Literatura latinoamericana
¿Qué sentido tiene clasificar, tipificar, encasillar -aun territorialmente, por el origen de los autores- a la literatura?, se pregunta el autor.
Sebastián
Antezana
Me
ha tocado algunas veces ser invitado a encuentros donde se discute, entre otras
cosas, sobre literatura latinoamericana. Y siempre que pasa empiezan a
desesperarme algunas preguntas y casi nunca termino con respuestas.
Por
ejemplo, y quizás las más importantes, ¿tiene sentido hablar de una literatura
latinoamericana? ¿Se trata de algo real o más bien de una abstracción, una
idealización provenida de otra parte? ¿Hay algo, un guiño o un gesto,
transversal a la literatura del continente y que la aúne más allá del peso de un
lenguaje y una tradición común?
Las
respuestas se me escapan como monedas pequeñas de las manos; a momentos es
inevitable volver a algunas generalizaciones. Es decir, para hablar de
literatura latinoamericana o de lo que pensamos que es, habría que rescatar su
aún perceptible diversidad, su variedad temática, estilística y formal, en un
tiempo que tiende poderosamente hacia la homogenización y la producción en
serie.
Y
habrá que decir que esa diversidad literaria consigue serlo porque está
expresada en diferencias culturales y políticas que se suscriben a criterios
geográficos, es decir, que se que explican y se definen por el tipo de espacio
que las produce y que son capaces de producir: América Latina, pues, y su vasto
territorio, sus gentes, sus climas, sus idiosincrasias.
Así,
en primera instancia, la literatura latinoamericana se trataría de un conjunto
de textos cultural y políticamente diversos con una fuente territorial común.
Pero esta visión resulta parcial no solo porque la literatura se rehúsa a ser
simplemente el mapa que repite un territorio, sino porque el tipo de mapa que
se la acusa de ser, un mapa latinoamericano, es un mapa que, al revés del
conocido refrán, impide ver los árboles por culpa del bosque. Es decir, que
impide ver las individualidades por culpa de la generalización.
La
diversidad literaria latinoamericana, entonces, no puede ser verdaderamente
asumida como variedad si se la considera exclusivamente desde el punto de vista
latinoamericano, no puede mostrar sus árboles -eucaliptos, molles, robles,
plataneros, palmeras- porque los tapa el bosque homogeneizador que implica la
etiqueta de latinoamericana.
Y
eso, claro, porque el de la literatura latinoamericana vista como un solo mapa
o un solo cuerpo es un problema de perspectiva, del punto de vista que hace que
los lectores de otras latitudes perciban la producción literaria de este lado
del planeta como proveniente de una misma fuente y como capaz de ser clasificada
bajo un mismo rótulo -cuando de cuestiones administrativas se trata- o
dispuesta en una misma sección de la librería -cuando es turno de cuestiones
editoriales-.
Desde
lejos, digamos desde la perspectiva de lectores europeos o estadounidenses, la
literatura latinoamericana puede verse -y, en efecto, muchas veces se ha visto-
como un solo mapa o bosque -piénsese en lo ocurrido durante el boom y las
décadas posteriores, o lo que ocurre ahora, en la estela asfixiante del
bolañismo-.
Y
desde cerca, desde la perspectiva de un lector argentino o paraguayo o
ecuatoriano, desde nuestras coordenadas, puede seguramente explicarse con
términos de Zavaleta (y su abigarramiento) o Silvia Rivera (y lo ch´ixi): ya no
como un solo gran organismo sino una juntucha de árboles de distintos tipos,
árboles jóvenes y ancianos, débiles y fuertes, que se destacan por su incómoda
comunidad, por sus individualidades y guiños que cultural y políticamente
corresponden a las distintas áreas o regiones de que brotan.
Así,
entonces, comprendemos rápidamente que lo que llamamos literatura
latinoamericana es, en realidad, una serie de literaturas provenientes de
instancias territorialmente menores (los árboles de la región andina, el
amazonas o el caribe, los árboles de países, ciudades e incluso barrios
distintos).
La
idea parece obvia, y ciertamente lo es, pero trae consigo una consecuencia que
hemos podido ya apreciar, en otro ámbito, en la discusión reciente sobre
autonomías políticas: si nuestras concepciones sobre cierta literatura dependen
de la perspectiva -como en efecto lo hacen-, habrá que tener en cuenta que la
lejanía implica la homogenización y la cercanía un necesario reconocimiento de
la variedad que en ocasiones puede llegar a extremos.
Así,
por ejemplo, de cerca, un lector latinoamericano podría entender su literatura
como una serie de manifestaciones y propuestas transnacionales pero también
claramente nacionales, transregionales pero también marcadamente regionales,
etc.
Y,
de más cerca, un lector boliviano entendería su literatura como una serie de
manifestaciones y propuestas transnacionales pero también nacionales, y también
provinciales, y también departamentales, y también urbanas o barriales.
Y,
más cerca aún, llevando la cosa al extremo, podríamos llegar a una atomización
en la que no exista ningún constructo literario capaz de englobar a más de un
solo autor o un solo libro, lo que eliminaría de un plumazo ideas como las de
tradición nacional o problemáticas regionales.
Habrá
que llegar, entonces, a algún tipo de consenso: ni el bosque vasto ni una sola
hoja de árbol, sino algún lugar intermedio que nos permita una visión distinta.
Y
hay también otro camino. Preguntarnos, continuamente, contra la crítica, el
periodismo, el mercado editorial y la academia, ¿qué es la literatura
latinoamericana? ¿Existe siquiera? ¿O nos deshacemos ya del adjetivo y
olvidamos todo lo referente a una literatura -y por lo tanto a un cine, una
música, un teatro, etc.- continental, regional?
Los
que vivimos, leemos y escribimos literatura desde esta parte del mundo, ¿tenemos
algo en común más allá del hecho de compartir esta parte del mundo? ¿Tiene
nuestra literatura algo que la haga nuestra? ¿Qué es, qué es ese algo, más allá
del mapa -que siempre es un lenguaje- y el territorio?
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