El lenguaje del realismo
Traslada el autor a esta su columna quincenal uno de los temas de debate en el reciente Festival Internacional de Literatura Santa Cruz de las Letras.
Sebastián
Antezana
Hace
poco, en un encuentro de escritores, Giovanna Rivero, que hacía de moderadora
de una mesa de diálogo sobre literatura latinoamericana actual, preguntaba
sobre la relevancia del realismo a la hora de encarar instancias de violencia
histórica desde la literatura. En sincronía, la inquietud de Giovanna es una
que comparto y que me ha estado ocupando durante algún tiempo.
Creo
que es importante cuestionar el papel que el realismo -ese modo de la
literatura, que ciertamente no es un género- ha desempeñado y desempeña a la
hora de encarar, por ejemplo, procesos como las guerras internas y las
dictaduras en el continente, las represiones abiertas y menos abiertas de las
sociedades por parte de sus gobiernos, instancias histéricas como el terrorismo
y la guerrilla, y más recientemente la violencia generada por los sindicatos
narcotraficantes y sus brazos armados, como ocurre de forma tan grotesca en
México hoy.
¿Cómo
ha encarado y encara la literatura estas instancias desde uno de sus
principales modos como es el realista? Más allá de nombrar y discutir algunos
autores y libros, ¿qué podemos decir del realismo como forma privilegiada de la
ficción de acercarse a los hechos violentos que nos modifican y caracterizan?
En
instancias de violencia extrema -otra vez, como el caso mexicano-, ¿hay
siquiera un resquicio por donde pueda colarse la literatura realista? ¿O la
realidad queda demasiado grande, demasiado oscura, indecible al fin para uno de
sus modos mejor reputados de problematizarla?
El
caso mexicano es ejemplar porque -como antes las dictaduras chilena y
argentina, y el terrorismo en Perú- constituye hoy una de las instancias de mayor
violencia física y simbólica del continente.
Según
varios estimados, desde que el conflicto se inició en diciembre de 2006, ha causado
ya la muerte de 110.000 personas y ha desplazado a más de un millón y medio. A
partir solamente de estas cifras, se concreta así como una singularidad que
expresa de forma evidente el fracaso de las perspectivas y prácticas políticas,
económicas y culturales que la motivaron. Se hace, pues, un nudo de sentidos
del que nacen fuerzas que redefinen su paradigma y demandan incesantes
reflexión y resignificación crítica.
¿Cómo
acercarse desde la literatura? A veces parece difícil escribir de ciertos
hechos violentos sin el recurso de la metáfora, el símil o el uso de géneros
como la fantasía distópica -donde el horror es de consumo frecuente- o la
ambientación noir -donde la violencia
es fuertemente estetizada.
A
un lector no entrenado podría disculpársele el que considere al realismo como
una forma “más cercana” o “más verdadera”, respecto al mundo que vivimos, que
la fantasía o la novela negra, pero esta impresión solo confirma el hecho de
que para ese lector el mundo real, la realidad en la que nos movemos, no es una
construcción, cuando ciertamente lo es.
Lo
real, se sabe, no existe; no es una cosa única ni un telón de fondo, sino un
producto tan dependiente de la perspectiva -y, por lo tanto, tan construido-
como los demás, por lo que se entiende que el realismo no es, entonces, un
género más cercano a lo real que otros, sino uno más de los muchos modos que tenemos
de construirlo.
Pero
esa construcción, generalmente estable -o permanente en su inestabilidad-,
tambalea cuando tiene que vérselas con instancias de singularidad violencia,
como el caso mexicano hoy y como lo fue, en otro plano, el arquetipo de la
violencia para Occidente: Auschwitz.
Es
muy conocida la frase de Adorno al respecto: “escribir poesía después de
Auschwitz es un acto de barbarie”, y quizás pueda usarse, salvando las
distancias, para tratar de explicar la literatura del violento presente
mexicano.
La
fórmula adorniana ha llevado a una serie de interpretaciones erróneas sobre la
imposibilidad de escribir cuando en realidad alude al tema de la barbarie, pero
nosotros podemos ver cómo sugiere que la búsqueda de la perfección del lenguaje
-esa “poesía” a la que alude- constituye una traición a la brutalidad necesaria
para encarar literariamente acontecimientos como Auschwitz. Adorno indicaría
así que ni siquiera la poesía, el menos realista de los lenguajes, es capaz de
lidiar con el horror.
En
el caso mexicano se puede ir en esa dirección. Hace unos años, por ejemplo,
cuando sicarios del narcotráfico mataron a su hijo, el poeta Javier Sicilia
decidió, literalmente, dejar de escribir. “Ya no hay más que decir, el mundo ya
no es digno de la palabra”, dice uno de sus poemas finales, que radicaliza la
apuesta de Adorno y se transforma en un gesto político de total despojamiento:
ante la violencia absoluta ya no solo no el realismo y no la poesía, sino el
silencio absoluto.
Este
es un caso extremo, claro, y en el otro extremo hay una larga serie de novelas
y otras publicaciones que parecen no tener el menor empacho al tratar la crisis
mexicana. ¿Qué hacer, entonces?
Primero
unas cuantas preguntas. Por ejemplo, más allá de obras y autores que escriben
literatura pretendidamente realista sobre el tema, ¿es el realismo un modo
necesario y suficiente para lidiar con esa violencia desgarradora que no para? ¿Bastan
sus elementos y herramientas para transmitir las características del agujero
negro? ¿Puede hacerse literatura realista, por ejemplo, con los 43 estudiantes
desaparecidos?
Son
conocidos los casos de sobrevivientes de experiencias traumáticas, como el
holocausto, guerras y dictaduras, que a la hora de narrar sus experiencias -incluso
a la hora de sentarse en el banquillo de testigos y declarar en los juicios de
sus asesinos y torturadores- no fueron capaces de mantener un tono realista y
acudieron sistemáticamente a la metáfora y la figuración, cuando no
directamente al tono fantástico, como si solo el lenguaje del realismo tuviera
problemas para enfrentarse con el horror de la tortura, la muerte y el
exterminio.
Es
elocuente que incluso en instancias de dominio de la legalidad, como los
juicios a ex oficiales nazis y dictadores, sus víctimas no hayan sido capaces
de utilizar un lenguaje legal, despojado, apegado a la “verdad” -es decir, el
lenguaje más realista posible- y hayan buscado palabras de otros registros -el
caso del escritor judío y víctima del nazismo Yehiel De-Nur es arquetípico.
¿Tiene,
entonces, la literatura realista algún chance? En fin. Concluyo en un punto muerto,
un final abierto. Como generalmente pasa, no tengo respuestas, solo unas
cuantas preguntas. ¿Alcanza la literatura realista para hablar de extremos de
violencia, de singularidades que redefinen la historia? No lo sé, pero imagino
que, puestos a pensar sobre realismo a estas alturas del siglo XXI, sigue valiendo
la pena pensar en ello.
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