Una literatura boliviana posible
Este texto fue leído por la autora como conferencia inaugural del Encuentro Literario Santa Cruz de las Letras, el pasado viernes en el Centro de la Cultura Plurinacional, en la capital oriental.
Claudia Bowles Olhagaray
¿Literatura
boliviana?
Me preguntaba en estas semanas
mientras conocía y revisaba a varios autores nuestros, ¿de qué hablamos cuando
hablamos de literatura boliviana? ¿Cuál es ese o cuáles son esos elementos
constitutivos/distintivos que nos permiten reconocer a la literatura boliviana?
¿De qué se vale un lector extranjero, por ejemplo, para reconocer esto, si no
tomando en cuenta los datos de la solapa que habitualmente se encuentra en todo
libro? ¿Cuáles son los registros
lingüísticos, estilísticos, temáticos y, si vale decirlo por separado,
ideológicos que pueden permitirnos reconocer una obra literaria “boliviana”?
Y por otro lado, ¿cómo pensar las
identidades nacionales a 15 años de llegado el siglo XXI? Y en consecuencia, ¿cómo
pensar sus discursos, su narrativa, su poesía?
Dos hitos socio-políticos son
pertinentes a la hora de intentar un esbozo de esta cuestión si nos
circunscribimos, como propongo esta vez, a la literatura producida en los
últimos 30 años (31 para ser más exactos): el primero, el retorno a la
democracia en la década del 80, en 1983,
y posteriormente ya en este siglo, la así llamada refundación de la República,
que nos lleva a para pasar a ser Estado Plurinacional.
Estos dos acontecimientos además,
ocurren en el marco de un fin de siglo, (a la vez fin de milenio), con todo lo
que ello conlleva. Este salto modernizador, esta internacionalización de la
economía, que se diera también en el fin de siglo XIX, ¿implica un viraje en el
recorrido habitual de la tradición literaria del siglo XX hacia otros
lenguajes, discursos y miradas? Este paso a la internacionalización, auspiciado
por el acceso a las telecomunicaciones, televisión abierta y por cable, y sobre
todo la llegada a la comunicación virtual en tiempo real ¿qué produce en las
subjetividades literarias?
Si en el siglo XIX la modernidad
llegó con acceso al trabajo, racionalidad y ciudadanía (Ludmer: 1994), ¿qué nos
ha traído la internacionalización o mundialización tan mentada, a los
escritores y lectores?
No necesariamente como efecto,
pero la coincidencia es innegable: en el caso particular de Bolivia, la
sociedad transita (lo hace aún hoy por supuesto y lo hará por un buen tiempo en
términos legales y administrativos y económicos) hacia un proceso de inclusión
de sectores parcial o totalmente marginados de las estructuras hegemónicas desde
la creación de la república.
Este país ha dado un viraje:
primero, a partir del retorno a la democracia, (con los costos que ello
implicó), pasando por diversos procesos transformadores desde el 2003, hasta
llegar a tensar por momentos en extremo los casi imperceptibles hilos que
cohesionan a la región. Finalmente, aquí estamos.
La
literatura en ese contexto
En el último cuarto del siglo XX
y los años que llevamos del XXI, la literatura boliviana ha experimentado una
serie de transformaciones. Lenguajes, temas, perspectivas, pero sobre todo
actitudes frente a la escritura, hoy son significativamente diferentes en los
autores que vienen escribiendo desde el inicio de la década de los 80.
Tan desmesuradamente como ha
crecido ésta ciudad, dispersa y desencontrada de sí, (un poco por metonimia es
Bolivia) así lo ha hecho su literatura. En esa fragmentación, real y simbólica,
¿podremos encontrar constantes que permitan una aproximación incluyente y abarcadora,
pero que más allá de todo, logren permitirnos ver en la escritura, como se la
“dice” (como se la lee primero) desde la ficción literaria a este país?
Democracia y literatura
El retorno a la democracia es el
resultado de un proceso político, cultural e incluso militar que concluyó
imponiéndose como parte de la política actual, en palabras de Cleverth
Cárdenas.
