Desvistiendo el vestir
Apelando al lenguaje de la imagen, el autor reflexiona sobre los mensajes que llevan implícitos los cada vez más mutables hábitos de vestimenta.
Edwin Guzmán Ortiz
De bípedos implumes fuimos tildados por Platón,
aludiendo además de nuestra condición postural, a esta sustancial desnudez y
desprotección corporal. Por su parte Nietzsche, desde un orondo vitalismo nos
asumía como “una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre, una cuerda
por encima del abismo”.
Sea nuestra congénita desnudez urgida de abrigo, o
la cuerda en la que además cuelgan apolíneas o dionisiacas prendas para arropar
a este humano, demasiado humano, pero la verdad es que nuestro cuerpo necesita
de algo que lo cubra y proteja, es decir de la consuetudinaria y diacrónica
vestimenta.
En lo inmediato, la vestimenta es una extensión de
la piel, una proverbial epidermis que prolonga y colorea nuestro perímetro
corporal. Alternativamente nos cubre o exhibe; reducto del pudor o plataforma
donde cada cual despliega sus poderes de subyugación y manifiesta su identidad,
inclusive más aquí que las propias palabras. Por lo mismo, Barthes, manifestaba
que la ropa se usa para hacer una declaración acerca de uno mismo y de sus
preferencias.
En el Pensamiento
lumbar, Eco hace un balance sobre cuánto había influido en la historia de
la civilización el vestido. La moralidad victoriana del burgués de cuello
duro, la dama de miriñaque y corsé, o el
guerrero de cota de malla y lorigas llevaban el cuerpo apretado y sofocado por
la vestimenta, hecho que influía en su moralidad, en la manera de ver el mundo,
incluso en la generación de ideas.
Añade el semiólogo italiano: “si Viena hubiera
estado situada en el ecuador y sus burgueses hubieran andado en bermudas ¿habría
descrito Freud los mismos síntomas neuróticos, los mismos triángulos edípicos?”.
Los monjes del medioevo llevaban apenas un hábito
encima, y su cuerpo libre les permitía hacer cuanta teología y filosofía fuera
posible, basta recordar las hopalandas de Erasmo o el ventilado vestuario de
Spinoza. Ergo, las prendas no sólo imponen una actitud y una compostura sino
que, en uno u otro caso, invitan a vivir hacia el mundo exterior o en su caso,
hacia el cultivo de lo interior. La elección es: el espejo exterior o el
interior, o el reflejo del uno en el otro.
La vestimenta no acaba en sí misma, lleva a
relacionar y configurar el mundo a su imagen y semejanza, estableciendo
concordancias con los ámbitos y haceres inmediatos: el recato en el vestir se
proyecta en el recato en el vivir, el uniforme militar insta a la uniformidad
del comportamiento del ritual militar y a menudo homogeneiza la manera de
pensar, el atuendo del rockero halla su correlato en el rock, aunque éste joven,
ni más ni menos, cultive tanta prolijidad en la conjugación de sus códigos
vestimentales como el caballero formal de corbata.
El vestido a su vez nos induce a circular
alternativamente por diferentes “yoes”, resbalando del terno al jean, del
deportivo al traje casual, de la pollera al vestido. Juega con nuestras
dualidades, revela nuestras contradicciones y con frecuencia delata nuestra
identidad oscilante.
Pienso en aquellas mujeres de práctica protestante
que del traje cotidiano mudan a la bata larga y la infaltable biblia que exige
el culto semanal, o las autoridades comunales que para ingresar a reparticiones
del Estado se cambian el traje civil por el poncho.
Históricamente la vestimenta ha sido -y es- un
diferenciador social y cultural. ¡Cuánta ideología im/perceptible hay en ella!
La monumental industrial que la sustenta, con frecuencia nos obliga a asumirla
acríticamente bajo el signo de la moda. La moda, en su versión moderna es parte
de la cultura de masas, se trata ni más ni menos de la práctica de ejercer la
exclusividad bajo el signo de lo uniforme.
