efectivamente-
pareciera ser una imagen codificada de los presidios siberianos. Se siente la
asfixia. El vacío. Además de una atmósfera casi gótica. Humedad y hasta se
podría decir la presencia de personajes vampirescos que cambian su reflejo ante
los espejos y que lentamente nos llevan a la habitación en donde ocurre la
escena en cuestión.
La
breve escena resume parte de lo que el autor posteriormente desarrollará con
mayor profundidad en sus novelas más extensas, pero con un enfoque pocas veces
repetido. Niétochka -una adolescente de 17 años- nos confía los momentos
definitivos de su niñez que ahora están formando su personalidad.
Es
un recuerdo de su primera infancia, cuando se la habían llevado a vivir con su
familia adoptiva a aquella casa donde el padrastro caminaba de tan mal humor que
le causaba un profundo temor. Ella recuerda:
“Se
detuvo él también ante el espejo, y yo me estremecí, asaltada de una sensación
desconocida, nada infantil. Me pareció que él de pronto cambiaba de semblante.
Por lo menos antes, al asomarse al espejo, le había visto la sonrisa en los
labios (…) Y ahora, de sopetón, no bien lanzara una miradita al espejo,
cambiaba por completo de semblante: desaparecía la sonrisa como por efecto de
una orden, y cedía el puesto a una expresión de indecible amargura, impuesta
como con violencia hecha al corazón. Su mirada se ocultó, adusta, tras los
lentes; en una palabra: que su cara, como obedeciendo a un imperativo, se
volvió en un momento la cara de otro hombre. Recuerdo que yo, pobre chica, que
no necesitaba tanto para asustarme, me eché a temblar de miedo, miedo de
comprender, de penetrarlo todo y de ver lo que veía”.
El
padre –padrastro- de Niétochka Nezvanova cambia de rostro frente al espejo.
Antes ha ocurrido un extenso diálogo acerca del color que tienen sobre sus
rostros la niña y la madre, de su palidez, de los imperceptibles cambios de colores
que van experimentando según la persona que tengan en frente, dependiendo de
quién los refleje.
Dostoievski,
gran receptor de la energía humana, solía transmutar esas percepciones en cabellos
de colores, iris difusos, o auras epilépticas. Así describe a sus personajes no
solamente desde la acción o su profundidad psicológica, sino también desde sus
vibraciones inconscientes.
En
este caso, se trata de un reflejo que irradia una luz diferente a la que fluye
del hombre que está parado frente al espejo.
Alguien
cambia de rostro en menos de un segundo. La imagen de la superficie no coincide
con la imagen del hombre. La niña se asusta. Siente que está frente a dos
personas diferentes, o frente a un ser dividido, enfermo, tal vez.
No
existe una lógica cerrada o un sistema claro de lo que en verdad sucede en esta
enigmática imagen de la novela.
El
autor ha logrado tocar con un dedo mágico la punta del iceberg de las memorias
infantiles y su relación con el desarrollo afectivo de la protagonista. Se
podrían arriesgar varias interpretaciones de este primer temor pero lo cierto
es que la escena por sí sola posee más brillo como retrato artístico de un
estado de conciencia infantil que como una alusión científica de las
influencias psicológicas entre estos personajes. Solamente es la belleza
actuando desde su misma lógica.
En
un tiempo en el cual los contactos con aquello que es diferente -léase lo
“otro”, los principios de “xenofobias” o los clausurados fundamentalismos-,
cuando el arte popular pareciera resumir toda esta amplia gama de matices a unos
cuantos zombies apocalípticos o extraterrestres en fuga, no viene mal releer
esta escena donde lo “otro” es tan difícil de asimilar, porque cambia a cada
instante.
Un
reflejo que no condice con la imagen afectiva que tenemos. O “lo esencial es
invisible para los ojos”, siguiendo el clásico refrán de Antoine de Saint Exupery.
En
esta breve escena se puede atisbar una parte de la inevitable barrera que
existe entre lo que perciben nuestros sentidos ante una imagen fría -reflejo,
fotografía, etc.- y la imagen real de la persona ante nosotros con toda su
carga vital y anímica.
Aquella
ruptura que tanto temor causaba a la pequeña Niétochka sucede a diario cuando
discutimos si el símbolo es lo real, o si la imagen puede reemplazar al
original. Y más aún si tomamos en cuenta que no solamente somos espectadores, sino
que el principal espejo del prójimo somos nosotros mismos.
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