Este supone un cambio en la vida
y la cultura política. Por otro lado, estas transformaciones serán tomadas (o
no) por la literatura. De qué manera la literatura se hace cargo o hace de ella
carne de sus tejidos, es parte de lo que en estos días habremos de reflexionar.
En principio, y sin temor a
equivocarnos, se puede afirmar que esto significa un nuevo modo de mirar y
vivir la literatura; de hecho significa un mayor acceso a la letra, a la
escritura, y claro, a la lectura. Y puedo agregar ahora que, como parte de este
proceso, los oficios se desplazan hacia
espacios menos hegemónicos del país, (en términos culturales).
Desde los 70, podríamos decir,
las ciudades letradas de los siglos XIX y primera mitad del XX, (La Paz, y
Sucre, fundamentalmente y antes Potosí) se abren a la participación del resto
de las regiones del país, en la realización de foros, simposios y ferias,
consecuencia del protagonismo que toman sus economías, y, por supuesto, sus
escritores.
Lenta pero sostenidamente, no al
ritmo del vertiginoso crecimiento urbano muy visible para todos, (de Santa Cruz
en particular) esta bonanza literaria, es principalmente de publicación, no así
de lectura o estudio.
Hoy por hoy, además de abundancia
en la producción literaria (tenemos nuevas editoriales, nuevas y más sólidas
ferias, nuevos foros), estamos (pese a las dificultades de difusión y
circulación) con una oferta inédita en términos numéricos, que ya en este
preciso instante está modificándose.
De 1983 a 2009 se publicaron 1.750
libros (en los tres géneros principales), solo en el territorio nacional,
incrementando en un más de un 100% lo sucedido entre los años 60 y 80. El dato
es de una investigación concluida justamente el 2009.
Ese mismo año escritores,
periodistas, académicos algunas autoridades vinculadas al quehacer literario,
realizaron unas jornadas de discusión que consistirían en determinar qué 10
novelas (se había pedido tomar ese género únicamente) podían considerarse
“fundamentales” en la historia de la literatura boliviana.
A tono con los cambios
político/administrativos que ya comenzaban a tomar forma, queríamos encontrar (¿refundar?)
nuestro canon literario de esta manera.
Queríamos encontrarnos en 10
(resultaron ser 15 oficialmente) relatos que constituyeran un gran fresco
narrativo boliviano. Demás está decir que pese a las conclusiones aceptables
pero siempre incompletas, las posteriores utilidades del proyecto no se
concretaron.
Ahora, pasados cinco años de ese
importante evento, tal vez podamos fundar
un discurso conciliador sin que se limite a establecer un canon cerrado,
que reconcilie algunas posturas enfrentadas allá por agosto del 2009.
De 2009 a la fecha, se deben
haber publicado varias decenas solo de relatos (novela y cuento), algunas de
las cuales bien podrían incorporarse a este minúsculo canon. Y la configuración
de la escena literaria sería completamente diferente. De hecho uno de los
elementos diferenciadores de las formas de producción, de acceso a la palabra,
y de acceso a la edición, tendría nomás que explicarse en relación con el
fenómeno migratorio que se suma a los que hemos señalado.
Desde la década del 90 varios
escritores bolivianos, algunos aquí presentes, residen fuera del país. Se han
ido por diferentes motivos. Se van pero pueden estar, de otra manera, entre
nosotros porque acceden a editoriales extranjeras que amplían el horizonte de
lecturas. Y esto de alguna manera, nos devuelve a nuestros escritores. Porque, hay que decirlo también, nuestras
editoriales están muy comprometidas con la literatura, y muy decididas a
continuar en el esfuerzo de ser las “casas” literarias de sus escritores, pero
no están acompañadas de políticas públicas de edición y difusión, políticas
educativas ni regionales ni nacionales, que completen por lo menos parcialmente
el ciclo de escritura/lectura, salvo esfuerzos aislados y difíciles de sostener
como los que se dan en algunas bibliotecas o centros culturales.