Por supuesto que la moda no es característica propia
del vestido, también coexistimos con modas artísticas, con ideologías de moda,
y por supuesto con modas intelectuales. Ni la propia Iglesia escapa a este
fenómeno, el clero viene reemplazando a la sotana por el famoso modelito clerygman. Hecho que un
plano artístico y satírico me trae a la memoria a una escena de La Roma de Fellini, donde se despliega
un desfile de modas de los altos prelados de la Iglesia, con casullas, mitras,
báculos y joyas relucientes, expuestas bajo un exuberante resplandor de luces y
efectos especiales.
Mas, los paradigmas de la
moda también pasan de moda. Hoy, desde espacios alternativos, se busca que la moda ya no ejerza un influjo neurotizante y
dictatorial, especialmente desde de la moda exclusiva.
Tendencias
menos tóxicas pugnan por un ejercicio más libre del vestir que no busque
precisamente el reconocimiento social, para desplazarse hacia el bienestar
colectivo, a la funcionalidad y la valoración de la propia identidad cultural
en función de lo diverso.
En
cuanto a nuestro país, es por demás
evidente que la sociedad ha ido cambiando aceleradamente de vestimenta, con más
evidencia en las ciudades que en el campo, siendo catalizadores privilegiados
de este proceso los medios de comunicación audiovisuales, el crecimiento
paulatino de los flujos migratorios campo-ciudad y la mejora del nivel
socieconómico de sectores sociales, antes en condición de pobreza.
Los indicadores de este cambio son múltiples, para
visualizar este proceso baste observar el testimonio que brindan las
fotografías de antaño. Pienso por ejemplo en aquella que muestra la ejecución
de Martín Lanza en 1905 en la Plaza San Pedro, donde es casi imposible
encontrar a una sola persona de la multitud sin sombrero: en menos de un siglo,
la mayoría de la sociedad boliviana se ha destocado.
La ropa deportiva más allá de los campos deportivos
y gimnasios ha tomado la vida cotidiana. En cuanto a los jóvenes, es evidente una
diversificación vestimental como signo fundamental de su yo colectivo: de los
hipsters a los góticos, o de los rappers a los indies, de los metaleros a los
hip-hoperos, hay mucha tela y música que cortar.
Un factor de enorme impacto social y cultural en el
país es el consumo de ropa americana por diferentes sectores sociales, lo que
genera procesos inéditos de homogenización del vestir colectivo; por tanto la exclusividad
y la diferencia -valores de la moda transnacional y condición de la vestimenta
de clase- se han visto vulneradas por este fenómeno.
Todos los días ropa de marca se comercializa por
toneladas en los khatus de
prendería, atestando un duro golpe a
glamorosas boutiques y la industria nacional, y con el efecto colateral de
incitar al reemplazo de la vestimenta tradicional.
La estrategia de la “descolonización” en Bolivia ¿qué
características asume hoy en cuanto a la elección y práctica del vestido?
Seguramente el uso oficial de símbolos ancestrales en el atuendo de la clase
gobernante implicando a diseñadores nacionales prestigiosos, la presencia cada
vez mayor de la pollera y el proceso de descorbatización no sólo en la
administración pública sino incluso en algunos ámbitos privados, y a su modo la
pasarela andina con cholas paceñas lujosamente ataviadas y portadoras de
estéticas inéditas.
¿Parte de la descolonización será también la
capacidad de elegir con libertad al
margen de las presiones de la moda y de sus incondicionales promotores?
Sin embargo, el escenario fundamental donde se luce
la riqueza y creatividad de la vestimenta boliviana son las fiestas. El
Carnaval de Oruro y el Gran Poder entre otros, constituyen escenarios privilegiados para la exhibición de
indumentarias trabajadas con un auténtico arte del diseño.
Trajes y símbolos de antaño se conjugan con los
recursos actuales que emergen de la industria y las tecnologías del engarce
modernos. La mejor artesanía y el esplendor de los bordados, la sorpresiva
combinación de colores supera de lejos la rutina gris de la ropa cotidiana y el
fementido look de occidente.
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