Algo sobre la literatura actual
Y vuelvo a las preguntas que nos
interesa abordar y responder. ¿Qué son los escritores bolivianos? ¿Qué son los
jóvenes escritores bolivianos? ¿Qué los distingue de los que estuvieron (aún
están) en la segunda mitad del siglo XX?
Pienso en Ramón Rocha Monroy (el
de Potosí 1600) y Liliana Colanzi, por ejemplo, ambos
auténticamente bolivianos y no encuentro el factor común, ni en sus
individualidades, ni en sus escrituras. Pienso en Juan Pablo Piñeiro, el de Cuando Sara Chura despierte, y en el
Edmundo Paz Soldán de Norte, y lo
mismo: no encuentro el común denominador.
Y ambos son auténticamente bolivianos.
Escuchaba a Jenny Cárdenas y a
Willy Claure, pero también a Ella Fitzgerald o a Cole Porter mientras escribía
estas líneas y continuaba leyendo, sin encontrar el denominador común. Y no
creo que lo encuentre.
Lacan daba vueltas por mi cabeza,
mientras buscaba las identidades. Y solo veía nuevas individualidades,
imposibles de reducir a ese “corsé” que le da el nombre a lo que les leo: literatura
boliviana.
Me divierto con Adolfo Cárdenas,
en Periférica Blvd. y la jerga del
hampa paceña; me entristezco con la nostalgia del pasado/futuro en Tirinea, de Jesús Urzagasti. Leo sobre
el dolor y la violencia, pero también sobre la reflexión literaria, en fragmentos
de Norte de Paz Soldán; 98 segundos sin sombra, de Giovanna
Rivero, me retrotrae a la adolescencia, no la mía, no la nuestra: la
adolescencia de esta ciudad con todos sus excesos y desvaríos, y trato de
sostener al protagonista en un relato tan personal, de quien se pierde en la
ausencia total del otro, en el vacío que deja el otro, que no es sino el vacío
ya desquiciado del sí mismo, en El amor según,
de Sebastián Antezana.
Y es esa desaparición del propio
ser (el uno mismo, vulgarmente hablando), del otro, la que me va mostrando una
nueva preocupación literaria. El escritor de hoy explora el mundo, lo siente y
sufre, desde su más íntima subjetividad. Y su escritura, es también un poco la
agonía del sujeto contemporáneo, dejado de los dioses, dejado del gran otro,
perdido en sí mismo.
Suelo decir que la década del 80,
por efecto de los últimos años de gobiernos de dictadura, y luego por la
injerencia sin remedio del narcotráfico y sus efectos en la vida ciudadana en
todas sus esferas y estratos, fue una década perdida. Quedamos a la deriva en
muchos sentidos. Pero, en una aparente paradoja, allí mismo encontramos American Visa, de Juan de Recacoechea, y
Jonás y la ballena rosada, de
Wolfango Montes, dos grandes novelas, que “dicen” a la Bolivia de entonces sin
ser, en absoluto, la literatura que se hace cargo referencialmente de la
sociedad y sus problemas.
Del mismo modo, otros efectos a
largo plazo, tendrán estos dolorosos momentos de la historia nacional.
Y leo un fragmento de un texto
autobiográfico que publica Sebastián Antezana en la revista digital Traviesa, donde dice, a la manera de
recuerdo de infancia: “me acuerdo de que cada 17 de julio mi familia almorzaba
en la casa de mi abuela, pues se recuerda un año más desde que en 1980 asesinaron
a mi abuelo”.
En otra consulta, escucho a
Edmundo Paz Soldán, que dice: “condicionado
por la edad (10, 12 años entre el 77 y el 82) uno normalizaba la imagen de ver
a un y otro militar apareciendo en las pantallas de TV nacional, que con cierta regularidad, entraban en cadena
para comunicar el cambio de Gobierno. Bolivia fue una nación con rumbo errático
entre 1978 y 1982. Y no recuperó su camino en el resto de esa década (...)”.
En esa misma década tiene su
realización el “Taller del Cuento Nuevo”, (1986) que da lugar al nacimiento de
un grupo de escritores como Blanca Elena Paz, Homero Carvalho, Oscar Barbery,
Paz Padilla…
El espacio poético sería tomado
con un sostenido espíritu de trabajo y un innegable crecimiento de la profundidad
en las exploraciones literarias, de la mano de las mujeres: allí aparece
Giovanna Rivero, antes la ya mencionada Blanca Elena Paz, Gigia Talarico, Centa
Reck y Claudia Peña. Y más recientemente, Liliana Colanzi.
Lo nuevo
Lo nuevo no supone nunca romper
el silencio universal. Ni el mundo de los signos ni en esa parte suya que es el
arte, una invención en términos absolutos, sino apenas una reelaboración que dialoga
interesadamente con algo anterior; en
ese sentido por ejemplo, es curioso encontrar en un escritor del 67, en otra
del 72 y luego en uno aún más joven (82)
(Paz Soldán, Rivero y Antezana), que convergen en prácticas de lectura
iniciales, similares pese a las diferencias de edad y de procedencia, y que
cada uno a su manera, se hará nomás cargo de escribir sobre Bolivia.
¿Qué horizontes críticos, líneas
de lectura o parámetros existen ya establecidos, respecto a la concepción de la
narrativa boliviana más reciente?
Siempre buscando a los propios
autores para nutrir mis perspectivas críticas, encuentro una afirmación de otro
autor importante de estos años. Wilmer Urrelo (Fantasmas Asesinos, Hablar con los perros).
“De alguna manera, la narrativa contemporánea boliviana empieza a
convertirse en una lesión permanente en contraposición a lo que se escribía
hace algunos años (se refieren a los años 60/70). Hace unos 10 o 15 años los de nuestra generación no queríamos ni
saber del contexto histórico o social, en la literatura, pero ahora sabemos que
tarde o temprano esos temas aparecen”.
El
oficio de escribir y las ciudades: violencia y escritura
Dos rasgos ya podemos mencionar
como elementos vinculantes entre los escritores mencionados y algunos que
señalo luego. La ciudad, la ciudad, con todos sus conflictos y tensiones, nos
habla a través de estos escritores.
No se trata de que ésta sea una
literatura referencial o del paisaje urbano. Más bien, de que el discurso
proviene de sujetos que logran apropiarse de este espacio que -por inexistente
o ajeno-, había estado fuera del alcance de la contemplación literaria. Los
autores mencionados nos han permitido leernos como parte de estas ciudades,
reconocernos en ellas, tanto en textos que se engarzan voluntariamente en la
tradición popular, (como Oscar Barbery y
en algunos casos Homero Carvalho) como en otros que se valen de un lenguaje
absolutamente libre, que transita por la fase personal, íntima, casi
confesional como sucede con Gigia Talarico, con el propio Antezana, con Rodrigo
Hasbún.
También están los que se aproximan
a la historia, de diversas maneras, como Luisa Fernanda Siles o Rosario
Barahona, pero siempre en función de un compromiso mayor. Porque más allá de sus actividades
cotidianas, todos tienen el “oficio”
de la escritura como un componente esencial de sus vidas, y ya no
una labor complementaria.
En todos se reconoce la
importancia otorgada al lenguaje (como objeto, no más como mero instrumento) y
al género con el que trabajan. El cuidado puesto en ellos se convierte en
intensidad. Todos alcanzan una voz propia.
¿Retorno a la historia? ¿Introspección?
¿Literatura como tema? ¿Violencia cotidiana aquí o en cualquier lugar del
planeta?
Creemos que hoy, más que nunca,
el carácter sinecdóquico y develador de la literatura boliviana, propone una
contemplación de las realidades históricas y sociales desgajadas de su
temporalidad concreta, es decir transitoria.
Aunque la ciencia continúe
organizando el mundo en categorías, la cotidianidad nos invite al silencio, la
parodia política nos lleve a la abulia comunicativa, llegará la palabra y nos
hablará de relaciones diferentes. La narrativa continuará buscando describir y
edificar la totalidad secreta de la vida, incorporando un nuevo sentido la
existencia del hombre. Y allí estará, al final del laberinto, cuando terminemos
de despertar al nuevo siglo, el dinosaurio.
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